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Ansiedades catalanas

Las próximas elecciones en Cataluña no van a traer, probablemente, mayorías claras, pero sí van a traer división. Convencidos de la necesidad de afirmar su supremacía, los secesionistas se preparan para tomar algún atajo. English.

Joan Costa Alegret
23 septiembre 2015
Manifestación Junts per Si en el Arco del Triunfo en Barcelona. August 2015. SBA73. Flickr. Todos derechos reservados..png

Manifestación Junts per Si en el Arco del Triunfo en Barcelona. August 2015. SBA73. Flickr. Todos derechos reservados.

A lo largo de los últimos treinta años, tanto en el continente europeo como en el Reino Unido, la difusión del poder ha sido el motor de una descentralización política sin precedentes. Este proceso de redistribución de competencias ha traído consigo un buen número de consecuencias positivas.

El tratado de Lisboa reconoció este hecho y extendió a los niveles regionales y locales el principio de subsidiariedad, que se refiere al método por el cual la aplicación de las políticas debe ser ejecutada por el nivel de gobierno más adecuado y capaz, generalmente aquél que está más cerca del problema.

La subsidiariedad trajo consigo mayor cohesión en el territorio de la Unión Europea, por lo menos a nivel legal y administrativo si bien, a partir de la crisis económica del 2008, muchos gobiernos europeos se vieron obligados (y en algunos casos lo hicieron de buena gana) a aplicar políticas de recentralización. Esto se hizo, en parte, para poder hacer frente al estricto control del déficit presupuestario, impuesto por las autoridades comunitarias desde Bruselas.

Aunque el proceso de devolución de competencias hacia los niveles inferiores de la administración en Europa ha traído múltiples beneficios, ha tenido también algunas consecuencias no queridas, entre las cuales el renovado predicamento de una serie de movimientos secesionistas, que ahora se sienten con fuerza para defender su causa.  

Especialmente enérgicos son aquellos que (normalmente procedentes de regiones ricas) se han venido desarrollando a partir de una combinación de ideología nacionalista, sentimiento patriótico y liberalismo económico. Su narrativa se basa en una reinterpretación del derecho de los pueblos que incluye el derecho a la autodeterminación interna, y que supera tanto las constituciones de los estados como el derecho internacional. 

La paradoja que se plantea hoy en algunas democracias avanzadas europeas es cómo el secesionismo se aprovecha de la creciente redundancia del Estado Nación. Esta redundancia —impulsada, entre otros factores, por una transferencia incesante de soberanía a las instancias supranacionales, por un paraguas de defensa garantizado por la OTAN y por una creciente integración económica e institucional—ha llevado a los secesionistas a querer construir lo que en cualquier caso, está en obsolescencia: un Estado Nación propio.

A la vez que declaran abrazar los principios de la Unión Europea, reclaman que la estructura política más amplia en la que se encuentran actualmente integrados es demasiado disfuncional, demasiado cara y demasiado agresiva, hasta el punto de haberse convertido en una amenaza para los derechos identitarios y para los intereses económicos de su pueblo.

Al señalar a un enemigo externo como la causa de sus problemas internos, los secesionistas se superponen en muchos aspectos a la narrativa Euroescéptica, en ascenso en los últimos tiempos en toda la Unión Europea.  Al mismo tiempo, muestran una tendencia a olvidar que el proyecto europeo fue construido precisamente para superar el nacionalismo agudo, causa de la doble destrucción del continente europeo a lo largo del siglo XX.

Y así, en un siglo XXI que tiende, por lo menos en Europa, a decantarse por el postnacionalismo en muchos aspectos, el caso del pujante nacionalismo catalán es paradigmático. Y lo es porque ejemplifica las múltiples contradicciones y debilidades de una narrativa que, abiertamente o no tanto, se basa en subrayar agravios, y que hunde sus raíces en la concepción del Estado Nación en el siglo XVII, y en las ideas del romanticismo etnocéntrico de finales del siglo XIX, que dibuja una nación épica y milenaria como fuente de derechos “históricos”.

