Para quienes viven en los territorios indígenas de la Amazonía, los compromisos asumidos por los líderes mundiales en la COP26 para hacer frente a la lacra de la deforestación suenan a hueco.
A medida que aumenta la destrucción de la mayor selva tropical del mundo, la promesa de 19.000 millones de dólares para acabar con la deforestación y revertirla parece insuficiente y poco creíble.
A menudo, los líderes mundiales hacen estas grandiosas declaraciones en eventos internacionales en un esfuerzo por asegurarse un lugar en el lado correcto de la historia. Pero acto seguido, suelen demostrar una total falta de voluntad política para hacer realidad esos compromisos. Eso, y el carácter no vinculante de los acuerdos, significa que lo que dicen en la escena internacional suele contrastar radiclamente con lo que ocurre cuando vuelven a casa.
En gran parte de América Latina, las grandes empresas extractivas están acostumbradas a comprar la política. Saben que sus acciones, aunque sean contrarias a los compromisos medioambientales de la legislación vigente, se llevarán a cabo sin obstáculos. Gran parte de ello se debe a la impunidad judicial de la que gozan y a su estrecha relación con las autoridades locales y nacionales.
Porque, si bien los compromisos medioambientales pueden ayudar a limpiar las conciencias más sucias y garantizar el cumplimiento de la normativa, la aplicación de las normas es escasa. Los fondos para frenar la deforestación han existido durante años y han sido en gran medida ineficaces, desapareciendo en muchos casos por completo. En las pocas ocasiones en que los fondos han sobrevivido, la dificultad de su gestión y la impotencia de las autoridades para controlarlos han provocado su prematura desaparición, muchas veces amparados en la opacidad burocrática.
Otro problema al que se enfrentan los fondos de lucha contra la deforestación es que los proyectos de cooperación internacional que llegan a los territorios indígenas no siempre están alineados con los programas de recuperación. Por ejemplo, en Caquetá, Colombia, según Edilma Prada, investigadora y editora intercultural de Agenda Propia, un medio independiente especializado en los pueblos indígenas de América Latina, se están otorgando incentivos para mejorar los pastizales de la Amazonía en zonas que antes fueron deforestadas.
"Para brindar apoyo a los campesinos, los bancos les exigen que tengan tierras con ganado para poder otorgar recursos para la reactivación del campo", dijo Prada a democraciaAbierta.
"Esto acaba fomentando la deforestación, según los testimonios de los campesinos recogidos por la investigación sobre la deforestación en la Amazonia que Agenda Propia lleva a cabo desde hace varios años. No existe una cultura de control público sobre los fondos de cooperación internacional destinados a detener la deforestación y restaurar las áreas ya deforestadas. Esto implica el fracaso reiterado de los programas".
En Brasil, la deforestación se ha acelerado con el presidente Jair Bolsonaro. Bolsonaro está alineado con la llamada "bancada ruralista", un influyente grupo de diputados en el Congreso Nacional que defiende abiertamente los intereses del agronegocio. Su anterior ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, dimitió en medio de una investigación por el presunto delito de tráfico de madera, y fue sustituido por Joaquim Alvaro, un miembro de la Sociedad Rural Brasileña (SRB) que lleva 23 años dedicado a defender los intereses del agronegocio.
Desde que Bolsonaro triunfó en las elecciones presidenciales de 2018, las alertas de deforestación monitoreadas por el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) de Brasil en la Amazonía brasileña no han hecho más que aumentar.