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Brasil: una catástrofe evitable

Para enfrentarse a la ola de autoritarismo que se está levantando será necesario que todos los demócratas, vengan de donde vengan, hagan un frente común y cierren el paso a semejante catástrofe. English Português

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Francesc Badia i Dalmases
3 octubre 2018
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A police officer with an axe in the Macaco favela of Rio de Janeiro, Brazil during a mission against a criminal gang. Image: Humberto Ohana/PA Images, All Rights Reserved

“Si el paraíso existe en algún lado del planeta, ¡no podría estar muy lejos de aquí!”

Stefan Zweig, “Brasil, tierra de futuro”, 1941

El futuro de la democracia en Brasil depende de una decisión emocional. Más que ninguna otra cosa, lo que decidirá las elecciones este octubre será el estado de ánimo de los brasileños. Éstos se encuentran hoy atrapados entre la vergüenza, el miedo y el desengaño, tres sentimientos que influyen muy negativamente a la hora de tomar cualquier decisión. Impulsan a actuar con el estómago, antes que con la cabeza.

Ya hace algún tiempo que la política mundial se basa en la emoción, dejando la razón a un lado. Por ahí han entrado todos los populismos, colándose a derecha e izquierda, llevando la política a un nuevo estadio que rompe con los viejos antagonismos entre opciones progresistas y conservadoras. Ahora, cada vez más, se alcanza el poder desde los extremos que convoca la polarización, la desinformación, el anti-establishment.

En esta dinámica, la construcción del enemigo, el eje del “nosotros” frente al “ellos”, y la necesidad de un “hombre fuerte” que venga a poner orden al caos y la corrupción y saque al país de la decadencia y la violencia, es una tendencia global: Putin, Xi-Jinping, Trump, Erdogan, Modi, Duterte… la lista es larga, y afecta a casi todas las potencias.

También el discurso de respuestas simples frente a problemas complejos, que en Europa propone el nacionalismo populista, ha hecho mella entre el electorado. Véase la deriva anti-inmigración y antisemita de Orban en Hungría, del “volvamos a tener el control” de los Brexiteers en el Reino Unido, la panacea de la independencia en Cataluña, o el anti europeísmo del gobierno cocktail entre los populismos de la Lega Nord (neo-fascista) y el Movimento 5 Estelle (izquierda anti-sistema), en Italia.

En estas elecciones, Brasil se juega  su futuro a largo plazo, y éste estará entre profundizar su democracia o acelerar la regresión autoritaria.

Pero, por su potencial disruptivo, el caso de Brasil es único. El impacto del resultado electoral enviará una poderosa onda expansiva por toda la región. Hoy existe en Brasil una gran inquietud e incertidumbre, y las señales de preocupación y alarma se perciben a través de toda la sociedad brasileña, desde las élites paulistas y cariocas hasta los campesinos del Paraná; desde las organizaciones negras bahianas hasta las comunidades indígenas de la Amazonia.

Es innegable que estamos ante una bifurcación que marcará las próximas décadas. En estas elecciones, Brasil se juega su futuro a corto pero sobre todo a largo plazo, y éste estará entre profundizar su democracia o acelerar la regresión autoritaria ya en marcha.

 El gran “momentum”

Brasil venía de disfrutar su gran “momentum”. Subido al ciclo expansivo de los precios de las commodities de principios de siglo XXI, eligió a un presidente carismático y progresista, Luiz Inácio Lula da Silva, en 2002. Superando el pánico que su amplísima victoria (61%) pudo provocar en los mercados, Lula aplicó una “socialdemocracia popular” muy efectiva en el corto plazo, repartiendo superávits de ingresos, iniciando reformas necesarias y logrando extraer a millones de brasileños de la pobreza extrema.

Brasil abordó una transición ordenada y se dotó en 1988 de una sólida Constitución Federal, que resultó bastante más progresista de lo que eran sus redactores.

Esto se hizo además sin tocar prácticamente la estructura fiscal, financiera y productiva brasileña, lo que le hizo congraciarse con la élites, que sospechaban de sus orígenes sindicalistas y populares. Y estas élites, gracias al sistema ultra-fragmentado del presidencialismo parlamentario brasileño, que promueve la presencia de hasta 27 partidos en la cámara y fuerza coaliciones de geometría variable, no perdieron el control en ningún momento. Las élites supieron acomodarse y hallaron la manera de seguir lucrándose a costa de corromper aún más el sistema y acelerar su pulsión extractivista sin límite.

En el plano internacional, la “marea rosa” que conquistó América Latina con gobiernos de izquierdas a partir del 2000 levantó todos los barcos, y el Brasil del Lula de la camisa roja se convirtió en su buque insignia.

Además, su presencia protagonista en los BRICS le dio un liderazgo indiscutible, y una diplomacia brasileña muy bien cualificada ocupó inteligentemente el espacio reservado en la esfera multilateral al sur emergente. Al sur global, como se llama ahora.

