
Graffiti en la Ciudad de México contra los feminicidios. Fuente: Wikimedia Commons. Todos los Derechos Reservados.
Resulta incomprensible que no se incluya a México en las listas de los estados del mundo que no proporcionan equidad, desarrollo y seguridad a su sector femenino y en los que, más bien, las mujeres se encuentran en una condición de vulnerabilidad y desventajas de todo tipo.
Incomprensible omisión cuando aún hay una brecha importante en los rubros referidos y sobre todo, cuando los índices de violencia de género tienen alcances galopantes.
Niveles desiguales de alfabetización entre hombres y mujeres, incorporación dispar al mercado laboral, acoso sexual y otros aspectos alarmantes como la mutilación femenina; el matrimonio infantil; la trata y otras expresiones de violencia de género son algunos de los factores que se toman en cuenta para incorporar a determinados países en esas clasificaciones.
India, por ejemplo, es un país que se incluye en dichas listas primordialmente por la cuestión del infanticidio femenino y la violación sexual. En este sentido, para contrarrestar el infanticidio, está prohibido realizarse estudios durante el embarazo para determinar el sexo del bebé.
Esto porque tradicionalmente se valora más dar a luz a un varón que a una niña, tanto, que cuando nace un niño hay diez días de festejo, si es una niña no se da tal celebración. En diversos sectores sociales se considera a la mujer como una carga económica ante la convención de dar dote para su casamiento. Tal situación resulta en un panorama donde la población femenina ha quedado mermada por esa práctica.
Aunado a esto, la ciudad de Nueva Delhi, ha sido señalada como capital de la violación (rape capital) por los niveles tan altos en la comisión de ese delito en los últimos años. En 2012 los medios y la sociedad civil volcaron toda su atención hacia un episodio de violación tumultuaria perpetrado en un autobús, a una joven que iba con su acompañante.
La impunidad, la corrupción, la violencia doméstica, la falta de educación en la equidad, son algunos de los elementos determinantes en la ola de agresión hacia las mujeres que arrastra al país.
Esto dio pie a nutridas protestas para exigir detener agresiones de este tipo frente a las cuales, los agresores en más de un caso no se muestran arrepentidos porque, refieren, una mujer no debe estar fuera de su casa en la noche; si una mujer es violada es más su responsabilidad que la del violador.
Estas son palabras de Mukesh Singh, uno de los agresores que en entrevista para la BBC abundó en comentar que oponer resistencia a la violación también la hizo responsable de la golpiza que le propinaron. La chica debió haber aceptado la violación sin resistencia, de esa forma no la habrían golpeado hasta causarle una muerte “accidental”, según expresó el violador.
Si bien estos aspectos alertan de los riesgos para las mujeres en aquella distante región geográfica, tal distancia es inexistente en la forma de pensar de un sector masculino extenso en diferentes regiones del mundo, pues en muchos casos las ideas de los agresores reverberan en las opiniones de sectores sociales diversos que responsabilizan a las mujeres cuando son blanco de agresiones.
En México, el espectro de violencia de género es amplio, pero tiene su forma más descarnada en el feminicidio, al cual se le ha permitido enquistarse en el contexto nacional desde hace varios años como una realidad que rebasa a autoridades y sociedad civil. La impunidad, la corrupción, la violencia doméstica, la falta de educación en la equidad, son algunos de los elementos determinantes en la ola de agresión hacia las mujeres que arrastra al país.
El horizonte frente a nosotros es el de la normalización de la violencia, en particular, una agresión mayor como es el feminicidio. Si bien éste es la violencia más exacerbada contra la mujer, las actitudes contra este sector revelan una amplia gama de expresiones, ya sea sutiles o más visibles, que contribuyen a menospreciar a la figura femenina, a restarle valor como persona y como ser humano.
En el ámbito doméstico, por ejemplo, se sigue dando en diferentes contextos un acceso desigual a la educación a las hijas que a los varones y en ocasiones un trato diferenciado con la subordinación de las hijas o hermanas. Y sube la escala con el abuso sexual por parte de familiares y conocidos en no pocos hogares del contexto mexicano.
