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Es siempre en los pilares de la historia que uno debe leer el presente y pensar en el futuro. El periodo 2000-2015 debe verse también en esa perspectiva, la del pasado reciente, la de las preguntas que hemos respondido y las de las que nos quedan por responder.
En el paso de los siglos XX al XXI vivimos un estremecimiento que tuvo que ver con la idea del fin de un ciclo y el comienzo de otro. Fue un enterramiento sin honores y un bautizo con fanfarrias. Volvía a planear sobre nuestras cabezas la palabra revolución, palabra intensa porque importa la presunción de que quien la encarna es portador del cambio, un cambio definitivo que está acompañado de la posesión de una verdad revelada. Quien la expresa no puede aceptar que esa verdad absoluta pueda cuestionarse y menos que pueda ser sustituida por otra. Los poseedores de esa verdad llegaron aupados en el voto popular que les dio legitimidad, pero supusieron que ese voto se iba a reproducir sin límites y que con el habían llegado para quedarse.
La historia, sea mirada desde la perspectiva occidental: la dialéctica, o lo sea desde la perspectiva indígena: el proceso cíclico de los soles que nacen y mueren, nos ha enseñado que no es posible suponer que se corona una cima, la última, y que a partir de esa acción nada cambiará. Ya lo experimentamos en los años noventa del siglo pasado ante la sugestiva provocación de Fukumaya. No hay fin de la historia, salvo –claro- que la especie se extinga. La gran insuficiencia de los líderes mesiánicos fue, en consecuencia, no entender la raíz de su propia postura tan latinoamericana, la de los ciclos que se agotan inevitablemente.
Socialismo del Siglo XXI en un ciclo de bonanza
Una somera revisión de los proyectos más notables de América del Sur permiten constatar algunas evidencias. La vigorosa propuesta de Chávez (1999-2013) inspirador del denominado Socialismo del Siglo XXI -cuyos rasgos nunca pudieron enmarcarse ideológicamente como lo hicieron, por ejemplo, los de la Revolución Cubana- terminó, no con su muerte, sino con su sucesor Nicolás Maduro, heredero de una crisis económica estructural que no pudo dominar y que ha llevado a Venezuela a la peor crisis de su historia republicana. En diciembre de 2015 esa constancia se tradujo en una estrepitosa derrota parlamentaria del oficialismo.
La postura menos grandilocuente y aparentemente más sólida, desde una izquierda pragmática, encarnada por Luíz Inácio Lula da Silva (2003-2010), cuyos logros en la lucha contra la pobreza y la incorporación de millones de brasileños a la clase media fueron significativos, hacían suponer la consolidación del PT bajo la presidencia de Dilma Rousseff (en el mando desde 2010). No ocurrió. La crisis brasileña amenaza con llevarse por delante a la Presidenta y al propio Lula sometido a una investigación sobre presunta corrupción. Néstor y Cristina Kirchner (2003-2015), que parecían haber encontrado el mecanismo perfecto de la alternancia de esposo a esposa, enfrentaron como Venezuela la implacable realidad del imperativo biológico y el desgaste de tres gobiernos que terminó con la ajustada victoria del liberal Mauricio Macri en diciembre de 2015. El Presidente Rafael Correa (2006) en un contexto político y social difícil, anuncia que no irá a la reelección en 2017. Evo Morales (2006) experimentó su primera derrota electoral en diez años en un Referendo que buscaba habilitarlo a un cuarto periodo (2020-2025). El mandatario adelantó que quería saber si el pueblo lo quería o no lo quería… Si faltaba un corolario, este podría encontrarse fuera de Sudamérica en la visita del Presidente Obama a una Cuba presidida por Raúl Castro, casi sesenta años después del triunfo de la Revolución antiimperialista por excelencia.
