
Al mismo tiempo que prospera, Barcelona se muere. ¿Cómo puede ser esto? Las excelentes políticas urbanas, que fueron tan rotundamente exitosas desde que la ciudad recuperó sus instituciones democráticas en 1979, parecen haberse agotado. De hecho, las elecciones municipales del 24 de Mayo presentarán dos modelos divergentes, en franca oposición entre ellos.
Por un lado, está el modelo de “smart city” actual, orientado al turismo, a las ferias y a los negocios, favorecido por los nacionalistas de centro-derecha actualmente en el poder, con su idea insignia de Barcelona como capital de un nuevo Estado Catalán (o lo que sea que con esto quieran decir). Por otro lado, un modelo participativo, social y pensado para las personas, liderado por una plataforma electoral recién constituida, originalmente denominada “Ganemos Barcelona”, y más tarde rebautizada como “Barcelona en común”. Se trata de una amalgama entre movimientos de base y partidos de izquierdas, incluyendo al emergente Podemos, que quiere recuperar Barcelona para sus ciudadanos (o lo que sea que esto signifique).
Ambos modelos luchan por preservar los grandes logros de Barcelona en las últimas décadas, y especialmente su gran calidad de vida, pero difieren en sus prioridades.
El modelo Barcelona
La memoria es corta, pero hace cuarenta años la ciudad que vemos hoy puntuar en lo más alto de la mayoría de los índices internacionales era una localidad bastante provinciana, des-industrializada y desangelada. Entre pantallas de televisión en blanco y negro y sórdidas prostitutas merodeando por las callejuelas adyacentes a las Ramblas en busca de marinerías mercantes o Marines norteamericanos, el color predominante, en Barcelona, era el gris. El Fútbol Club Barcelona era un equipo como los demás, y la Sagrada Familia era una iglesia de otro tiempo, abandonada a su suerte y bastante deslucida.
Pero tanto los habitantes de Barcelona como sus representantes electos hicieron un magnífico trabajo durante los años ochenta y noventa, combinando planificación urbana de vanguardia con sólidas políticas sociales, muy bien estructuradas, que buscaban construir una metrópoli inclusiva, cohesionada socialmente y a la vez moderna. Una joven y cultivada elite de gauchistes gobernó el ayuntamiento desde el primer día. Y tenía una visión para su ciudad.
Apoyados por sus compinches en Madrid, bajo los gobiernos de Felipe González, y liderados por su carismático alcalde, Pasqual Maragall, los socialistas barceloneses consiguieron el apoyo político y económico imprescindible para ganar la candidatura de los Juegos Olímpicos de 1992. A partir de entonces, implementaron un modelo de transformación urbana inteligente, que combinaba pesadas inversiones en infraestructura y transportes (aeropuerto, rondas) con una rápida regeneración urbana, poniendo el acento en integrar los barrios populares periféricos, el antiguo suelo industrial y sus degradadas playas, al tejido urbano.
Cuidando especialmente la construcción de espacio público de calidad y de buenos servicios sociales, la ciudad consiguió armar un modelo de éxito. Puede que el cosmopolitismo quedara relegado al terreno aspiracional, pero la ciudad fue capaz de proyectar al mundo un modelo abierto, radiante y contemporáneo.
Pero el éxito de Barcelona trajo consigo algunos costes. La ciudad post-olímpica intentó superar su devastada herencia industrial apostando por una “nueva economía” basada en el conocimiento, en lo que fue quizás un mero eufemismo para políticas neoliberales que se pusieron de moda en el cambio de siglo. La economía productiva quedó a un lado mientras se realizaban muy pocas inversiones en re-industrialización. En realidad, los herederos de las otrora importantes fortunas de la burguesía industrial se convirtieron en rentistas o se apuntaron a las filas de una administración Catalana de nuevo cuño, inicialmente vibrante, pero enseguida sobredimensionada.
La falta de un modelo económico alternativo abrió la puerta a políticas urbanas básicamente dedicadas a favorecer al mercado inmobiliario y a la industria del turismo. Los esfuerzos para compensarlas con algunas inversiones en centros de investigación, de innovación y de formación se vieron a menudo contrarrestados por poderosas fuerzas del mercado a la caza y captura del enriquecimiento rápido. Aprovecharon la existencia de un entorno acogedor, de una espléndida localización en el sur de Europa con buen tiempo y excelente conectividad internacional, alta calidad de vida, servicios bastante asequibles y una presión fiscal relativamente baja y flexible.
La falta de un modelo alternativo
Lamentablemente, esta falta de modelo económico alternativo (un problema que no es exclusivo de Barcelona, sino compartido por muchas ciudades post-industriales de todo el mundo) tuvo consecuencias dramáticas para los habitantes de la ciudad. Se encontraron a sí mismos luchado por un puesto de trabajo digno, por capear burbujas inmobiliarias y por conservar viva la calidad de los servicios sociales y de los servicios públicos municipales. Viniendo de una larga tradición de movimientos comunitarios y vecinales, los activistas sociales empezaron a organizar la resistencia, algunos sumándose a la ola que resumió el lema “otra globalización es posible”, y que cobró fuerza en Occidente con el cambio de siglo. Una macro-manifestación contra la guerra de Irak en el 2003 mostró al mundo el ímpetu de que era capaz la movilización social en Barcelona.
