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El capitalismo no se reformará a sí mismo

Camaradas, no cometamos el mismo error dos veces seguidas. El cambio progresista sólo llegará como resultado de una batalla política real y tangible. La alternativa es, como siempre, la barbarie. English.

Thomas Fazi
16 noviembre 2015
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Flickr/Marta Nimeva Nimeviene. Some rights reserved

Con posterioridad a la crisis financiera del 2008, al constatar que el sistema sólo pudo ser rescatado del abismo gracias a un masivo gasto deficitario gubernamental (cosa que desafió totalmente la ortodoxia), muchos de nosotros en la Izquierda creímos que, ante un fracaso de tal envergadura, los días del neoliberalismo estaban contados.

Como escribió Paul Heideman, “el sentimiento generalizado era que la marketinización descontrolada estaba llegando a su fin. Un periodo de Keynesianismo (algo que venía definida vagamente) sería el resultado de una crisis causada por unos mercados desbocados”. Yo me contaba entre los que, de una manera perversamente naif, creían que el sistema se iba a auto-corregir, dando paso a un mundo mejor, más justo, más verde –de manera no muy diferente a lo que ocurrió en los Estados Unidos después de la Gran Depresión, y en Europa tras la Segunda Guerra Mundial.

Como todos sabemos, ha ocurrido exactamente lo contrario. No sólo el régimen neoliberal no ha sido cuestionado de manera significativa en todo el mundo occidental –puesto que sus dogmas se quebraron únicamente en aquello que era necesario para mantener vivo el sistema (las inyecciones de liquidez – impresión de moneda para dársela a los bancos y a los ricos- son el ejemplo más obvio). En el caso de Europa, las élites político-financieras explotaron exitosamente (y hasta cierto punto “pertrecharon”) esa crisis para asumir el ataque más violento de la historia reciente a la democracia, al trabajo y al estado del bienestar, y para imponer en el continente un orden neoliberal todavía más agudo.

En lo que sólo puede ser descrito como un caso de doctrina de shock económico, esto ha supuesto la mayor transferencia de recursos públicos hacia el sector privado (y de las clases media y bajas hacia las acomodadas) en la historia moderna de Europa. Este ataque sigue, obviamente, en marcha, mientras la Izquierda intentan todavía montar una resistencia (si bien una pequeña brecha permanece abierta en Grecia, y parece que algo se mueve también en otros países).

Se han dado muchas explicaciones para justificar la resiliencia del neoliberalismo y la incapacidad de la Izquierda para explotar la crisis a su favor; Phillip Mirowski escribió incluso un libro de 400 páginas enteramente dedicado a esta cuestión: Nunca dejes que una crisis te gane la partida. ¿Cómo ha conseguido el neoliberalismo, responsable de la crisis, salir indemne de la misma?

Personalmente, creo que uno de los mayores fallos teóricos y estratégicos de la Izquierda fue/es creer que existe una relación causal y mecánica entre las crisis económicas y el cambio progresista. Cuando menos, la historia enseña que lo que pasa es lo contrario, con crisis que llevan normalmente a involuciones regresivas, derechistas y autoritarias, especialmente si el equilibrio de fuerzas está muy decantado hacia el mercado frente el trabajo (como, claramente, lo está hoy).

El cambio progresista, por otro lado, es generalmente el resultado o bien de una destrucción del sistema –por ejemplo, una guerra, que habitualmente lleva a una enorme destrucción del capital y la riqueza- o bien de una batalla. En otras palabras, no existe ningún mecanismo de auto-corrección incrustado en el capitalismo.

Esta verdad desagradable parece que está siendo finalmente reconocida entre la Izquierda europea gracias en parte a la crisis griega, que visió el desplome del PIB más acusado nunca registrado en tiempos de paz en un país desarrollado que sin embargo no ha conseguido radicalizar a los trabajadores y a los ciudadanos hasta el punto de romper la baraja y salir de la eurozona, a pesar de la presencia de un partido fuerte de Izquierda: Syriza.

Sin embargo, de una manera típicamente izquierdista, mientras una ilusión (esto es, que la crisis produce cambio automáticamente) se desvanece, otra parece estar ya fabricándose. Dicho simplemente: la ilusión es que la gran cantidad de economistas conservadores, políticos y comentaristas que están reclamando abiertamente unas políticas fiscales más expansionistas indicaría que existe un “cambio de paradigma en marcha” – un paradigma que se separa de la austeridad y va hacia el Keynesianismo.