El radicalismo del discurso no siempre fue de la mano de los hechos y, muy probablemente, no hubiese logrado parte de lo que consiguió en el periodo 2005-2015 sin el impulso de los precios internacionales de las materias primas, los más altos de toda la historia independiente de la región, especialmente beneficiosos para América del Sur. El discurso duro contra la ortodoxia neoliberal de los años noventa, tenía un soporte externo que permitió que el legítimo compromiso con la deuda y consecuente inversión social, lograse resultados significativos gracias a ingresos por exportaciones que multiplicaron por cinco los niveles de ingresos de las tres décadas anteriores.
Ese escenario permitió la reafirmación del Estado como gran protagonista no sólo de políticas públicas de carácter social, especialmente en salud y educación, sino también en un ensanchamiento de la presencia estatal en la economía, no ya como regulador sino como empresario, recuperando algunos de los rasgos del capitalismo de Estado que –en la lógica de la fuerza de una economía mixta- había impulsado la CEPAL en los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Injusto sería, sin embargo, afirmar que todo el mérito fue exógeno, no, está claro que se aplicaron políticas deliberadas y que, en muchos casos, se administró con sensatez esa bonanza.
El resultado medible tuvo que ver con una modesta disminución de la desigualdad (considerando que aún América Latina es la región más desigual del mundo), una disminución relevante y más allá de lo esperado de la pobreza extrema y la pobreza moderada, un crecimiento de la clase media (todavía frágil por la cantidad de personas que ha salido de la pobreza pero está en una línea precaria entre pobreza y clase media), con la incorporación de casi 60 millones de latinoamericanos a ese nuevo estatus. La consecuencia ha sido, complementariamente, el crecimiento del consumo y el consecuente aumento del ahorro y la demanda interna, generando algunos cambios importantes en las estructuras económicas de los países más pequeños de la zona.
Pasado postdictatiorial
En tiempos en que se descalifica todo lo anterior a estos procesos políticos de transformaciones que se inició con el nuevo milenio, vale la pena hacer un recuento justo del pasado postdictatorial en la región. Los años ochenta, por ejemplo, han sido siempre calificados como los de la década perdida, por aquello de la pesada herencia de la deuda externa que generó la imposibilidad de recuperar el crecimiento y mejorar la distribución de recursos en la sociedad, pero se olvida con mucha ligereza que desde el punto de vista de la política fue una década ganada, ganada para la democracia, para la libertad, para los valores ciudadanos y la aplicación de la Constitución, que había sido archivada o pisoteada por los gobiernos militares que campearon durante casi dos décadas (65-80) en el continente.
No es razonable hacer una lectura de la historia como se lee un comic, aquello de dividir el mundo entre buenos y malos, entre héroes y villanos. Cabe anotar aquí que el éxito de los países que combinaron discurso radical con manejo económico prudente, tiene que ver con una herencia positiva de los años de liberalismo económico (los noventa), la constatación de que una administración responsable de la macroeconomía es una condición indispensable aunque no suficiente para cualquier proyecto político del carácter que sea. Políticas macroeconómicas consistentes, políticas monetarias flexibles y adecuadas a cada contexto, no son –lección aprendida- imposición del FMI o del Banco Mundial, no tiene que ver con cuán de izquierda o de derecha se categorice un gobierno, sino parte imprescindible de una correcta administración del Estado. Quizás el ejemplo más ilustrativo de las consecuencias de no entender esta premisa sea la realidad venezolana de hoy.
No es un detalle menor recordar que en esa década, la de los noventa, en un país como Bolivia se generaron cambios estructurales muy significativos, entre ellos la consolidación de las autonomías municipales germen de las autonomías indígenas, la educación intercultural y bilingüe y una reforma agraria que reconoció las tierras comunitarias de origen en las tierras bajas y las tierras de comunidad de los Andes, además de la función económica y social de la tierra. Ninguna de estas medidas pueden ser reputadas de “neoliberales”.
De las “verdades reveladas” a la búsqueda de nueva política
Volvamos al punto de inicio, el de las “verdades reveladas” y la historia cíclica. En un mundo interconectado, dinámico y cambiante, en el que la capacidad de adaptación es un requisito imprescindible para sobrevivir, afirmar que el Estado empresario, o las nacionalizaciones, o el estatismo como premisa dominante, son parte de un proceso irreversible, es no entender la realidad. No hay posibilidad de afirmaciones categóricas y dogmas incontrastables. En política económica, especialmente en un escenario dominado por la economía de mercado, hay que ser capaz de dar respuestas rápidas e inteligentes a favor de los mejores intereses de cada sociedad y no al servicio de premisas ideológicas pre establecidas. A veces con más Estado y a veces con menos Estado.
