
Lula da Silva y Dilma Rousseff durante su inauguración presidencial en 2016. Wikimedia Commons.
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Brasil ha atravesado un largo proceso de modernización conservadora a partir de la década de 1930 y hasta la década de 1980. El proceso concluyó con un cambio social, político y cultural que nos ha llevado a la democracia liberal.
Un proyecto de país estuvo subyacente, un proyecto de desarrollo e industrialización, de incorporación gradual de la población a las estructuras del Estado, en medio de tensiones y contradicciones brutales.
Una cultura nacional, en la que la samba y el fútbol, la "feijoada" (plato nacional a base de frijoles) y el mestizaje, marcan la pauta, junto al pensamiento de los intelectuales de un país moderno e integrado, universal en sus particularidades tropicales y destinado al futuro, aunque éste no sea, para algunos, necesariamente democrático.
A pesar de la adversidad, la miseria y la opresión, el éxito del proyecto fue enorme. Pero el proyecto justo se desvaneció durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), que finalmente resultó capturado.
El desarrollismo ha naufragado, lo cual no quiere decir que el desarrollo no sea aún posible y deseable. La democracia, siempre bastante oligárquica en su encarnación liberal y más aún en Brasil, avanza hacia una mayor oligarquización, aunque esto no implica que esta tendencia sea la que necesariamente vaya a prevalecer.
Los derechos han sido relegados en favor de un liberalismo social solamente preocupado por los pobres, con una amplia cobertura y enfoque, más que por los ciudadanos, si bien la aspiración por los derechos universales todavía está presente.
La cultura se ha pluralizado y, a pesar de la creatividad de las periferias, se ha vuelto más rústica y comercial, pero puede ser revitalizada y sofisticarse. Los intelectuales han perdido espacio, o incluso triunfa el fraude –en un país ya de por sí anti-intelectualista - lo cual no quiere decir que no sea posible relanzar una esfera pública y un debate inevitable, a pesar del menosprecio de los medios de comunicación oficiales y de los partidos políticos .
Si la elección de Luiz Inázio Lula da Silva dio testimonio de que vivimos en un país nuevo, desde entonces la dinámica social y política nos muestra que ahora vivimos bajo la héjira de una marca – la nueva historia de un Brasil recién estrenado. Su construcción se ha venido produciendo caóticamente, y es esto es lo que, como agentes intelectuales y políticos, tenemos que intervenir, pensando a lo grande.
En resumen, debemos reinventar Brasil, debemos reinventar la izquierda. Es necesario reinventar la izquierda brasileña.
La izquierda global proviene de dos siglos y medio de victorias y derrotas, sin siquiera saber todavía quién es. Se han intentado muchas cosas, desde el marxismo y el marxismo-leninismo hasta el anarquismo revolucionario, las variantes estalinistas y nacionalistas, las socialdemocracias reformistas y el cristianismo liberador.
Si por un tiempo estas alternativas resultaron, aquí y allá, victoriosas, hoy están igualmente desgastadas. Sobre todo, el mundo en el que se basaban ha cambiado.
Por un lado, encontramos estados cada vez más poderosos y un capitalismo globalizado, con gran capacidad para escapar a los intentos de reforma; por el otro, encontramos sociedades fluidas y plurales, con identidades y demandas más democráticas de todo tipo, cuyo riesgo es perderse en sus particularidades.
La mercantilización y radicalización de la explotación de todo en términos de beneficio – trabajo y naturaleza, cultura y, aún más, relaciones personales - está clara. Por otro lado, esto impacta negativamente en grandes sectores de la población, en todo el mundo.
Las demandas que dieron a luz a la izquierda permanecen entre nosotros. La modernidad prometió que seríamos igualmente libres y que nuestra solidaridad sería tenida en cuenta en la realización de ese proyecto.
Es decir, prometió que tendríamos el mismo poder. Esto, sin embargo, se detuvo en la formalidad de los derechos, incluidos los sociales. El comunismo fue el proyecto que quería asegurar que este poder igualitario finalmente se hiciera realidad. En consecuencia, todos podríamos ser libres, y la dominación y la opresión resultarían aplastadas.
Incluso si esto fracasó, en parte gracias a la represión y al peso del Estado, o por el consecuencialismo – el fin justifica los medios - que minó la democracia y los derechos, y ello incluso aunque su mensaje no se haya agotado todavía.
