
Un manifestante con una máscara de Guy Fawkes durante una protesta contra la corrupción cerca del Palacio Nacional, Ciudad de Guatemala. 11 de junio de 2016. AP Photo/Moises Castillo. Todos los derechos reservados.
Cuando pensamos en democracia tenemos en el imaginario un modelo político y social en el que los ciudadanos disponen de vías representativas para canalizar sus aspiraciones y propuestas; en el que el Estado responde a sus demandas, protege sus derechos y los cristaliza en políticas y programas concretos que redundan en su bienestar en los ámbitos privado y público; en el que el Estado vela porque la justicia beneficie a todos y todas en igualdad de condiciones y en el que las personas puedan participar en las decisiones que afectan su vida cotidiana.
En el mes de agosto del 2015 Guatemala, un país de aproximadamente 16 millones de habitantes, en su mayoría mujeres y pueblos indígenas, se estremeció ante el anuncio del arresto del presidente Otto Pérez Molina y la vicepresidenta Roxana Baldetti, acusados de liderar una amplia red de corrupción aduanera que vació las arcas del Estado, provocando una crisis financiera profunda.
El sentimiento generalizado era de triunfo: el pueblo de Guatemala había logrado, con su presión sostenida, derrocar a un presidente y una vicepresidenta corruptos, con lo que se abría una nueva etapa para la democracia en el país. De esto se hicieron eco los medios en todo el mundo y Guatemala pasó a ser una suerte de ejemplo democrático para la región y para el mundo - al igual que, en su momento, la Primavera Árabe.
Las manifestaciones contra la corrupción: una interpretación
Desde el mes de abril de ese mismo año 2015, las redes sociales habían coordinado una intensa campaña exigiendo la renuncia de la vicepresidenta y, posteriormente, del presidente. En la plaza central de la Ciudad de Guatemala se llegaron a concentrar semanalmente hasta 70.000 personas. Guatemala salía así del letargo y la aparente indiferencia que hasta la fecha habían mostrado especialmente las clases medias ante la corrupción desmedida en todas las esferas de la vida pública y la penetración del crimen organizado en las estructuras del Estado.
Desde que en 1996 se firmaron los Acuerdos de Paz después de 36 años de conflicto armado interno, no se había presenciado una expresión masiva de esta naturaleza en la ciudad de Guatemala, epicentro del poder político del país. El conflicto armado, uno de los más cruentos y silenciados de América Latina, dejó secuelas de terror e impunidad en todos los territorios del país. Y el silencio siguió siendo el lenguaje privilegiado del poder político y económico que se mantenía sobre la base de uno de los mayores índices de desigualdad en el continente.
Las movilizaciones - principalmente en la ciudad de Guatemala, pero también en otras ciudades del país – presentaban varias características novedosas: se convocaron a través de las redes sociales, por parte de ciudadanos de a pie (se dice que fue una ama de casa, indignada ante la impunidad y la indiferencia, quien inició la convocatoria); aglutinaron sobre todo, pero no exclusivamente, a las clases medias urbanas; las protagonizaron principalmente hombres y mujeres jóvenes, muchos de ellos procedentes del movimiento estudiantil; contaron con la participación de organizaciones sociales “históricas”, pero sin banderas particulares de sus organizaciones, gremios y sectores; confluyeron en ellas esas clases medias urbanas con otros sectores de la población con los que no suelen converger (particularmente población indígena segregada por el racismo); y aunque no participó en un primer momento, el sector empresarial del país se manifestó también en la plaza pública para exigir la renuncia del presidente. Para quienes hemos vivido la profunda estratificación étnica y de clase que ha caracterizado a Guatemala desde los tiempos coloniales, lo de “el pueblo unido jamás será vencido” proviniendo al unísono de todas estas voces se nos antojaba surrealista.
