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El municipalismo de Ciudades Sin Miedo

La prioridad política de un número creciente de municipalistas es remodelar a fondo el conjunto de relaciones que constituyen la maquinaria de un Estado alienante. English

Bertie Russell
28 febrero 2019
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Clausura de Ciudades sin Miedo / Fearless en Barcelona. Captura de Pantalla. Barcelona en Común Fair use.

En junio de 2017, Barcelona en Comú organizó la primera cumbre internacional de Ciudades Sin Miedo. Este evento reunió a más de 700 participantes de 6 continentes y fue la primera vez que muchas de las iniciativas allí representadas se ponían en contacto unas con otras.

Con posterioridad, una serie de reuniones regionales de Ciudades Sin Miedo tuvieron lugar a lo largo de 2018 y a principios de 2019 (en Varsovia, Nueva York, Bruselas, Valparaíso y Nápoles, además de una segunda reunión de planificación de América del Norte) y una segunda reunión mundial está programada para otoño de 2019.

Pero aquellos cuatro días de calurosas reuniones en las aulas, los jardines y los grandes salones de la Universitat de Barcelona pueden considerarse la "fiesta de presentación" del nuevo movimiento municipalista mundial.

Cada una de las iniciativas que lo conforman han surgido independientemente, respondiendo a las especificidades de su propio contexto.

No han seguido ningún plan revolucionario preestablecido ni se definen a sí mismas como liberales, socialistas, marxistas o anarquistas. Son municipalistas.

No han seguido ningún plan revolucionario preestablecido ni se definen a sí mismas como liberales, socialistas, marxistas o anarquistas. Son municipalistas.

Y los debates que están manteniendo muchas de ellas – especialmente en las cumbres de Ciudades Sin Miedo -, están perfilando un proceso de construcción teórica colaborativa. Desde el compromiso de Barcelona en Comú de llevar a cabo una "revolución democrática" hasta la estrategia de Cooperation Jackson para estructurar "la autodeterminación de los negros y la democracia económica", el proyecto municipalista es, sin duda, un proyecto democrático.

Sin embargo, cuando hablamos de la lucha de (y por) la democracia, no nos referimos a partidos políticos ni a alcaldes - aunque son sin duda un elemento característico de estos movimientos. Así que, ¿qué es exactamente esta "democracia" por la que están luchando?

¿Qué tipo de democracia?

Desde la elección del neofascista Bolsonaro hasta la farsa derechista del Brexit y los planes racistas de Salvini en Italia y Orbán en Hungría, parece que son precisamente las deficiencias de la democracia las que alimentan y crean espacio para las fuerzas reaccionarias de extrema derecha y populistas.

Cuando dichas fuerzas se ven impulsadas por una demanda de "recuperar el control", o prometen "dar voz a los que aquellos que solo se preocuparon por los resultados financieros y las multinacionales no toman en consideración" – que es algo que no hubiera parecido fuera de lugar en las plazas ocupadas de Syntagma o la Plaza del Sol -, ¿tiene todavía sentido que los movimientos progresistas hablen de democracia? ¿Hay que hacer una distinción entre una democracia de derechas y una democracia de izquierdas? ¿Tienen todavía sentido estos términos en un proceso de construcción de movimientos sociales radicalmente progresistas?

Puede parecer un anatema sugerir que alzar muros, cerrar departamentos universitarios y dejar que el mar arroje a centenares de cuerpos en las playas europeas sea "democracia". De hecho, no es infrecuente escuchar referencias al actual interregno en Occidente como de colapso o ausencia de democracia, o que el auge del populismo plantea un desafío a la democracia misma.

Sin embargo, en cada caso concreto, lo que hay son gobiernos nacionales elegidos democráticamente que, independientemente de la barbarie de sus acciones o de su incapacidad para abordar crisis estructurales, tienen la legitimidad que les confiere el proceso democrático representativo.

Al entrar en fase terminal el extremo centro neoliberal (elegido democráticamente), una variada oferta de extrema derecha (elegida democráticamente) está compitiendo para llenar el hueco.

Al entrar en fase terminal el extremo centro neoliberal (elegido democráticamente), una variada oferta de extrema derecha (elegida democráticamente) está compitiendo para llenar el hueco.

Lo que comparten todos estos casos es una interpretación de la democracia ligada fundamentalmente al Estado. Convencionalmente, pensamos en el Estado como si se tratara de una maquina - una serie de mecanismos cambiantes, con sus estructuras asociadas, armamento e infraestructuras técnicas de apoyo - que pasa de manos de un grupo a otro.