Dicho esto, debe reconocerse que el mundo es muy diferente del que Marx y Bakunin conocían. No tiene sentido volver a sus visiones relativamente simples del futuro y cómo llegar a él, a pesar de que los sectores que luchan por la justicia encuentren en sus teorías guías seguras y estimulantes.
En resumen, debemos reinventar Brasil, debemos reinventar la izquierda. Es necesario reinventar la izquierda brasileña.
Desde 2013, sabemos que la izquierda está en buena parte divorciada de lo que la sociedad espera. No es que su defensa de los derechos y sus intentos de organizar la lucha social no hayan desempeñado un papel relevante, incluso en tiempos difíciles como los vividos recientemente.
Pero si su proyecto principal ya estaba limitado, como lo demostró su rápida debacle al frente del gobierno federal, en pocos años, hoy continúa hundiéndose. Corremos el riesgo de ahogarnos todos, aunque otras corrientes intentan articular nuevas soluciones, todavía en gran medida prisioneras de tímidas perspectivas en términos de renovación.
El neo-desarrollismo se estrelló contra el muro de la realidad económica; la falta de respeto por la democracia, a pesar de los (limitados) esfuerzos participativos, resultó ser desastrosa y socavó al democracia bajo el peso del consecuencialismo puesto de manifiesto en los últimos años; no se vislumbró una nueva cultura, más allá del individualismo liberal y sus políticas sociales centradas en los pobres, ni su creciente confianza en una reindustrialización tradicional (que, peor aún, jamás llegó) y cada vez más en el retorno a la re-primarización de la economía.
¿Qué podemos hacer entonces ? ¿Podemos proponer una alternativa y una agenda contemporánea al presente? Sobre todo, necesitamos tener una visión y una estrategia (o visiones y estrategias, porque será útil tenerlas en plural), de cómo se vería el nuevo Brasil que querríamos.
Esto no puede ser, por supuesto, la receta de un pastel. Pero más allá de estas elecciones de 2018, que no cambiarán significativamente nuestra situación, debemos pensar con todo atrevimiento.
La cuestión democrática tiene que recuperar centralidad y radicalidad. A un gran costo, la izquierda ha aprendido su importancia, pero a menudo la deja de lado por falta de compromiso o debido a un consecuencialismo según el cual arreglos ilimitados nos llevarán adelante.
Con este paso, ya muestra una falta total de confianza en la ciudadanía. Para empezar, la transparencia y los mecanismos que disminuyen el poder de los aparatos, y de sus componentes, son esenciales. En todo el mundo vemos el surgimiento de lo que podemos llamar una oligarquía liberal avanzada.
Es un nuevo tipo de régimen que tiende a reemplazar a la democracia liberal, con su fuerte núcleo oligárquico, sin una solución clara de continuidad. En Brasil hemos sido testigos de sus movimientos desde el golpe parlamentario de 2016, aunque su consolidación no resulta fácil. Por lo tanto, en primer lugar, lo que es necesario es evitar sus avances. Aunque debemos ir más allá de eso.
¿Podemos reinventar la democracia? ¿O bien la democracia liberal es todo lo que podemos soñar? Sin lugar a dudas, garantizar la ley y los derechos, democratizar y dar transparencia al poder judicial, reduciendo el penalismo que lo caracteriza en la mayor parte del mundo, nos situaría en el marco de un liberalismo democratizado (aunque los abolicionismos criminales radicales no sean muy convincentes).
Sobre todo, la reforma policial y el cese de los asesinatos en masa, de negros y de clases populares, son primordiales. Las elecciones libres y la libertad de opinión y organización son, claramente, los elementos básicos de dicho régimen.
Por otro lado, podemos aumentar la intensidad de la democracia, con plebiscitos y referendos, ampliando la participación directa, combatiendo los monopolios de los aparatos de poder que controlan la "sociedad civil". Debemos des-oligarquizar la democracia.
La propia lucha democrática tendrá que sugerir qué mecanismos e instituciones serán instrumentales en esto. Sin embargo, además de la consulta directa y mayoritaria a la población, hay medidas que ya son conocidas: democratización radical de los medios de comunicación y debate público abierto, elecciones primarias en los partidos, presupuestos participativos, la organización de lo que se ha llamado los "bienes comunes" directamente por los ciudadanos y los movimientos sociales, la prohibición de la interferencia del dinero en la política y la desestatalización de los partidos.
