democraciaAbierta: Opinion

En Colombia el Estado siempre llega tarde

Reseña de "El Estado siempre llega tarde. La reconstrucción de la vida cotidiana después de la guerra," último libro de Julieta Lemaitre Ripoll.

Mariano Aguirre
19 noviembre 2019, 12.01am
Polícia colombiana con familia rural en Leticia, Amazonas, en un lugar donde normalmente hay poca presencia de Estado. Wikimedia Commons, Todos los derechos reservados.

La expansión y construcción del Estado en los denominados territorios, o zonas donde la presencia institucional del Estado es baja o casi nula es un problema que ha afectado a Colombia desde su fundación, pero muy especialmente desde la mitad del siglo XX. La compleja geografía y la fragmentación del territorio desde la época colonial generó poderes locales que, en muchos casos, crearon sus propias milicias.

Hacia mediados del siglo XX los estados de América Latina habían alcanzado, no sin problemas y debilidades, un considerable grado de coherencia entre presencia del Estado y control de la mayor parte de la geografía de la nación. Colombia, sin embargo, tendió a fracturarse, convirtiéndose en una paradoja que se prolonga hasta hoy.

Por un lado, se desarrolló un Estado con orden constitucional, provisión de servicios, normas para los ciudadanos, monopolio legítimo del uso de la fuerza (uno de los principios básicos del Estado moderno), y sometimiento formal de las fuerzas armadas al poder civil.

Por otro, la realidad y la formalidad no necesariamente han coincidido, y siguen sin coincidir. El sistema legal y muchas de las provisiones constitucionales, especialmente las que prevé la avanzada Constitución de 1991, tienen una aplicación irregular debido a la profunda desigualdad, la corrupción, la falta de presencia de las instituciones del Estado y la violencia. Esta combinación de factores genera serios problemas de acceso a la justicia (cara, lenta, laberíntica) que afecta a parte de la ciudadanía.

La falta de Estado ha ido de la mano de la falta de un sistema real universal impositivo, y de la presencia de grupos armados que, de forma más o menos estable, o esporádica, han establecido sus formas de orden social a través de la violencia (asesinatos, amenazas, extorsiones, reclutamientos forzados, violencia sexual, desplazamientos). Esos órdenes alternativos al Estado (o en ocasiones actuando en algunas regiones en convivencia con el mismo, en una situación de soberanía irregular compartida) se hicieron más fuertes a partir del desarrollo del narcotráfico.

Actualmente, el crimen organizado opera en campos diversos: producción y tráfico de drogas, minería ilícita, tráfico de personas, prostitución, tráfico de especies, comercio de armas, extorsiones y robos.

El Estado, por su lado, está partido en dos, con múltiples zonas grises intermedias en las que tiene mayor o menor peso, y en las proporcionalmente los grupos ilegales tienen más o menos poder. Una parte del estado es legal y otra ilegal; una es formalmente democrática, y las otras están regidas por los que Ana Arjona, de Northwestern University, denomina la rebelocracia, el orden alternativo al constitucional, sustentado sobre una economía política de la violencia en los que interactúan los grupos armados y la población local.

El Estado se construya no sólo “desde arriba”, sino que se atienda a las particularidades de las comunidades locales y sus líderes.

Aunque parecen mundos diferentes y distantes, los vínculos, canales, relaciones, circuitos entre las dos partes son cercanos y económicamente fuertes. No siempre son visibles y casi siempre están envueltos en laberintos financieros y legales. La violencia, la corrupción, las complicidades ilícitas no son en Colombia las capas de una cebolla, sino intrincados mecanismos que semejan más a un cerebro humano, donde hay vínculos visibles y otros que escapan incluso a la mirada más atenta. Tres puentes entre las dos Colombia son la violencia, la corrupción y la desigualdad.

La guerra, la vida, las víctimas

Entre las zonas del Estado “azules”, como las describió Guillermo O´donnell, con plena presencia del Estado, las “verdes” donde este opera con dificultad, y las “marrones”, donde el Estado no opera, es donde se sitúa el libro de la académica Julieta Lemaitre Ripoll, donde El estado, como dice el título, siempre llega tarde.

Su libro presenta un panorama de gran complejidad. Es, primero, una explicación sintética de las razones de la guerra entre el Estado y las insurgencias. Segundo, una aproximación antropológica al impacto de la guerra en la vida de las víctimas. Tercero, un análisis de las circunstancias y potencialidades de las mujeres desplazadas.

Pero es, también, una propuesta alternativa a la construcción del Estado. O sea, cuando los académicos, los funcionarios del Estado, las ONGs o las Naciones Unidas discuten sobre la construcción de instituciones, se piensa que el Estado existente, debería poner en marcha una acción coordinada de efectivos militares, policías, jueces, médicos, educadores, ingenieros, y técnicos de diversas especialidades que se movilizarán hacia “los territorios” excluidos. Ahí van a expandir el Estado, con fondos públicos, privados e internacionales.

