
Cientos de activistas independentistas se manifiestan durante la huelga general en Barcelona el 3 de octubre de 2017. Miquel Llop / NurPhoto / Sipa USA / PA Images. Todos los derechos reservados.El pasado viernes 27 de octubre, en pocas horas, Cataluña pasó de ver como se proclamaba por una mayoría exigua del Parlament de Catalunya la independencia y la constitución de la Republica catalana, a ver como desde el gobierno de Rajoy se intervenía el sistema de autogobierno de Cataluña, se cesaba al gobierno y se disolvía el Parlamento. Mientras, al mismo tiempo, el mismo Rajoy convocaba directamente elecciones catalanas para el 21 de diciembre.
Escribo este artículo cuatro días después. De momento la bandera española sigue ondeando en el Palau de la Generalitat, sede del gobierno catalán en Barcelona. No hay país alguno que haya reconocido a la nueva república. El hasta ahora President de la Generalitat y una buena parte de su gobierno se ha desplazado a Bruselas, para desde allí “seguir ejerciendo sus funciones” y evitar una probable encarcelación.
Los dirigentes de las principales entidades civiles que han estado apoyando el proceso de independencia desde hace años, siguen en la cárcel donde llegaron hace unas semanas. Y a pesar de todo ello, todas las fuerzas políticas catalanas, de la derecha y de la izquierda, desde los más independentistas hasta los que lo son menos, afirman que van a presentarse en las mencionadas elecciones convocadas de manera jerárquica, utilizando un artículo de la Constitución nunca antes utilizado.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí?. ¿Qué alternativas existen y cómo pueden desarrollarse las cosas en las próximas semanas?. ¿Qué claves políticas podemos destacar que vayan más allá de caso catalán?
Como es bien sabido, el problema del reconocimiento de Cataluña como sujeto político es un problema de largo recorrido en España. El conflicto, en su fase actual, se inicia en el 2010 al hacer chocar la voluntad constituyente del pueblo catalán expresada en un referéndum de reforma del Estatuto de Autonomía con una sentencia del Tribunal Constitucional.
En estos siete años, la movilización de buena parte de la ciudadanía catalana en distintos frentes ha sido importante. Han coincidido crisis política, crisis económica y crisis territorial. Siete años de manifestaciones masivas, con tres elecciones generales, dos elecciones catalanas y dos intentos (frustrados) de celebrar consultas o referéndum entre la población catalana sobre la opción independentista. Un periodo de fuerte politización y de fuerte polarización. En España se han vivido estos años como una prueba de stress de la democracia y de su capacidad para admitir disenso.
Son bien conocidas las imágenes de violencia de las fuerzas de seguridad del Estado contra los ciudadanos que de manera pacífica querían expresar su voto en un amago de referéndum de independencia a la que la propia situación de excepcionalidad no permitía que contara con todas las garantías democráticas exigidas a un referéndum como el convocado. Los resultados del referéndum (que difícilmente podían ser considerados como vinculantes, por cómo se había desarrollado la jornada y por el boicot al mismo de los partidos contrarios a la independencia) fueron no obstante asumidos por la coalición independentista como el pasaporte para declarar de forma unilateral la independencia y la República catalana. Como hemos mencionado, se han detenido y encarcelado a los dirigentes de las dos asociaciones civiles que apoyaban el referéndum, acusados de sedición. Y tras muchas vacilaciones y sin negociación directa alguna entre los dos gobiernos, hemos llegado a la situación a la que aludíamos al principio de este texto.
¿Qué puede suceder?
Las cuatro condiciones que el propio gobierno catalán entendía que hacían viable una declaración de independencia eran: conseguir la celebración de un referéndum con garantías, supervisado internacionalmente y con campaña explícita par las opciones del “si” y del “no”; conseguir un apoyo social suficiente; asegurar un reconocimiento internacional explícito por parte de un número significativo de países; disponer de estructuras de estado capaces de poner en marcha el nuevo estado tras la proclamación de independencia. No se ha cumplido ninguna condición.