Estos, que en todo el mundo son cada vez menos representativos, tienen que democratizarse. De lo contrario, incluso aquellos que supuestamente quieren renovar la izquierda caerán en la fosa común de las oligarquías que monopolizan el poder.
Este monopolio se opone a lo que desea una ciudadanía global emergente, y es lo contrario a lo que los anarquistas, socialistas y comunistas proyectaron al comienzo de sus movimientos para desafiar el orden político moderno. En la izquierda, el consecuencialismo tiene, por otro lado, que restringirse al máximo.
La izquierda se inclinó ante el liberalismo social, preocupándose por los pobres de acuerdo a la receta del Banco Mundial. Ciertamente, es urgente tratar con la pobreza extrema, como se buscó con la “Bolsa Familia” para hacer frente al hambre. Sin embargo, esto es muy limitado.
Debemos situar en nuestro horizonte una combinación avanzada de derechos universales y políticas sectoriales. La izquierda se inclinó ante el liberalismo social, preocupándose por los pobres de acuerdo a la receta del Banco Mundial. Ciertamente, es urgente tratar con la pobreza extrema, como se buscó con la “Bolsa Familia” para hacer frente al hambre.
Sin embargo, esto es muy limitado, divide a la sociedad y no se presenta como una política capaz de alcanzar a capas más amplias. El ingreso mínimo y un impuesto a la renta negativo, en el marco de una reforma tributaria incisiva y progresiva, tendrían un alcance social y político mucho mayor.
Resuktan cruciales la lucha contra el racismo y el sexismo, y la defensa de la pluralidad de identidades y de estilos de vida. Sin embargo, tienen que combinarse con un proyecto incisivo de universalización de los derechos en salud, educación, cultura, vivienda y muchas otras áreas, así como una concepción inclusiva y solidaria de la nación.
Durante décadas hemos estado hablando de desarrollo y en su lugar nos hemos movido hacia atrás, hacia la des-industrialización, la re-primarización de nosotros mismos y hacia el incremento de un sector terciario retrógrado.
A pesar del desarrollo relativo de la universidad y del buen progreso en algunas áreas, todavía no hemos alcanzado una gran capacidad científica y tecnológica. Una vez imaginamos que era posible tener todo el parque industrial.
Hoy, esto es impracticable. La salida es buscar nichos donde podamos competir. Si un esfuerzo continuado en el área de los semiconductores y la informática sigue siendo válido, nuestra mejor apuesta está en tecnologías aún no completamente desarrolladas nuevos combustibles y energía, biotecnología, el uso de los enormes recursos que nos ofrece la biodiversidad.
En particular, es el acoplamiento del desarrollo científico-tecnológico y una cierta reindustrialización respondiendo a demandas de derechos y tecnologías favorables a la naturaleza que debemos explorar.
El cuidado de la salud debe ser universalizado en lugar de dedicado a una cobertura amplia pero selectiva e incompleta de los pobres. Esto es crucial. También es fundamental dirigir la capacidad de producción hacia otras áreas de la economía para producir alimentos sin pesticidas, saneamiento básico y vivienda, además del fordismo de la pobreza. Estas son áreas simples en las que quizás podamos inventar nuevos procesos y usar nuevos materiales y tecnologías.
También debemos dejar atrás la concentración brutal en la industria automotriz que dobla el parque industrial brasileño. El transporte colectivo es imprescindible. Si el Pre-Salt es un patrimonio nacional, no es posible esperar la redención por el petróleo, ni mucho menos la reindustrialización del país gracias a eso.
Si la minería no puede descartarse como una fuente de recursos y riqueza, tiene que restringirse en relación con la destrucción de territorios, los llamados estilos de vida tradicionales y lo que llamamos naturaleza, ya en una dirección post-extractiva en sí misma. Nunca resulta excesivo repetir que la educación debe recibir prioridad absoluta.
Uno puede llamar a este desarrollo “sostenible” o algo más. Esto es esencialmente una forma de combinar el desarrollo económico y social, que incluye el crecimiento y la expansión del consumo de las clases populares y del mercado interno, sin subordinación al sistema financiero, con una nueva relación con la naturaleza, menos predatoria, transformadora y regenerativa a largo plazo.
Resulta inverosímil una izquierda poderosa que no sea capaz de proponer, de ninguna manera, una nueva civilización, mientras busca al mismo tiempo representar los deseos y las demandas de las clases populares y los trabajadores.