Bajo la democracia de Estado (a veces llamada democracia liberal o burguesa, pero estos términos aquí no encajan demasiado), las elecciones se utilizan para determinar qué pequeño grupo de personas debe controlar la máquina. Se considera que son la forma menos mala de determinar una mítica "voluntad general" de la población, que se confía a quienes controlan la máquina, y son también una válvula de seguridad para evitar su uso indebido o excesivo.

Esta manera de comprender la democracia de Estado no es en absoluto patrimonio de la “derecha”. Desde la socialdemocracia hasta muchas de las distintas interpretaciones del socialismo, la cuestión democrática sigue siendo la de quienes controlan la máquina, cómo les elige la población y qué hacen con ella.

Aunque se pueden realizar ajustes al proceso electoral (por ejemplo, potenciando la proporcionalidad) o se pueden introducir procesos 'participativos' intersticiales (como los referendos), el concepto de la máquina en sí - como superestructura necesaria – no se cuestiona.

Los enfoques marxistas tradicionales de la democracia de Estado consideran que el Estado es un instrumento de dominación que, en última instancia, está llamado a disolverse, y que su "disolución" es un requisito previo esencial para el establecimiento de una sociedad de individuos que se asocien libremente.

Aunque existen distintas interpretaciones de cómo podría llegar a suceder esto, comparten en gran medida la visión de que el Estado es una herramienta indispensable que debe aprovecharse (a través de elecciones, revoluciones violentas, o de otras maneras) como método de transición hacia un mundo sin Estado.

De hecho, Lenin llega a decir que Estado y democracia son conceptos entrelazados, de modo que "el Estado en general, es decir, la democracia más completa, solo puede disolverse". En la práctica, estas metodologías tradicionales siguen adoleciendo del problema de 'quién' controla la máquina del Estado: si se logra derribar a la burguesía y los intereses revolucionarios de la clase obrera (la 'voluntad' de la gente con conciencia de clase) pueden verse representados a través de una dictadura del proletariado, entonces puede iniciarse el proceso de disolución del Estado en nombre de "todo el pueblo".

Pero hay otra lectura de la democracia que reconoce que “el Estado no es solo una institución. Es una forma de relaciones sociales, una práctica de clase. Más concretamente, es un proceso que proyecta ciertas formas de organización en nuestra actividad diaria”. Luego, ¿qué ocurre con una democracia que busca "formas de organización" distintas de nuestra actividad diaria?

Hubo un desafío a la idea de democracia de Estado - un rechazo de la forma de relaciones sociales que hemos dado en llamar “el Estado” - y una afirmación de que podemos organizar nuestra actividad diaria de formas muy distintas.

Cuando cientos de miles de personas ocuparon las plazas en España con la pancarta de ¡Democracia Real YA!, o el corazón financiero de Wall Street coreando "así es cómo luce la democracia", nos consta que (para muchos) esto no era simplemente la expresión de la voluntad de que un gobierno "mejor" se hiciese cargo de una máquina del Estado sin modificar.

Era un desafío a la idea de democracia de Estado - un rechazo de la forma de relaciones sociales que hemos dado en llamar “el Estado” - y una afirmación de que podemos organizar nuestra actividad diaria de formas muy distintas.

Era una reafirmación del principio democrático de que el demos puede organizarse  a sí mismo, un negarse a esperar que el Estado ofrezca su propia antítesis y una creencia en la posibilidad de empezar a "asociarnos libremente" ahora mismo.

Experimentos de autogestión

Hay, pues, dos maneras casi diametralmente opuestas de entender la "democracia": la del compromiso con la idea de que podemos desarrollar una pluralidad de enfoques para organizar nuestra actividad diaria, o la de ser ajenos al gobierno de nuestros propios asuntos a través de la forma de relaciones sociales que llamamos "el Estado". En 1966, el teórico heterodoxo Henri Lefebvre se refirió a la primera como autogestión, señalando que "el Estado, básicamente, opone su principio centralizador al principio de descentralización de la autogestión". Como resumió Mark Purcell, la lucha de/por la autogestión:

'es una lucha desde abajo por parte de personas que han decidido asumir la responsabilidad de gobernarse a sí mismas, cuya autoconfianza se incrementa con sus logros y que pueden ir demostrando, paso a paso, que el Estado ya no es necesario... En la autogestión, no aplastamos el Estado para luego empezar a manejar nuestros propios asuntos. Lo que hacemos es gestionar nuestros propios asuntos y trabajar duro en ello hasta llegar al punto en que es evidente que podemos gobernarnos a nosotros mismos. Sólo entonces se produce realmente el efecto de la disolución del Estado. La autogestión ofrece la posibilidad de la disolución desde abajo. Es una alternativa clara al modelo fallido de un partido de vanguardia que toma el poder del Estado para imponer condiciones que harán que el Estado desaparezca.'