Otra cosa muy distinta, desde el punto de vista conceptual, son los logros sociales vinculados a la responsabilidad estatal en salud, educación, saneamiento básico y redistribución de la riqueza. El camino avanzado hacia el fin de la discriminación y la ampliaciómica comenzaron a atravesar turbulencias imprevistas.
Conquistas inamovibles y que se tambalearon en el momento en que la combin de la inclusión, sí tienen un carácter irreversible, pero ojo, irreversible como ideas que hay que defender día a día, siempre pendientes del éxito económico. La crisis del Estado del bienestar en la sociedad europea, es una prueba de la fragilidad de avances sociales que se daban como conquistas inamovibles y que se tambalearon en el momento en que la combinación entre las premisas éticas y la realidad demográfica, social y económica, comenzaron a atravesar turbulencias imprevistas.
En ese contexto hay, además, que enfrentar un presente complejo. Si en Europa los dos problemas cruciales del momento son la migración y el terrorismo fundamentalistas, en América Latina, además de las cuestiones sociales y económicas antes citadas, un desafío crítico está referido al crimen organizado y a la violencia subsecuente. La región, siendo la más pacífica del mundo en la forma en que resuelve sus conflictos internacionales, es la más violenta del mundo si miramos el número de muertes violentas por cada 100.000 habitantes. El crimen organizado supera la capacidad de respuesta a nivel nacional y demanda una tarea integrada. Si requerimos la integración económica y eventualmente política, necesitamos políticas regionales para combatir al crimen transnacional que florece en una región cuyo de nivel de demografía urbana está en cotas que superan largamente el 70%.
El siglo XXI -vale también para el modelo europeo- demostró que las dinámicas sociales han cambiado de modo dramático, el protagonismo de la gente a través de instrumentos extraordinarios como las redes sociales y el creciente desencanto ante políticos apoltronados, sea por la construcción de círculos cerrados de poder, sea por el carácter de iluminados de algunos líderes, sea –muy especialmente- por la hiriente corrupción de políticos que a su vez corrompen el ejercicio de la política, ha puesto en evidencia la insuficiencia de nuestros textos constitucionales. No es una deficiencia de los principios republicanos y de la base del liberalismo político que concibió la forma de funcionamiento del modelo democrático, es una falla en los mecanismos de su ejercicio cotidiano. Los supuestos decimonónicos de nuestras Cartas Magnas, basados en la lógica intocable de la democracia representativa, han entrado en tensión con la legítima demanda de una democracia participativa.
El problema está en que aún no contamos con recetas adecuadas para aplicar esa demanda. Por de pronto están las expresiones de la sociedad indignada que no quiere cabezas sino formas de hacerse escuchar, o la deificación de movimientos colectivos denominados “movimientos sociales” que pretendieron consagrar la “política en las calles” como la respuesta más legítima de la gente ante la insensibilidad del poder, generando más bien expresiones descontroladas de poder en defensa de intereses de grupo. No son todavía respuestas que puedan aceptarse como perfiles alternativos que puedan sustituir con éxito al modelo clásico, pero sí alarmas que obligan a una reflexión a fondo sobre nuestros textos constitucionales.