Un país desde cero

En vísperas de las elecciones regionales Catalanas, anticipadas al 27 de septiembre, el nacionalismo catalán ha conseguido poner en pie una coalición inaudita. Bajo una lista conjunta de nacionalistas de derechas y de nacional-republicanos, aderezada con personajes famosos en el ámbito local y con líderes de asociaciones secesionistas, este grupo heterodoxo se ha unido para perseguir el poder.

Algunas elites extractivas, junto con su numerosa red clientelar, han llegado a la conclusión de que la secesión les puede resultar un buen negocio. Muchos otros también lo creen, y han hecho de la separación su causa.

 A lo largo de los últimos años, han intentado, y en buena parte conseguido, canalizar la movilización sin precedentes de buena parte de una sociedad golpeada por la crisis, la incertidumbre y el malestar, convocándola a tomar la calle. A la convocatoria han respondido con entusiasmo por centenares de miles, formados de manera festiva y disciplinada, uniformados con camisetas bajo una sola bandera y un solo eslogan.

Aún así, imbuidos de la ilusión de acariciar lo que ven como una oportunidad histórica para edificar su propia república, parecen soslayar valores republicanos fundamentales como la igualdad y la fraternidad con los otros pueblos de España, con quienes han compartido fortuna común durante siglos. Al hacerlo, ponen en un aprieto a aquellos conciudadanos que lo comulgan con su causa.

Algunos analistas observan que el fair play político puede verse comprometido en nombre de las promesas de ese Estado catalán de nuevo cuño, que estarían a punto de constituir de manera inmediata, caso de que los nacionalistas se impongan en las urnas. “Construiremos un país nuevo”, prometen. 

El actual presidente del gobierno catalán, Artur Mas, y sus compañeros de candidatura en la lista única, conciben las próximas elecciones como el sucedáneo del referéndum de autodeterminación, ese que la constitución española vigente (al igual, por cierto, que cualquier otra constitución en Europa) simplemente no contempla.

Contaremos escaños y no votos, declaran. Están obligados a ello, insisten, por culpa del gobierno español, que ha negado el “derecho a decidir”, esto es, a convocar un referéndum.  

Esto ha sido considerado un atajo ilegal por numerosos observadores, sino directamente un “putsch”.  Un voto favorable de sólo el 43 o el 44 % (en función del nivel de participación) podría proporcionarles una mayoría de escaños. En este caso, argumentan las voces críticas, la substitución de la democracia directa -imprescindible en cualquier caso para una decisión de este calibre-por la democracia representativa difícilmente puede ser considerada limpiamente democrática.

Además, el Estatuto de Autonomía vigente (recientemente renovado en el año 2007), establece que cualquier reforma fundamental del autogobierno catalán precisa de una mayoría cualificada de dos tercios de la cámara. Aún así, para Mas y sus socios, una mayoría absoluta por un solo escaño sería suficiente para seguir adelante con el plan de secesión.  Es lo más cerca del gerrymandering que se puede ir.

Ansiedades

Más allá de la lucha interna por el poder y de la complejidad de la política española, que está atravesando un período de intenso reajuste como consecuencia de la crisis más profunda desde el fin de la guerra civil, existen factores más amplios y profundos que pueden explicar las ansiedades actuales en Cataluña. 

Estos factores de fondo son compartidos por muchos ciudadanos Europeos. Para ponerlo en boca de Tony Judt, historiador de la postguerra europea, en su testamento político de 2010: “Hemos entrado en una edad del miedo. La inseguridad vuelve a ser un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales.

Una inseguridad nacida del terrorismo, por supuesto, pero también, y de manera más insidiosa, del miedo a la velocidad incontrolable del cambio, del miedo a la pérdida del empleo, del miedo a quedarse atrás frente a los otros en un creciente escenario de reparto desigual de los recursos, del miedo a perder el control de nuestra vida cotidiana. Y, quizás por encima de todo ello, miedo a que no seamos sólo nosotros los que ya no podemos modelar nuestras vidas sino a que aquellos que ostentan la autoridad hayan perdido el control, sometidos a fuerzas situadas fuera de su alcance”.