Sin esta interpretación de la democracia como autogestión, es difícil captar la potencia de la afirmación que hizo Debbie Bookchin durante la sesión plenaria final de la cumbre de Ciudades Sin Miedo de 2017 en Barcelona, ​​según la cual "el municipalismo no trata de implementar políticas progresistas, sino de devolver el poder a la gente común".

Los nuevos movimientos municipalistas quieren "devolver el poder a la gente común". Esta es quizás una exageración necesaria

Esta es quizás una exageración necesaria. Por supuesto, los nuevos movimientos municipalistas buscan implementar políticas progresistas;  pero no es lo que los caracteriza de manera definitoria.

La remunicipalización y la cooperativización de servicios esenciales (energía, agua, odontología, servicios funerarios y sistemas de transporte) para reducir costes y las emisiones de carbono al tiempo que se incrementa el acceso y la calidad de los servicios dan testimonio de lo que se puede lograr a nivel municipal.

Pero deben verse como síntomas positivos de un proyecto político que no consiste fundamentalmente en una serie de medidas en sí (que hipotéticamente podrían ser implementadas por un partido socialdemócrata tradicional), sino en la construcción de nuevas "formas de organización" de nuestra actividad diaria.

Como dijo Ana Méndez, activista de Madrid 129, ex asesora de políticas culturales y coorganizadora de la cumbre de Ciudades Sin Miedo, el municipalismo “no es una manera de implementar la concepción estatal del mundo a una escala inferior. Es una manera de modificar este nivel, el del gobierno local, para convertirlo en algo distinto, que realmente funcione a una escala distinta".

En otras palabras, muchos municipalistas se rigen por el principio de la autogestión – según el cual deberíamos ser capaces de asumir la responsabilidad de gobernarnos a nosotros mismos - y esto significa tratar de remodelar a fondo el conjunto de relaciones sociales que constituyen la alienante maquinaria del Estado en aras a potenciar nuevas formas de organización social colectiva.

Como dice Ana, "nos enviaron como exploradores, nos enviaron como una suerte de fuerza expedicionaria en territorio enemigo para luchar, para tratar de cambiar una máquina súper complicada".

Como dijo Ana Méndez, activista de Madrid 129, ex asesora de políticas culturales y coorganizadora de la cumbre de Ciudades Sin Miedo, el municipalismo “no es una manera de implementar la concepción estatal del mundo a una escala inferior. Es una manera de modificar este nivel, el del gobierno local, para convertirlo en algo distinto, que realmente funcione a una escala distinta". En otras palabras, muchos municipalistas se rigen por el principio de la autogestión – según el cual deberíamos ser capaces de asumir la responsabilidad de gobernarnos a nosotros mismos - y esto significa tratar de remodelar a fondo el conjunto de relaciones sociales que constituyen la alienante maquinaria del Estado en aras a potenciar nuevas formas de organización social colectiva. Como dice Ana, "nos enviaron como exploradores, nos enviaron como una suerte de fuerza expedicionaria en territorio enemigo para luchar, para tratar de cambiar una máquina súper complicada".

Caren Tepp, concejala elegida como integrante de la candidatura de Ciudad Futura en la ciudad de Rosario, Argentina, dice que se trata de un compromiso para:

“construir un tipo distinto de poder. No un poder sobre alguien, opresivo, sino más bien un poder de igualdad, de hacer cosas, de cooperación, de no competencia... un nuevo tipo de poder en manos de la gente común, de la gente común organizada. Gente común que ha iniciado el camino de la prefiguración. [El objetivo] no es tomar el poder, sino construir un nuevo tipo de poder, de abajo hacia arriba, un poder para realizar cosas con los demás, un poder que es poder creativo y capacidad colectiva para cambiar las cosas".

Se llame autogestión, autodeterminación o autonomía, está claro que el impulso democrático radical es construir un nuevo orden social colectivo desde dentro de la cáscara del antiguo. Pero este compromiso de desarrollar la capacidad de auto-organización de la sociedad no implica abandonar el trabajo a través de los procesos estatales existentes (algo parecido a los enfoques anarquistas "tradicionales" de la autonomía).

Lo que vemos es que estos movimientos funcionan transversalmente, desarrollando estrategias para organizarse dentro, contra y más allá del Estado, y que el impulso democrático, quizás paradójicamente, radica en hacer que las instituciones se vuelvan contra sí mismas, "transformando la propia institución y sus mecanismos para distribuir el poder”.