Pero este ciclo positivo ya venía de bastante atrás. Tras dos décadas de dictadura militar (1964-1985) Brasil abordó una transición ordenada y se dotó en 1988 de una sólida Constitución Federal, que resultó bastante más progresista de lo que eran sus redactores, y emprendió un periodo de democratización progresiva, conocido como Nueva República.

Esto le llevó a consolidar una institucionalidad funcional y moderna, a pesar de los déficits de gestión y de la dificultad intrínseca de gobernar un país enorme (el quinto más grande después de Canadá, Rusia, Estados Unidos y China), de dimensión continental.

Un país relativamente descentralizado gracias a su estructura federal y con inmensas riquezas naturales apetecidas por poderosos depredadores. Un país culturalmente rico y tremendamente diverso, geográfica y étnicamente.

La conciencia de su potencialidad económica y de sus jóvenes recursos humanos hizo que la “tierra de futuro” que describiera Stefan Zweig, poco antes de suicidarse, en Petrópolis, en 1942, se moviera en una dirección ilusionante para muchos, que creyeron que la nación diversa y mestiza, basada en el progreso y la tolerancia, podría al fin hacerse realidad. Pero en el continente más desigual del mundo, el poder real permanece siempre al acecho y, en el fondo, no cree en la democracia.

Lula logó sobrevivir a la gran recesión del 2008. El PIB brasileño cayó del 5% al -0,1% en 2009, pero la recuperación fue inmediata y espectacular hasta el 7,5% en 2010, para bajar en el 4% al final de su mandato en 2011. Dilma Rousseff, designada personalmente por el líder indiscutible del Partido de los Trabajadores (PT), y que había sido jefa de su gabinete durante 6 gloriosos años, ganó las elecciones a rebufo del carisma de su antecesor.

La tormenta perfecta

Pero la victoria de Rousseff coincidió con un ciclo económico a la baja y con el recrudecimiento de los escándalos de corrupción que, alrededor de la petrolera estatal Petrobras y finalmente destapados por la operación Lava Jato, minarían profundamente todo el arco político brasileño y acabaría siendo aprovechado para llevarse por delante al propio ex presidente Lula.

En Junio de 2013 se produjo una protesta y movilización masiva y conjunta de las clases populares y las clases medias, a derecha e izquierda. El “momentum” brasileño se quebró entonces..

Sus políticas provocaron, además, en Junio de 2013, una protesta y movilización masiva y conjunta de las clases populares y las clases medias, a derecha e izquierda. El “momentum” se quebró entonces, y la atmósfera de euforia y optimismo vivida bajo Lula se esfumó.

Dilma, que se había demostrado ya una gobernante mediocre, con un discurso mucho más izquierdista de lo que en realidad pensaba hacer, ganó contra pronóstico y de manera muy ajustada la reelección al año siguiente, cuando el PIB ya caía al 0,5%. El disgusto de la oligarquía fue monumental.

A partir de ahí Brasil encaró una tormenta perfecta: a la furia de las elites se sumó el descontento de las clases medias y populares. La recesión económica se instaló con fuerza (-3,5% en 2015, algo no visto desde 1990, y -3,6% en 2016). El fracaso del mundial de futbol, que el país organizó en 2014, donde la selección Canarinha –encarnación del mito de la energía, diversidad y creatividad brasileñas desde los tiempos de Pelé- se vio apeada de la final con un humillante 7 a 1 frente a Alemania.

Finalmente, con el avance demoledor de las investigaciones del Lava Jato, emergió el escándalo de la constructora Odebrecht, con tentáculos toda la región y que representaba la punta de iceberg de la perversa relación entre concesión irregular de infraestructuras y la financiación política, heredada, según algunos analistas, de los tiempos de la construcción de Brasilia en los años 60.

La tormenta, que siguió arreciando entre dificultades para acabar las obras ciclópeas y ruinosas que requirieron los Juegos Olímpicos del 2016, culminó con un golpe parlamentario contra Rousseff ese mismo año.

La excusa fue el haber permitido irregularidades en la presentación de las cuentas públicas, pero el golpe fue el primer signo de que a la oligarquía se le acabó la paciencia con el PT, y señaló el fin del ciclo democratizador iniciado con la constitución del 88. Fue un verdadero golpe contra la democracia.

Durante la bochornosa sesión de votación que supuso el clavo en el ataúd de Rousseff, a los diputados se les permitía un breve discurso, justificativo de la intención del voto. Entre todos, destacó un diputado heterodoxo, poco conocido, aunque con 28 años en el parlamento. Este evangelista radical, recientemente convertido y tránsfuga de hasta nueve partidos, dedicó su voto a un viejo militar de la dictadura, que había sido responsable de torturar a la propia presidenta Roussef.

Con ese solo gesto, Jair Bolsonaro, que fue paracaidista y capitán del ejército, expulsado por conflictivo, demostró que es alguien sin escrúpulo alguno. Alguien dispuesto a cualquier cosa.