Personalismo y partidos políticos
En esta lectura no se puede dejar de lado la pretensión de muchos políticos exitosos de América Latina que, a fuerza de un desmesurado culto a la personalidad, de su representación simbólica (étnica, por ejemplo), de sus capacidades innatas de conectar con el pueblo o, finalmente, por el impulso de su propuesta ideológica, se han creído aquello de que su liderazgo es insustituible. Es la vieja cantaleta de los imprescindibles, de los conductores iluminados, de los grandes timoneles, de quienes encarnan el cambio. Este razonamiento ha llevado a la búsqueda de la reelección indefinida y a la concentración de todos los poderes en una sola mano, dañando seriamente dos principios inexcusables de la democracia: la alternabilidad en el poder y la fortaleza de las instituciones por encima de las personas. La premisa extraordinaria de que el nacimiento del republicanismo tiene que ver con la necesidad imperiosa de limitar el poder, pretende ser quebrada. Cómo si la historia no nos hubiese enseñado hasta el cansancio que no hay personas imprescindibles, sólo causas imprescindibles.
La prueba de este aserto tiene que ver con los problemas de algunos mandatarios de izquierda que llegaron con fuerza, entre otras cosas porque anunciaban una revolución ética, y que afrontan hoy graves acusaciones de corrupción. Acusaciones que han provocado apertura de procesos de investigación e imputaciones. Su argumentación defensiva no parece consistente. “Se trata de ataques políticos”. “Se busca desacreditar a nuestros líderes para debilitar los procesos de cambio”. “Es una conspiración de la derecha y el imperialismo”.
No hay corruptos de derecha o corruptos de izquierda. Hay corruptos. Igual que algunos mandatarios neoliberales fueron acusados y en algunos casos condenados a prisión por corrupción, los mandatarios o figuras políticas de izquierda acusados de corrupción, deberán defenderse en la justicia y demostrar en ella su inocencia. Es evidente que en estos casos hay un uso político de parte y parte sobre asuntos tan sensibles, pero escudarse en la “persecución” para salir bien librado no es el camino que uno espera de quienes hicieron de la lucha contra la corrupción una bandera. Sea como fuere, estánacional y demanda una tarea integrada. Si da 100.000 habitantes. El crimen organizado supera la capacidad de respuesta a nivel claro que es una cuestión altamente corrosiva y uno de los daños mayores a la política y a la democracia de América Latina.
El otro desafío que el personalismo no resuelve es la recomposición de un sistema de partidos de siglo XXI, más horizontal, más participativo, estructurado en redes, lejos del viejo “centralismo democrático” y capaz de renovar una estructura partidaria anquilosada, cuando no hundida del todo. El fracaso de los partidos, o mejor, su lógico agotamiento que no desconoce aportes cruciales como los que hicieron el peronismo, el APRA, el MNR, Liberales, Conservadores, COPEI, AD, Colorados, Blancos… no elimina la idea de la necesidad de los partidos para el funcionamiento de la democracia, exige una mirada distinta para conformarlos. No es posible un sistema plural y transparente, participativo y renovador en un escenario basado en la construcción de hegemonías partidarias, en la lógica de recuperar premisas revolucionarias que por su propia naturaleza no conllevan una visión democrática, abierta y de diálogo.
Saldo positivo, viejos desafíos
Los primeros quince años del siglo XXI nos han dejado un saldo positivo y un espacio para el optimismo moderado, siempre y cuando entendamos que ese avance está ligado estrechamente con lo que hicimos desde le comienzo de los años ochenta cuando reconquistamos la democracia.
Entre esos aportes está precisamente la democracia, la reducción de la pobreza, la desigualdad y el aumento de la inclusión, todo en contextos cambiantes y en posiciones ideológicas diversas. Por el contrario, en muchos países las viejas elites permanecen y se han adaptado a los nuevos aires del poder al punto de penetrar en los estamentos de la izquierda y cooptar a algunos de sus líderes más importantes.
Pero esas elites son parte del juego y lo son no siempre para mal. El aporte de la inversión privada, de la iniciativa empresarial, de la capacidad de innovación y cambio, deben ser valorados e integrados en proyectos nacionales dinámicos y creativos.
De lo mucho avanzado en estos tres lustros es necesario concluir que debemos cubrir los vacíos de lo no avanzado. Los tres principales: la educación, la investigación y la innovación.
Mientras seamos conscientes de que no hay verdades absolutas, ni caminos resueltos y terminados, seremos capaces de seguir siendo autocríticos y de contar con el impulso permanente para buscar el bienestar de nuestras sociedades.
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