Escuchar a gente como el antiguo Secretario del Tesoro estadounidense Larry Summers o el antiguo presidente de la Autoridad de Servicios Financieros del Reino Unido, Adair Turner, hablar de la necesidad de: “más deuda… para financiar la expansión presupuestaria” el primero, y a favor de “emisiones de deuda o incrementos de déficit fiscal financiados por una monetización permanente” el segundo, es realmente algo extraordinario. Pero ¿es esto suficiente como para hablar de que se está produciendo un cambio de paradigma?

Una conclusión semejante parece basada en una fe inquebrantable en el poder las ideas tienen para conformar el mundo. Los que se apuntan a esta visión, atribuyen la reestructuración neoliberal de la sociedad ocurrida desde finales de los años 70 en adelante a las teorías cada vez más hegemónicas –llamadas indistintamente “neoliberalismo”, “economía neoclásica”, “Consenso de Washington”, etc.- desarrolladas por un grupo de académicos (principalmente los provenientes de la Universidad de Chicago). Si esto es cierto, entonces se sigue que, para superar el neoliberalismo, todo lo que hace falta es que un número suficiente de miembros del establishment se vean seducidos por una serie de ideas, aunque no sean necesariamente nuevas.

Todo lo que tiene que hacer la Izquierda es martillearlas continuamente como lo hicieran los miembros de la escuela de economía de Chicago en los años 70. Como el antiguo Secretario del Trabajo estadounidense Robert Reich señala en su brillante libro del 2007 Supercapitalismo, “que esta ideas surgieran de académicos basados en universidades pudiera indicar por qué aquéllos que les dieron un mayor crédito por haber alterado el mundo durante los últimos treinta años normalmente son académicos ellos mismos, que albergan una concepción generosa del impacto que tienen las ideas de la academia”. Pero, dice Reich, en realidad no es así como funciona el mundo.

Es cierto que los políticos raramente hacen caso a los académicos. “Locos con autoridad, que oyen voces en el aire”, escribió el economista John Maynard Keynes, “están destilando su entusiasmo a partir de algún escribano académico de algunos años atrás”. Pero Reich también señala que esos mismos escritos académicos, que empezaron a tomar cuerpo en los años 70, ya habían estado circulando en una forma muy parecida desde el siglo dieciocho.

La razón más probable de que de repente tomasen tanta importancia en las últimas décadas del siglo veinte, en los Estados Unidos y en otros lugares, fue que ofrecían una justificación conveniente para el cambio de rumbo que estaba teniendo lugar. “No provocaron el cambio, como mucho, lo legitimaron”, escribe Reich. En otras palabras, el neoliberalismo tomó cuerpo principalmente porque promovió y sostuvo los intereses de las clases dominantes político-económicas de entonces, pero no porque se demostrase más convincente que otras teorías económicas.  

Esto implica que para que, espontáneamente (es decir, en ausencia de lucha popular o de amenazas a su existencia) el establishment adoptara un paradigma económico nuevo –basado, por ejemplo, en emisiones de deuda y políticas fiscales expansionistas-,  ese nuevo paradigma tendría que servir a los intereses de las elites político-económicas hoy dominantes. ¿Por qué otra razón lo adoptarían? Es por esto que debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿es ese el caso ahora? Algunos perecen pensar que sí lo es.

El argumento es que las políticas neoliberales (austeridad fiscal, deflación salarial, etc.) han colocado a las naciones avanzadas en una trayectoria de “estagnación secular” –esa que se caracteriza por una estagnación económica a largo plazo, elevados niveles de desempleo y una demanda crónicamente débil- y que está destinada a provocar un declive en la tasa de beneficio, y que es por esto que el capital también está interesado en impulsar la demanda agregada a través de la expansión fiscal. Esto es verdad hasta cierto punto, pero tenemos que definir de qué hablamos cuando hablamos de “capital”, y  qué tipo de capital es el que maneja los hilos en la economía de hoy.