Aunque haya apelado la condena, Lula resultó definitivamente inhabilitado para ser candidato por el tribular electoral en Agosto, asestando otro golpe al PT.

Tras la destitución de Rousseff se instaló el gobierno provisional de Michel Temer, encargado de aplicar las reformas express que las recetas neoliberales siempre exigen, y de alentar la persecución judicial sistemática del gran rival a batir y candidato más popular, Lula da Silva, entre otras cosas para tapar sus propias vergüenzas. Los implacables jueces de Curitiba –un estado rico del sur blanco- que instruyen la causa culminaron el trabajo y en Marzo encarcelaron a Lula, condenado en segunda instancia a 12 años y medio de prisión.

Aunque haya apelado la condena, Lula resultó definitivamente inhabilitado para ser candidato por el tribular electoral en Agosto, asestando otro golpe al PT.

 Una campaña durísima

El malestar en Brasil no ha dejado de aumentar y nadie se demostró capaz de parar los múltiples atropellos, abusos y la violencia cotidiana, con 155 asesinatos diarios, que suman más de 30.000 en lo que va de 2018 (el año anterior se saldó con 63.880 asesinatos).

El asesinato de Marielle representa golpe durísimo al sueño del Brasil abierto, progresista, diverso y abierto a las oportunidades. 

Pero la oscura ejecución de la concejala de Río Marielle Franco, todo un símbolo del Brasil más esperanzador, popular y diverso, madre negra soltera de las favelas de Río, defensora de los derechos LGTBI y fiscalizadora de la violencia de la policía militarizada sobre la población negra y pobre, desencadenó una ola de indignación y de protestas que traspasaron las fronteras del país.

El asesinato de Marielle representa golpe durísimo al sueño del Brasil abierto, progresista, diverso y abierto a las oportunidades. Seis meses después, ardió el Museo Nacional de Río, esfumándose además siglos de patrimonio cultural y etnográfico.

La conciencia de que, esta vez, está en juego la democracia misma, alarma muchísimo a los actores políticos y a los medios intelectuales brasileños, que observan con estupor el flirteo de las élites y clases medias, que juegan con la idea de un Bolsonaro presidente, y perciben una corriente de simpatía hacia él entre las clases populares. Los unos porque saben que, con un régimen autoritario, sus negocios millonarios prosperarán y sus privilegios aumentarán, los otros porque sueñan que con un hombre fuerte y ultraconservador se va a acabar la recesión, y va a regresar el “orden y progreso” que existió en un pasado mítico, quizás en la dictadura, cuya vis represiva ya casi nadie recuerda.

Entre un intenso ruido de sables, la campaña electoral está siendo agitada, agresiva, crispada. El apuñalamiento del candidato Bolsonaro lo ha confinado a hacer la mayor parte de la campaña desde una cama de hospital, de donde no salió hasta final de septiembre, pero que lo ha convertido en víctima, aumentando su popularidad al 28%.

Con Lula en la cárcel, el PT designó a Fernando Haddad, ex alcalde de São Paulo, un hombre culto, articulado y moderado quien, partiendo de muy abajo, intenta remontar en las encuestas, alcanzando ya el 23%, y que será el candidato más que probable a disputarle la presidencia a Bolsonaro.  

Esto plantea un escenario de máxima polarización en la segunda vuelta, donde un “antipetismo” visceral, que ha ido calando entre las clases populares decepcionadas a medida que se ha culpabilizado al PT de todos los males, puede activar un voto de protesta que ayude a alcanzar la mayoría al ultraderechista Bolsonaro, favorable al modelo pinochetista de ultraliberalismo y dictadura. Y esto es muy peligroso para la democracia. 

Evitar la catástrofe

En esta ola de voto emocional que recorre el mundo, y cuando las potencias campeonas de la democracia, Estados Unidos y Europa, se encuentran ellas mismas corroídas por tentaciones populistas de todo signo –acompañadas por un fuerte viento ultraderechista— la esperanza de que Brasil caiga más bien del lado del México que acaba de votar al candidato progresista Manuel López Obrador (AMLO), y no del de Colombia, que votó al uribista Iván Duque, es muy débil.

La amenaza de Bolsonaro es mucho peor de lo que la derecha percibe en AMLO o la izquierda en Duque. En Brasil son necesarias, urgentes, grandes dosis de acuerdo para construir un país más funcional y continuar con la modernización que la Nueva República no pudo culminar.

Si la emoción acaba llevándose por delante a la razón y gana Bolsonaro, se acercan tiempos muy oscuros.

Pero si, como es probable, la emoción acaba llevándose por delante a la razón y gana Bolsonaro, se acercan tiempos muy oscuros en un país que, a pesar de esta impensable pesadilla, sigue lleno de luz y de futuro. Movilizaciones como la de las mujeres en su campaña #EleNão marcan una línea de esperanza.

Pase quien pase a la segunda vuelta, para enfrentarse al autoritarismo será necesario que todos los demócratas, vengan de donde vengan, hagan un frente común y cierren el paso a semejante catástrofe.

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