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Chile: un falso espejismo

Tras semanas de manifestaciones diarias multitudinarias se empieza a desvelar toda la basura que Chile guardaba debajo de la alfombra, aquellos aspectos que se escondían detrás de la fachada de su milagro económico. English

Daniela Del Solar
Daniela Del Solar
14 noviembre 2019, 12.01am
Un manifestante con una bandera chilena frente a los disturbios durante una protesta contra el gobierno del presidente Sebastián Piñera el 6 de noviembre de 2019 en Osorno, Chile.
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Foto: Fernando Lavoz / NurPhoto / PA Images. Todos los derechos reservados

Durante las últimas décadas Chile fue, a ojos internacionales, el país con mayor estabilidad económica, política y social de Latinoamérica, muchas veces presentado como un ejemplo para los países de la región. Su economía se conocía como el milagro chileno lo que le otorgó el apodo de "Jaguar de Latinoamérica".

La posición que empezaba a tomar en el panorama internacional llevó a que este año el país fuera el encargado de alojar y organizar dos de las cumbres más importantes a nivel internacional: la APEC y la COP25. Sin embargo, a mediados de octubre un estallido social en la capital, que se expandió velozmente por todo el país, sorprendió a todos. Ahora enfrenta la mayor crisis política y social desde su retorno a la democracia hace casi 30 años y con ello su imagen intachable comienza a resquebrajarse.

Chile resaltaba entre los países de su vecindario. Su estabilidad en todos los ámbitos era digna de envidia por parte de sus pares latinoamericanos que en el último tiempo se enfrentaban a conflictos sociales dentro de sus fronteras.

El país ostentaba los mejores indicadores macroeconómicos de la región siendo reconocido por el Banco Mundial como una de las economías de Sudamérica que más rápido crecía.

Steve Hanke, académico de la universidad estadounidense Johns Hopkins, comentaba en BBC Mundo: “Chile está tan adelante de sus vecinos que en muchos sentidos ni parece parte ya de América Latina”. Esa era precisamente la carta de presentación que Chile vendía internacionalmente: un oasis en medio de un escenario convulsionado, una isla fuera del continente.

La imagen de país desarrollado que se tenía de Chile había llevado a que este año fuera el encargado de organizar dos de las cumbres más importantes a nivel internacional: El Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), que se desarrollaría en noviembre, y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25), agendada para diciembre. Numerosos mandatarios de las mayores potencias mundiales y sus respectivas delegaciones iban a asistir a ambos eventos. El jaguar de Latinoamérica parecía cimentar su posición en el orden mundial.

El milagro de la economía chilena se empezó a orquestar durante la dictadura cívico-militar que se estableció en el país en 1973. Con una población neutralizada por el terror, la desaparición, la tortura y la muerte, se impulsaron, sin restricción alguna, una serie de políticas de corte neoliberal sugeridas por estudiantes chilenos de la Escuela de Chicago.

Las nuevas lógicas de mercado permearon en todas las esferas de la vida pública e íntima de las personas y se privatizaron todos los servicios básicos.

Con la vuelta a la democracia el modelo neoliberal se profundizó y comenzó a dar frutos económicos, la pobreza por ingresos se redujo y el país empezó a ser conocido a nivel internacional por su éxito, siendo presentado como un ejemplo positivo en cuanto a privatización de lo público.

Chile se perfilaba como un paraíso neoliberal, ya que era el lugar donde este modelo, en su versión extrema, había triunfado. Los números macroeconómicos se veían saludables y era considerada la economía más rica en la región en términos de ingreso per capita -que no es la mejor manera de medir la riqueza de una nación-.

En las últimas décadas, el conejillo de indias de la Escuela de Chicago parecía estar acercándose al gran sueño de ser un país desarrollado. Su entrada en 2010 a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el club de las naciones más desarrolladas del mundo, era prueba de aquello, siendo el primer país de América del Sur en acceder.

El desarrollo del que Chile se vanagloriaba excluía a gran parte de su población que no veía un aumento de su calidad de vida ni en una distribución equitativa de las ganancias.

Sin embargo, al poco tiempo de entrar en el selecto grupo, Chile empezó a liderar los peores rankings de aquel organismo y a quedar último en los positivos. Dichos índices comenzaron a transparentar que el éxito económico de la nación no se estaba traduciendo en un mayor bienestar para sus habitantes.

La imagen internacional que mostraba el país contrasta con lo que ocurría internamente. El desarrollo del que Chile se vanagloriaba excluía a gran parte de su población que no veía el progreso del país reflejado en un aumento de su calidad de vida ni en una distribución equitativa de las ganancias.

La riqueza está concentrada en un grupo pequeño de familias mientras que la mayoría de las chilenas y los chilenos tienen que endeudarse gran parte de su vida para acceder a derechos básicos como educación o salud. Según un informe del Banco Central el nivel de endeudamiento de una familia promedio es de un 74,3% del ingreso anual del hogar, eso provoca que la clase media se encuentre asfixiada por las deudas y los altos costos de vida, pero las cifras macroeconómicas que el país presentaba ocultaban esas aristas.

El crecimiento no vino aparejado del desarrollo de un estado de bienestar que pudiera satisfacer las necesidades de la población y las demandas sociales, por otro lado, se enfrentaban constantemente a la indolencia de la clase política que no daba su brazo a torcer y sólo respondía con represión.

A esto se le suman otros malestares como un sueldo mínimo insuficiente, jornadas de trabajo muy extensas, ciudades mal diseñadas que hacen que los trayectos cotidianos sean largos, falta de tiempo de ocio, pensiones que no alcanzan para llegar a fin de mes, entre otros. Todos estos aspectos hicieron de la situación chilena un pastizal que con un hecho aparentemente pequeño, como el alza de $30 (US$ 0,04) en el pasaje del tren subterráneo, ardió rápidamente.

Aún después de los primeros días de alzamiento el gobierno se tardó en reaccionar y comprender el trasfondo del descontento. Desde la clase política se comunicó el enojo de la población como una simple rabieta juvenil a la cual, como solía hacerse con otras manifestaciones, se le arrojó todo el peso de la represión estatal sacando a las fuerzas militares a las calles, suceso que no había ocurrido desde la dictadura, con excepción de estados de emergencia luego de desastres naturales.

En pocos días de protesta ya se contaba más de una decena de muertos y centenares de heridos a manos de la represión estatal, Cosa poco común para tratarse de un país OCDE.

Después de tres semanas de manifestaciones diarias multitudinarias se empieza a develar toda la basura que Chile guardaba debajo de la alfombra, aquellos aspectos que se escondían detrás de la fachada de su milagro económico. Hoy día el jaguar de América Latina no es más ni menos desarrollado que antes del estallido social, solo que ahora el mundo tiene una imagen más transparente de lo que realmente es Chile.

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