La manera en que estas ansiedades se declinan en los distintos países europeos tiene algunos matices locales, pero comparten el patrón reconocible de buscar defensa y refugio en un renovado nacionalismo, que se alza como un muro frente a todas las inseguridades. El caso de Hungría puede considerarse extremo, pero la actual tensión territorial e institucional que vemos en España no es una excepción.

El nacionalismo pragmático ha sido hegemónico en las instituciones catalanas a lo largo de la mayor parte (si no toda) de los años transcurridos desde la recuperación de la democracia en España. Sin embargo, tras más de treinta años de metódica construcción nacional  a través de las políticas vinculadas a educación, los medios de comunicación, la lengua y la cultura, esta hegemonía ha terminado apropiándose de las instituciones de autogobierno.

El uso partidista de dichas instituciones es bastante llamativo. El hecho de que el presidente Mas haya venido organizando las reuniones para conformar su candidatura única en las oficinas oficiales de la Generalitat (en la sede del gobierno catalán) habla por sí solo.

El uso sesgado de unos potentes medios de comunicación públicos, muy bien financiados, para apoyar la agenda secesionista es otro ejemplo elocuente del lado espantoso de un proyecto que, de acuerdo con la propaganda oficial, se sitúa del lado bueno de la historia.

Tal como la narrativa lo explica, el hecho de que la campaña electoral empezase el 11 de septiembre, día de la fiesta nacional de Cataluña, es sólo una coincidencia.  La organización de una mega-manifestación ese día bajo el lema “Vía libre a la república catalana”, con apoyo total del gobierno y de los medios públicos, no tiene nada que ver con las elecciones, sino que es la celebración habitual de la festividad nacional. 

El hecho de que el día de las elecciones coincida con un largo fin de semana en Barcelona y en áreas ampliamente pobladas de su área metropolitana (en ciudades como Hospitalet, Santa Coloma de Gramanet o Cornellá), donde  el voto urbano no-nacionalista podría ser considerable, es sólo una coincidencia desafortunada. Al fin y al cabo, cuanto mayor sea la abstención en la circunscripción de Barcelona  —donde habitualmente un diputado costaría aproximadamente 48.000 votos, cuando en las otras tres circunscripciones catalanas costaría entre 20.000 votos en Lleida y 30.000 en Girona y en Tarragona—  mejor para el voto pro-nacionalista, típicamente mayoritario de manera abrumadora en ciudades pequeñas y en áreas rurales del país.

A lo largo de las décadas de supremacía del nacionalismo en el gobierno y en el parlamento, el legislativo catalán ha sido incapaz de aprobar una ley más equilibrada. Mala suerte, si se entiende lo que quiero decir.

Y finalmente, de manera más significativa, se argumenta que celebrar anticipadamente las elecciones catalanas (las terceras en cinco años) a apenas tres meses de las elecciones generales en España, no es llevar las cosas demasiado lejos, ni demasiado aprisa.  Los nacionalistas sostienen que, incluso en un escenario de incipiente recuperación macroeconómica, y ante la posibilidad de un poco de luz al final del túnel —cuando la actual mayoría conservadora podría desvanecerse a favor de una potencial coalición progresista, dispuesta a entablar una negociación para redactar una constitución de corte más federal— no es ventajista.

Se trata tan sólo de capturar la ocasión. Quebrar el Estado español, viejo de quinientos años, para finalmente disfrutar de… Independencia Unilateral: la respuesta perfecta.

“Si tan sólo hubiéramos aprendido una única lección del siglo XX,  deberíamos haber retenido por lo menos que, cuanto más perfecta es la respuesta, más espantosas son las consecuencias”. Una vez más, las palabras de Tony Judt sobre el destino europeo pueden resultar esclarecedoras.

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