En décadas recientes, hemos pasado de una mezcla entre capitalismo centrado en los procesos de producción real (la “economía real”) y basado en la acumulación real de capital (primero en su versión Fordista-Keynesiana, basada en un compromiso de clase con el trabajo organizado y con las clases medias ascendentes, y una versión neoliberal, basada entonces en un compromiso con las clases medias propietarias de activos, en el contexto de la globalización y de la relocalización de la producción);  a una mezcla de altamente especulativa e híper-financiarizada de capitalismo predatorio y oligárquico, basado fundamentalmente en la gestión de dinero y de capital especulativo productor de intereses –el primero aprovechándose de beneficios a corto y medio plazo producidos por las fluctuaciones en el mercado de un bien bursátil (como por ejemplo un instrumento financiero); el segundo enfocado a la búsqueda de rentabilidad a través de la propiedad de grandes paquetes de instrumentos de deuda pública y privada –y por esta razón cada vez más liberados de los compromisos de clase dictados por los requerimientos de la inversión a largo plazo, como sostiene Kees van der Pijl, entre otros.

La actividad primaria del capital especulativo –la forma hoy dominante del capital- puede definirse como aquella que consiste en “hacer dinero con dinero”. En otras palabras, es una industria que se ha desvinculado de la “economía real” –excepto cuando extrae riqueza de ella- y sobretodo comercia con sí misma. Por esta razón, está relativamente poco afectada por los problemas ocasionados por una estagnación secular –o, más en general, por lo que ocurre en el resto de la sociedad- y hasta cierto punto incluso se beneficia de ella, puesto que la deflación provoca una transferencia de riqueza desde los deudores hacia los acreedores y propietarios de bienes. Considerando la naturaleza cada vez más oligárquica de nuestras sociedades y sistemas políticos –el New York Times ha informado recientemente que 158 familias han contribuido casi en la mitad de la financiación de la pre-campaña a las elecciones presidenciales de 2016-  es extremadamente naif esperar que se produzca cualquier cuestionamiento del sistema actual que venga desde arriba, por más que albergue contradicciones internas.

Además, cuando hablamos sobre los intereses del capital –tanto del capital industrial como del capital financiero- uno tiene siempre que tener en mente lo que el ministro polaco de economía Michal Kalecky escribió hace más de cuarenta años sobre la aparente irracionalidad de los líderes políticos:

Ciertamente, bajo un régimen de pleno empleo permanente, el “despido fulminante" dejaría de jugar su papel de medida disciplinaria. La posición social del jefe se vería disminuida, y la auto-afirmación de una clase trabajadora con conciencia de clase aumentaría. Las huelgas para reclamar aumentos de salario y mejoras en las condiciones de trabajo crearían tensión política. Es cierto que los beneficios serían más altos bajo un régimen de pleno empleo que los que se obtienen de promedio bajo un régimen de laissez-faire… Pero la “disciplina en las fábricas” y la “estabilidad política” son mucho más valoradas por parte de los propietarios de los negocios que los propios beneficios. Su instinto de clase les dice que una situación durable de pleno empleo es desaconsejable desde su punto de vista, y que el desempleo es una parte integral del sistema capitalista “normal”.

Una variante del argumento de la estagnación secular es decir que una renovada crisis económica y financiera es más o menos inevitable –y es muy probable que así sea- y que esto provocará el empujón final para abandonar el neoliberalismo. Personalmente, me cuesta creer en ello. Es más probable que una nueva crisis nos lleve a uno de los dos escenarios siguientes: o a un cambio de ciclo determinante que crea importantes desequilibrios, pero que no amenaza la estabilidad general del sistema, en cuyo caso, en ausencia de una movilización masiva, asistiremos a una respuesta similar a la que vimos en el post-2008 (Keynesianismo de corta vida seguido por una vuelta al business as usual); o bien a una implosión total del sistema, en cuyo caso tendremos que preocuparnos de mucho más que de la austeridad, y tendríamos probablemente que enfrentarnos a una cantidad ingente de destrucción antes de que volviésemos a una “nueva normalidad”, si es que ésta acabase llegando algún día.  

Camaradas, no cometamos el mismo error dos veces seguidas. No nos auto-engañemos pensando que, simplemente porque argumentemos nuestra causa de manera suficientemente convincente, el cambio vendrá desde arriba y que, con el objetivo de sobrevivir, el sistema se reformará a sí mismo para mejorar. No. El cambio progresista sólo llegará como resultado de una batalla política real y tangible. La alternativa es, como siempre, la barbarie.

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