Hechos que quedan sin denunciarse o darse a conocer porque resultan penosos y vergonzantes para la familia y aún todavía más para quien los padece, no para quien los comete. Se toleran y con ello se invisibiliza esta violencia.
En sectores supuestamente progresistas también se registran comportamientos negativos hacia las mujeres cuando se inquiere sobre su capacidad intelectual o se dan prácticas como el acoso en diferentes instancias académicas y laborales.
Las actitudes misóginas no sólo se detectan en círculos conservadores o de baja instrucción. En sectores supuestamente progresistas también se registran comportamientos negativos hacia las mujeres. En algunos de estos aún se inquiere sobre su capacidad intelectual en comparación con la de los hombres o se dan prácticas como el acoso en diferentes instancias académicas y laborales.
Lo anterior muestra al machismo y la violencia de género como una problemática que permea todas las esferas sociales, aunque en algunos sectores se manifiesten de una forma más descarnada.
Al respecto se ha explorado la conexión de la pobreza y la marginación social con la violencia de género. Para el caso de India se ha detectado que condiciones de precariedad económica favorecen –aunque no determinan— un clima de violencia doméstica, esto se hace más evidente si se toma en cuenta que una situación de miseria y empobrecimiento puede considerarse violencia económica en sí misma.
Tales condiciones, reproducidas ampliamente en los sistemas sociales actuales no deslindan de responsabilidad a los agresores, pero sí definen entornos más propicios para la reproducción de la violencia machista.
Asimismo, lo anterior no implica que sólo entre sectores con carencias existan perpetradores de la violencia, sino que la pobreza y la marginación son factores que influyen en la incidencia de la agresión de género ya que activan un proceso de descomposición social a través del resentimiento y una sensación de privación que estalla violentando a los sectores más vulnerables de la población como son niños y mujeres.
Por ello ver el problema de fondo implica pensar en el paradigma económico y social como un elemento a transformar, pues un modelo económico sustentado en la marginación y explotación de un gran número de individuos abona mucho en un clima de deshumanización.
Por lo tanto, para atender el problema de la violencia contra las mujeres debería pensarse en formas de revertir una estructura sistémica que genera a sus “parias” con sentimientos de frustración exacerbada, que pueden devenir en agresores potenciales.
Para el caso particular del feminicidio, no resulta una coincidencia que Ecatepec, uno de los lugares donde se ha asentado mayor violencia contra la mujer, sea un municipio en precariedad económica del estado de México en el que los feminicidios van a la alza, consumados tanto por parejas sentimentales de las víctimas como por desconocidos y crimen organizado.
Además de la violencia de género, Ecatepec figura como un sitio donde prevalecen la extorsión, el secuestro, el robo, es decir, altos índices de criminalidad y delincuencia. Todo lo anterior moldeado en una amalgama nociva que repercute en la calidad de vida de los habitantes.
En este contexto, los feminicidios forman parte de un clima de brutalidad extrema. Entre 2005 y 2011 la cifra de mujeres asesinadas llegó a 1997. En comparación a Ciudad Juárez, cuando ésta atrajo los reflectores internacionales, los feminicidios alcanzaron una cifra de 1530 entre los años de 1993 y 2014.
En una dimensión preventiva, debe implementarse una educación en equidad y sin prejuicios que promueva desaprender actitudes machistas, aún las más sutiles.
En otras palabras, en seis años se rebasó en el Estado de México la cifra de feminicidios de los registrados en Ciudad Juárez durante más de veinte años y tan solo para 2017 se llegó a un cifra de más de 300 feminicidios en la entidad.
Como ha señalado el periodista Humberto Padgett, los feminicidios muestran una sociedad en estado de descomposición que mata a sus propias mujeres, no se trata de un asesino serial con una desviación sádica sino de muchos individuos que ejercen y desarrollan una vida de violencia en el día a día.
Una investigación de Flacso México revela que los feminicidios se llevan a cabo principalmente en contextos periféricos de espacios urbanos, sitios que también se encuentran en la marginalidad en términos de inclusión social, educativa y económica.