El referéndum del 1 de octubre no tuvo garantías suficientes, su resultado volvió a demostrar que no había más de dos millones de personas (de un total de 5’7 millones con derecho a voto) dispuestas a apoyar la independencia, no ha habido ni un solo país que haya reconocido la nueva República catalana, y lo visto estos días demuestra que no se estaba en condiciones de afrontar la exigencia institucional que implicaba la independencia.
El apoyo social al derecho a decidir ha sido muy importante. La movilización popular también. Pero los hechos de los últimos meses han movilizado también al sector social que se había mantenido silencioso durante todo este tiempo y que ahora, al ver cerca la amenaza de independencia han salido a la calle, con el apoyo del gobierno central y de los partidos contrarios al tema y han demostrado que la sociedad catalana estaba más dividida de lo que se suponía.
Por otro lado, la divisoria izquierda-derecha que había sido clave durante muchos años para complementar la tradicional entre catalanistas-no catalanistas, ha quedado durante todos estos años oscurecida por el cleavage independencia-unionismo, lo que ha generado alianzas muy poco habituales entre posiciones políticas muy alejadas entre sí por temas sociales y políticos.
Es evidente además que en la Europa actual, con el nivel de interdependencias existentes, con el entrecruzamiento de intereses económicos, culturales y sociales, resulta muy difícil seguir hablando de independencia y de estados-nación totalmente autónomos. Las dificultades para implementar el Brexit lo demuestran. Mucho más en el caso de España-Cataluña, y ello ha generado una gran cantidad de problemas económicos en pocos días (cambios de sedes de empresas, desinversiones,…), atemorizando a buena parte de la población. Por otro lado, la convivencia social se ha complicado generando tensiones entre amigos, conocidos y familiares por el tema de la independencia. La gente ha puesto los cuerpos, arriesgándose físicamente en este tema, mientras las élites de los partidos independentistas dibujaban un proceso sin complicaciones, con sonrisas y sin altercados. Y no ha sido así.
A pesar de todo, lo cierto es que el 22 de diciembre, tras las elecciones, el problema subsistirá. Y se necesitará un mecanismo de reconocimiento de la diversidad nacional de Cataluña. La derecha española y el Partido Socialista siguen confundiendo igualdad con homogeneidad, y no entienden que el siglo XXI exige incorporar como valor el reconocimiento de la diversidad. Lo contrario de la igualdad es la desigualdad y lo contrario de la diversidad es la homogeneidad. Se puede perseguir la igualdad sin renunciar al reconocimiento de la diversidad, como Nancy Fraser y tantos otros han recordado.
Como hemos visto en Europa, la falta de capacidad de protección social por parte de la Unión Europea, solo centrada en la unidad del mercado y en priorizar la reducción del déficit y el pago de la deuda, ha convertido a los estados en aquellos que aparentemente pueden ofrecer esa protección (como decía Polanyi), pero en muchos casos esa lógica estatalista viene acompañada de dinámicas nacionalistas excluyentes.
En Cataluña esa dimensión xenófoba no ha estado en absoluto presente, pero sí que ha cortado las posibles alianzas con otros sectores populares del resto de España, donde solo Podemos y las fuerzas nacionalistas periféricas han defendido la necesidad de reconocer el derecho a decidir de los catalanes. En definitiva, seguiremos oyendo a hablar del problema catalán por bastante tiempo.
Nota del editor
En el momento de publicar este texto, se han producido novedades que pueden afectar gravemente los acontecimientos. El 2 de noviembre, la Audiencia Nacional condenó a cárcel sin fianza al vicepresidente y a nueve consejeros de la Generalitat de Cataluña, que habían sido ya cesados todos por la aplicación del Artículo 155. Se trata de una decisión que ha sido ampliamente percibida como desproporcionada por la opinión pública española e internacional, cuyo impacto político es muy probable que incida negativamente en la reconducción de la situación en Cataluña que la aplicación “soft” del Artículo 155 dejaba esperar. Echarle gasolina al fuego no es ninguna solución para sofocar incendios y menos en un país en el que la inteligencia política es un bien escaso y que figura en la posición 58 (al nivel de Botswana y por detrás de Kenya) en el ránking mundial de independencia judicial.
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