El Estado llegará, y si hay grupos armados los combatirá, en lenguaje militar “limpiará” (clear) la zona. Luego la controlará (hold) y luego empezará a construir (build) de acuerdo con la lógica de los denominados planes de construcción de la paz (de los donantes) y estabilización (del gobierno y los militares y algunos países, especialmente Estados Unidos) que se han llevado a cabo en Vietnam, Filipinas, Afganistán e Irak (en general con resultados pésimos o, al menos, irregulares).

La reconstrucción de las comunidades

Lemaitre presenta otra opción no necesariamente alternativa pero complementaria: que el Estado se construya no sólo “desde arriba”, sino que se atienda a las particularidades de las comunidades locales y sus líderes. Propone que se entienda qué vida han tenido durante la guerra, porqué vicisitudes han pasado, cómo han negociado su supervivencia, cómo han hecho (cuando han podido) para mantener la dignidad en la confrontación entre diversos grupos armados que les hicieron víctimas y en muchos casos también cómplices.

La autora propone también ver la capacidad de reconstrucción que tienen las comunidades, inclusive las que han vivido sometidas a lo que denomina, los “otros poderes”, y que instituciones locales comunitarias pueden revitalizarse, como las Juntas de Acción Comunal.

Para edificar “una buena vida”, digna, responsable, ciudadana, la autora considera que debemos aprender de las mujeres que ha entrevistado

El libro describe esos “otros poderes” ilegales y cómo operan, de qué forma cooptan alcaldes y autoridades locales, de qué manera se alían con actores económicos locales y regionales y nacionales, cómo corrompen a jueces (cuando hay) y parte de la fuerza pública (cuando está presente), y cómo los ciudadanos aprenden a relacionarse con ellos, a navegar, en esa zona del país que tiene color marrón.

La violencia de esos poderes que describe Lemaitre no es algo del pasado, anterior a la desmovilización de los paramilitares hace más de una década, o del acuerdo de paz de 2016 con las FARC. Como un fantasma terrible vuelve a aparecer en la vida de los que quieren rehacer su vida: “los de las motos”, los sicarios, los que asesinan en nombre los poderes en la sombra, los que matan a líderes sociales y exguerrilleros que movilizan a sus comunidades para construir, a escala pequeña o mediana, precisamente, el Estado.

Una mirada crítica desde el Derecho

La lectura de El Estado siempre llega tarde es como adentrarse en una novela en la que los componentes se van enlazando entre sí. Aquí la guerra, sus actores e intereses. Ahí la vida de los desplazados y la lucha de las mujeres que deben luchar y rebuscar para alimentar a su familia, mantener una apariencia de normalidad dentro del caos y la ausencia de recursos: cómo comprar una medicina, qué hacer para adquirir el traje de la primera comunión de la hija, de qué forma pagar por el féretro de la abuela que falleció. Qué aliados buscar, qué precios pagar, cómo construir, y de qué forma esa construcción en algún punto del libro (y ojalá de la realidad) se vincula con un Estado que “siempre llega tarde”.

En los casos en que el Estado llega a “los territorios”, Lemaitre presenta otra realidad dramática: el encuentro de los funcionarios (“los de los chalecos”) del Estado, de las ONGs, de las organizaciones internacionales y las víctimas.

En general, se trata de jóvenes universitarios que van a “escuchar” las terribles historias de vida y que tienen la capacidad de decidir quién es víctima y tiene derecho a compensación, y quién no lo es porque no sufrió lo suficiente o porque es un usurpador. La descripción sobre ese encuentro entre funcionarios y víctimas es sobrecogedora, y no deja indemne, como se explica en el libro, a los que bienintencionadamente trabajan en este sector, ni posiblemente a los lectores.

Un campo especialmente relevante que aborda el libro es el Derecho. Especialista en este campo, la autora cuestiona la forma en que esta disciplina, y en general el mundo de los Derechos Humanos, contempla y se acerca a las víctimas, normalizándolas como si todas fueran iguales, quitándoles su historia y de esa forma, en gran medida, sus capacidades para ser actores que puedan construir su futuro.

Para edificar “una buena vida”, digna, responsable, ciudadana, la autora considera que debemos aprender de las mujeres que ha entrevistado. Aquellas que, despojadas violentamente de casi todo, incluyendo hijos e hijas, amigos, casas, tierras, rebuscan para ellas y los suyos, pero también encuentran la dignidad en ocuparse, en cuidar a otros, en practicar una “ética del cuidado” a la que considera esencial para la construcción de una sociedad alternativa a la de la violencia.

Desde ahí elabora una filosofía política de la paz, proponiendo que el Estado recupere o rehaga su papel como proveedor de servicios, garante de derechos y seguridad, y que proteja, cuide a los ciudadanos para que no sean víctimas ni partes de poderes violentos en la sombra. Con el fin que el Estado se construya desde arriba y desde abajo, y deje siempre de llegar tarde.

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