El Estado debe intervenir enérgicamente en estos procesos económicos y sociales, del mismo modo en todo el mundo. Por otro lado, avancemos hacia redes que se combinen con la economía de mercado, promoviendo las pequeñas y medianas empresas.
Esto se vuelve aún más relevante si somos capaces de articular dichas redes reuniendo las recomendaciones del avance tecnológico con la lucha por la igualdad y la inclusión. Un nuevo tipo de cooperativas puede venir de esto.
Al mismo tiempo, si queremos relanzar Mercosur, tendrá que ser a través de una integración efectiva con los otros países del subcontinente. Necesitamos una visión generosa que ayude al desarrollo industrial y científico-tecnológico de estos países para hacer que sus economías sean complementarias a las nuestras. No puede haber, en este sentido, nada parecido a un tipo de liberalismo antiestatista.
La cultura era el área, tal vez más que la política, en la que Brasil definió su proyecto como nación. Samba, fútbol, feijoada, regionalismos, "democracia racial"; el país de la alegría, la calidez y el futuro.
Hoy, somos el país de la violencia y la intolerancia; el futuro ha llegado, tortuoso. Somos totalmente modernos, pero es como si un posmodernismo difuso nos hubiera robado un horizonte de cambio, además de las luchas sectoriales, en sí mismas de suma importancia, pero insuficientes.
En gran medida, soñamos con el pasado. La cultura educada de las clases medias parece que se ha evaporado. Mandan el mercado y la mercantilización.
Los jóvenes, sin embargo, tanto de las clases populares como de las clases medias, siguen en desacuerdo con eso, y están inquietos. Ha surgido una nueva cultura popular, con nuevos lenguajes y nuevos actores, menos sumisa y "cordial" que en el pasado, con muchas satisfacciones pospuestas y aunque parecen ceder a la inmediatez, siguen siendo presa fácil del comercio y la cooptación.
La universidad se ha desarrollado de forma desigual y ha privilegiado la especialización, incluso en las áreas humanas. Además, no tiene acceso a los medios de comunicación; la esfera pública está severamente reducida.
Brasil siempre ha sido un país muy anti-intelectualista: ni la educación, ni el conocimiento, han sido altamente valorados entre nosotros. Seamos realistas, hoy esto ha alcanzado graves proporciones. El bajo nivel de cultura en general y del debate intelectual lo atestiguan.
Hay que innovar también en este aspecto. Recreando la esfera pública, acortando la brecha entre intelectuales universitarios y no universitarios, con una nueva intelectualidad periférica destacándose, reconstruyendo un pensamiento crítico y riguroso, tejiendo las huellas de una nueva identidad nacional que podría permitirnos intercambiar afectos tristes por afectos gozosos, recuperar la esperanza y reinventar nuestro futuro.
Nuevas emociones, y pensamientos racionales de un nuevo tipo, contra el anti-intelectualismo y el elitismo, el exclusivismo de identidad y la mercantilización, están a la orden del día, sin discriminación religiosa.
Una nueva civilización debe aparecer en el horizonte de la izquierda, una izquierda anti-mercantilización, plebeya pero culta, capaz de disputar el futuro, que establezca otra relación con la naturaleza y la vida.
Podemos continuar dando saltos arriba y abajo, y alguna izquierda pragmática puede volver al poder. Sin embargo, es imposible volver a lo que se ha hecho en el pasado, para bien y para mal.
Es un proyecto que se ha agotado, frente a una sociedad que, aunque confusa y sin proyectos definidos, quiere algo diferente. El escenario global también es complicado y solo con la creatividad podemos navegar hacia una mayor autonomía.
Hay varias izquierdas. Su unidad tiene que ser construida sustantivamente. Con programas y estrategias definidos, incluso pueden aliarse con el centro político, que esperamos también pueda renovarse por sí mismo y para nuestro bien.
Sin embargo, una izquierda que se concibe a sí misma en su radicalidad debe combinar la estrategia de alianzas y la flexibilidad táctica con una concepción del mundo y unos objetivos finales en los que el poder igual de todos en su autonomía - que era el proyecto del anarquismo, del socialismo y del comunismo – pueda estar en el horizonte.
Solo entonces podremos realmente enfrentar la cuestión misma del capitalismo a largo plazo. Hay muchas herencias, para coleccionarlas, hay muchas herencias, para renunciar a ellas.
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