En el sentido más general, este caso en el que el vicepresidente tuvo que desmentir una noticia falsa que se propagó como una plaga por las redes de extrema derecha es paradigmático:
1) de la desinformación contemporánea, que sólo es posible gracias a los algoritmos de los programas desde los que operan Google, Amazon, Facebook, Twitter, Instagram, TikTok, y las redes de mensajería instantánea WhatsApp y Telegram, que nos dividen y aprisionan en burbujas de (des)información para extraer nuestros datos, vigilarnos y manipularnos como consumidores con mayor precisión y eficacia, además de implantar en la mayoría de las personas, especialmente en los adolescentes, el deseo de convertirse en virus, de hacerse virales;
2) de la articulación entre los movimientos políticos que niegan la eficacia de las vacunas (anti-vax), el cambio climático derivado del calentamiento global y el resultado de unas elecciones democráticas libres y limpias; y de cómo la extrema derecha tiene, en esta plataforma del capitalismo de la vigilancia, una gran ventaja sobre la izquierda, si no un poderoso aliado, en la medida en que su éxito electoral depende de difundir mentiras y dividir a la gente;
3) del enorme desafío que tienen los demócratas, los científicos éticos y los humanistas para reconstruir lo que Hannah Arendt llama el "mundo común", aquél que permitirá a una autoridad política "aparecer en público" y hablarle a una amplia mayoría que comparte la realidad de los hechos y la misma percepción del mundo. Reconstruir este mundo implica que la representación política en Estados Unidos establezca, mediante leyes y políticas públicas, nuevas contrapartidas y responsabilidades para las grandes tecnológicas.
En el caso particular de Brasil, la recomposición de la esfera pública -o, por lo menos, la construcción de puentes entre las grandes burbujas de la enorme espuma en que ha sido transformada por el capitalismo de plataforma, para usar una metáfora del filósofo Peter Sterlodjik- requerirá dos movimientos inextricables como dos caras de una misma moneda: la erradicación del antipetismo (algo que opera más o menos como el antisemitismo y la homofobia ) en los todavía hegemónicos medios de comunicación de derechas y la desbolsonarización del Estado y la cultura.
No hay bolsonarismo (neonazismo y/o neofascismo) sin antipetismo; y éste, a su vez, acaba engendrando al primero aunque cambie de nombre en un futuro próximo.
En una video-columna para este mismo medio democraciaAbierta, expliqué brevemente lo que significaba desnazificar el país. En pocas palabras, se trata de algo que debe inspirarse en el proceso de "desnazificación ·de Alemania, que sigue en curso incluso más de 70 años después de la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial: identificación y castigo de quienes, dentro de la estructura del Estado, fueron cómplices de los crímenes nazis, y purga de las instituciones de quienes se identifican con ese mal.
Para el filólogo Victor Klemperer, la desnazificación "debe hacer desaparecer no sólo la acción nazi, sino también sus convicciones, hábitos y pensamientos, así como su caldo de cultivo: la lengua nazi".
En el caso del bolsonarismo, su caldo de cultivo es el antipetismo de la cobertura informativa de la política por parte de los periódicos y telediarios hegemónicos aún concentrados en manos de las oligarquías políticas.
Sí, la desbolsonización no será una tarea fácil, sobre todo si tenemos en cuenta que, además del antipetismo de los medios de comunicación, hay una masa de medios que funcionan en circuitos cerrados que hasta ahora no se pueden abordar y que a menudo tienen su propia burbuja de espuma, sus propios intereses, que no son ni colectivos ni republicanos.
Sin embargo, incluso sin un público al que dirigirse, y en medio de la censura impuesta por el ruido y la desinformación producidos deliberadamente por la extrema derecha, es necesario emprender ya la reconstrucción de lo común y de la comunidad.
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