Contrariamente a la concepción que limita la acción política a simplemente ser elegidos e implementar políticas progresistas, "este segundo tipo de municipalismo implica... dar autonomía a los movimientos sociales y abrir la institución para permitirles actuar como contrapeso".

Una vez que se ha distribuido el poder, se pierde el monopolio de la estrategia y la agenda, por lo que este segundo tipo de municipalismo implica perder parte del control del proceso político, pero intensificar el proceso de cambio".

Sin duda, la gente se ha comprometido con estos movimientos municipalistas por razones distintas y la tensión (a veces productiva, pero quizás insuperable) entre estos dos conceptos opuestos de democracia sigue existiendo en el seno de los movimientos.

O intentas cambiar el sistema, o el sistema te destruye.

Pero para Giuseppe Micciarelli, experto legal y activista de Massa Critica en Nápoles, está claro lo que está en juego: "Tenemos que imaginar cómo cambiar las instituciones, porque si pensamos que ganando vamos a cambiar el mundo, nuestro país o nuestra ciudad solo con gestionarlos, fracasaremos…. O intentas cambiar el sistema, o el sistema te destruye”.

En estos términos, lo que define el proyecto municipalista es el compromiso permanente de transformar las instituciones y distribuir el poder y un movimiento constante hacia la "disolución desde abajo".

Según Hardt & Negri, lo que buscan estos nuevos movimientos municipalistas es poner en marcha "un proceso que, sobre la base de nuestra riqueza social, cree instituciones duraderas y organice nuevas relaciones sociales, junto con la fuerza necesaria para mantenerlas".

El municipalismo más allá del municipio

Considerando que el compromiso compartido de estas iniciativas es proyectar formas distintas de organizar nuestra actividad diaria, ¿por qué no organizarnos a una escala política "superior", que controle más recursos y tenga mayor capacidad de generar políticas?

Si lo que están demostrando estos movimientos es la voluntad de operar dentro, contra y más allá del Estado, ¿por qué centrarse en la "periferia" en lugar del "núcleo" del Estado-nación? Si estos movimientos logran tener éxito a nivel municipal, ¿por qué no 'escalar' y disputar el poder a nivel nacional?

La reciente aparición de una candidatura municipalista para las próximas elecciones al Parlamento Europeo que propone una "agenda municipalista para una Europa sin miedo" parece indicar que muchos municipalistas están actuando de manera estratégica y fluida en los distintos niveles políticos establecidos.

En lugar de quedar atrapados en la 'trampa local' que posiciona de manera errónea a las ciudades como escenarios esencialmente más democráticos o progresistas que otros niveles políticos, entienden el municipalismo como 'un medio con el que alcanzar [nuestras] metas vitales' que puede hallar oportunidades estratégicas en lugares "no urbanos".

En este sentido, se trata de una tendencia municipalista que encarna "un argumento contrario al localismo, pero para... llevar a cabo una política localista más allá de la localidad".

No obstante, los argumentos para "aumentar la escala" del municipalismo corren el riesgo de traicionar una de sus características más esenciales. El municipalismo es un proyecto antiestatal y radicalmente democrático que rechaza el mito de que el Estado es una máquina que puede conquistarse y que lo percibe, en cambio, como un nudo de relaciones sociales entretejidas que hay que deshacer, seleccionar, distribuir y tejer de nuevo.

El municipalismo no empezó en los pueblos, aldeas y ciudades sobre la base de la creencia de que las estructuras políticas existentes se encuentran allí en su “terreno más propicio”, o porque los movimientos no eran lo suficientemente fuertes como para plantear el asalto al centro de control de la máquina estatal.

Más bien, el municipalismo empezó allí donde las personas se encuentran más cercanas entre sí y, por lo tanto, donde existen mayores oportunidades para emprender el proceso de construir nuevas formas institucionales -  un "nuevo tipo de poder en la sociedad en manos de la gente común"- basadas en el día a día de nuestras relaciones sociales y experiencias vitales inmediatas.

El objetivo no es, pues, reproducir el nudo de relaciones y la heredada comprensión lineal del poder, sino tejer una nueva geografía política, un nuevo terreno de poder distribuido. Ya no se trata aquí del desafío a un feudo que hay que poseer y controlar, sino de una serie de seres humanos cuyas relaciones hay que organizar colectivamente.

Esta es una versión editada de un capítulo de DiEM25: A Vision For Europe, de Eris editores, cuya publicación está prevista para mayo de 2019.

 

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