Igualmente, otro fenómeno asociado al incremento de la violencia es la redefinición de los roles de género. En las sociedades actuales, se han definido nuevas masculinidades a la luz de fenómenos como el crimen organizado y el narcotráfico que, apegadas a un paradigma de derroche y ostentación, desdeñan una existencia modesta como lo demuestran jóvenes sicarios que refieren preferir una vida de lujo y despilfarro, con violencia incluida.
Entre las aspiraciones de estos hombres están las mujeres, que son vistas como otras “posesiones” dentro de la gama de lujos que se pueden dar. Y congruentes con esa mentalidad obtusa de ser los dueños de las mujeres de su entorno, buscan la forma de mantenerlas bajo control, si viven o mueren también es su decisión.
De manera determinante la posibilidad de arrebatar la vida a cientos de mujeres es muy elevada por los altos niveles de impunidad. El Índice Global de Impunidad en México (IGI-MEX) de la Universidad de las Américas registró 69.84 puntos de impunidad para 2017 y en un acercamiento por estado, con 80.02 puntos porcentuales, el estado de México encabeza el ominoso primer lugar.
Si en un amplio porcentaje no hay castigo para los responsables, los perpetradores de las agresiones reciben como mensaje que no habrá ninguna sanción a su actitud criminal.
En este sentido, incompetencia, irresponsabilidad e impunidad de todas las partes —policías judiciales, peritos, ministerios públicos, gobiernos estatales y federal— han contribuido a que los feminicidios se hayan convertido en una verdadera epidemia con la muerte al día de siete mujeres tan sólo en México, de un total de doce para Latinoamérica.
Trivializar la crisis con argumentos de que mueren más hombres que mujeres, o que no es que mueran más mujeres ahora sino que se difunde más la información, evita que se dimensione en toda su gravedad y que se tomen las medidas necesarias para poder controlarla.
Por el contrario, además de la ineficiencia de las instancias, se ha recurrido a culpar a las mujeres mismas por provocar esa violencia, no sólo por parte de policías y ministerios públicos sino también figuras relevantes de otros ámbitos como la iglesia o la política o sectores sociales que hacen declaraciones irresponsables y terminan por estigmatizar a las mujeres cuestionando su integridad moral y su conducta sexual.
Tales argumentos malintencionados además empatan con la mentalidad y retórica de los propios agresores ya sea en India, en México o en otro lugar del mundo. No abona en la resolución del problema ni lo explica decir que si las matan es por su falda corta o porque salen de noche en vez de estar en su casa.
Quedarse en su casa no es la solución y más cuando en cientos de casos ahí se desarrolla la violencia, según cifras que proporciona la Organización Mundial de la Salud, 38% de los asesinatos de mujeres a escala mundial son cometidos por parejas sentimentales.
Quedarse en su casa no es la solución y más cuando en cientos de casos ahí se desarrolla la violencia, según cifras que proporciona la Organización Mundial de la Salud, 38% de los asesinatos de mujeres a escala mundial son cometidos por parejas sentimentales.
La violencia de género en un contexto global comparte una base multifactorial como la impunidad y una educación pobre en equidad de género, por lo que combatirla demanda desarrollar políticas públicas con miras a una transformación social. En una dimensión preventiva, debe implementarse una educación en equidad y sin prejuicios que promueva desaprender actitudes machistas, aún las más sutiles.
También apremia una política económica que no sea exclusiva ni excluyente, que incorpore dignamente a una gran cantidad de jóvenes en la marginalidad que han optado por actividades criminales y que se decantan por una masculinidad violenta e irracional.
En una dimensión resolutiva, urge combatir la impunidad y revertir el mensaje inequívoco actual sobre la permisibilidad de los crímenes. Aunque se hable de violencia de género se trata de una crisis generalizada, es un tema de justicia social.
No puede verse como un asunto vinculado al fuero íntimo cuando está nutrido por factores como la marginación; la desigualdad económica y la inequidad; el incremento de la violencia por el crimen organizado; nuevas formas de entender los roles de género y una educación deficiente. Sólo una perspectiva amplia puede encauzar hacia una verdadera solución a esta emergencia.
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