El gran éxito de los años noventa dejó a las autoridades públicas con poca imaginación, dedicando demasiado tiempo a la autocomplacencia o a las luchas intestinas. Encantados por su propio modelo triunfante, basado en el gran evento internacional y su capacidad de transformación urbana y crecimiento, decidieron darle otra vuelta de tuerca a la fórmula olímpica del 92. Para el año 2004, intentaron inventarse un nuevo evento internacional que pudiese transformar la ciudad, el Fórum Universal de las Culturas, sólo para acabar dándose cuenta de que el modelo había quedado obsoleto y que las fuerzas del mercado habían conquistado la ciudad y co-optado a su sociedad civil.
Marinas de lujo, hoteles de cinco estrellas y tiendas de alta gama ocuparon el espacio urbano junto a apartamentos turísticos, tapas de diseño y chiringuitos de alcohol barato para ruidosos turistas low-cost de fin de semana. Quioscos de suvenires y terrazas de paella rápida empezaron a proveer a oleadas de cruceristas en chanclas y pantalón corto, que se dan una vuelta por el centro antes de volver a embarcar, apresuradamente, en cruceros gigantescos atracados, uno detrás de otro, en el muelle de espera. Los muy escasos (por lo menos en comparación con muchas otras capitales europeas) monumentos arquitectónicos se vieron rápidamente sobrecargados y cada vez más caros, mientras numerosos inversionistas extranjeros se dedicaron a comprar viviendas en los mejores barrios –consideradas como bienes de inversión más que como pisos para vivir en ellos. Atrapada entre la montaña y el mar, Barcelona siempre ha sido una ciudad muy densamente poblada, pero la híper-inflación de turistas acabará por aniquilar su encanto.
Además, detrás de una fachada de riqueza y de diseño, la gran recesión y las políticas de austeridad que le siguieron golpearon con dureza a muchísimos barceloneses. El desempleo en la ciudad es hoy todavía muy elevado, las oportunidades son escasas, la desigualdad entre ciudadanos y entre barrios ha crecido, e incluso la esperanza de vida ha divergido entre distritos pobres y distritos ricos.
Una parte significativa de los ciudadanos de Barcelona, en definitiva, se siente hoy abandonada por las instituciones públicas de la ciudad, que se perciben como embargadas por una élite política subordinada tanto a una agenda nacionalista como a intereses meramente privados. En este contexto, recuperar las instituciones es, ciertamente, un paso necesario, pero la falta de un modelo económico alternativo es inquietante.
Armar una visión de futuro
A falta de una visión de futuro, Barcelona se halla en una encrucijada. O bien la ciudad consigue reinventarse a sí misma, atrae más talento internacional, se transforma en un verdadero polo de conocimiento y destila nuevas ideas, o está abocada a convertirse, en el medio plazo, en un lugar como cualquier otro, asfixiado por el turismo, el comercio inmobiliario y el dinero fácil.
En los últimos años, la ciudad ha experimentado una efervescencia de movimientos sociales que ha dado lugar a un entorno dinámico, con nuevos grupos pro derechos civiles y participación democrática, comprometidos con el activismo social y con la innovación política. Al mismo tiempo, ha conseguido desarrollar exitosos clusters empresariales en sectores como el diseño, las start-ups de internet, la salud o la biotecnología, y ha mantenido su liderazgo en el sector editorial y en el de educación superior, siendo sede de buenas universidades públicas y escuelas de negocios líderes a nivel mundial.
Aún así, Barcelona carece de una visión de futuro que pueda evitar el riesgo a perder su alma. Convertirse en un parque temático “Gaudí”, en un gigantesco centro comercial o en el Miami del sur de Europa no es una opción para unos ciudadanos que pelearon duramente para reconstruir una ciudad truncada por una dictadura implacable y demoledora. Hoy parecen de nuevo preparados para luchar por su ciudad.
La batalla por Barcelona se lidiará también en el complicado contexto de la política catalana. Los nacionalistas hegemónicos, a derecha e izquierda, querrían que las elecciones de Mayo fuesen la primera vuelta de las elecciones autonómicas previstas para Septiembre. Será difícil abstraerse de este enrarecido ambiente, pero si la única visión de futuro para Barcelona es convertirse en la burocrática capital de un “nuevo Estado”, se quedará indudablemente muy por debajo en su ambición por reinventarse.
Barcelona en comú podría representar una opción política regeneradora si, más allá de la democracia directa, consigue proponer innovaciones políticas que superen la mera gestión ética y transparente de los asuntos municipales. Un origen vecinal y comunitario puede aportar solidaridad e inclusión social, pero necesita ser capaz de crear puestos de trabajo de calidad, de proteger el espacio público y los servicios sociales, y de tener una visión para el siglo XXI. Situar a las personas, y no una combinación de turismo, negocios y tecnología, en el centro del debate político puede ser un primer paso en la buena dirección. Pero no será suficiente.
En el contexto más amplio de la política española, donde otras grandes capitales como Madrid o Valencia podrían cambiar de manos en favor de plataformas ciudadanas similares, “recuperar” Barcelona podría ser el detonante de un cambio de mayor envergadura, sobre todo ante elecciones decisivas en Cataluña y en España. Como ya hiciera en el pasado, Barcelona podría volver a liderar el camino, pero necesita armar una visión.
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