Durante años, sin embargo, en distintos puntos del país, los pueblos indígenas, las mujeres y los campesinos venían denunciando, movilizándose y organizando marchas por conseguir el reconocimiento de su derecho a acceder a la tierra, a la salud y a la educación, sin que sus voces fueran escuchadas. Como máximo, los sucesivos gobiernos cedían momentáneamente a la presión, para luego incumplir los acuerdos a los que llegaban. Durante todos estos años, Guatemala fue escenario de diálogos formales que dejaron patente, una vez más, las grandes asimetrías de poder existentes entre los sectores dominantes del país y las mayorías.
Varios, diversos y en algunos casos motivados por intereses contradictorios fueron los factores que influyeron para que esta vez las voces del descontento fueran escuchadas.
Factores diversos
Desde 2006, gracias a la presión ejercida por diversas organizaciones de derechos humanos, el gobierno de Guatemala aceptó la instalación de una Comisión de Naciones Unidas contra la Impunidad en Guatemala - la CICIG -, cuyo mandato se centra en investigar casos de violaciones de derechos humanos en el país y fortalecer a los órganos de justicia nacionales en su lucha contra la impunidad. Este organismo, que desveló casos importantes de violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado – incluido el genocidio por el que se condenó al general y expresidente Efraín Ríos Montt – ha sido objeto de ataques y de polémica por parte de sectores conservadores y nacionalistas, con el argumento que los organismos internacionales no pueden ni deben entrometerse en los asuntos internos del país. A raíz de las movilizaciones y el encarcelamiento del expresidente y la exvicepresidenta, el actual jefe de la CICIG se convirtió en un emblema de la lucha contra la corrupción, al igual que la Fiscal General, Thelma Aldana, respaldada de manera explícita por ese organismo. La CICIG expresó su apoyo a las movilizaciones durante todo su desarrollo y continúa haciéndolo en el momento presente, en el que las movilizaciones vuelven a activarse, aunque con mucha menor beligerancia.
Por su parte, la Embajada de Estados Unidos expresó también abiertamente su apoyo a las movilizaciones de la población contra la corrupción y presionó para lograr la renuncia de la vicepresidenta y el presidente. Conforme pasan los meses, es cada vez más claro el papel clave que tuvieron los Estados Unidos en este proceso y los factores que motivaron su implicación activa: los flujos de migración desde la región hacia ese país, con el conflicto motivado por las denuncias por el trato a niños y niñas migrantes; la posición del entonces presidente a favor de la legalización de las drogas, expresado en un foro de la OEA; y la necesidad de crear un clima de estabilidad en el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, El Salvador y Honduras) para impulsar la “Alianza para la Prosperidad”, son todos factores clave para establecer un clima de seguridad relativa para incentivar inversión en la región y contribuir así a poner un contrapeso a las grandes inversiones de China y Rusia en infraestructuras y proyectos extractivos.
Todo esto, a las puertas de las elecciones de septiembre de 2015 en Guatemala. Algunos sectores, entre ellos las organizaciones feministas, llamaron a anular la convocatoria de elecciones al considerar que no existían las garantías democráticas necesarias para su celebración en tanto no se impulsara una reforma de la Ley Electoral y de Partidos Políticos y no se crearan las condiciones para la participación de amplios sectores de la población. Pero el electorado se sentía fuerte, capaz de derrocar a un presidente, y con ese ánimo se volcó a votar por un candidato cuyo eslogan era “ni corrupto ni ladrón” que no tenía vínculos previos con la política y provenía de una carrera como actor cómico en la televisión y la radio. Y así fue cómo Jimmy Morales, el nuevo presidente de Guatemala, llegó al poder.
Avances y limitaciones en los tribunales
En los últimos meses, en Guatemala hemos visto avanzar la justicia en casos paradigmáticos, de manera impensable hace unos años. El caso Sepur Zarco, en el que se condenó a un ex oficial del ejército y a un comisionado militar por la esclavitud sexual de mujeres indígenas durante el conflicto armado (el único caso de este tipo juzgado en un tribunal nacional); el cese del proyecto minero de La Puya, en el que las mujeres han estado en primera línea, así como otros casos de violaciones de derechos y crímenes de lesa humanidad; la apertura de casos contra diputados involucrados en la corrupción, funcionarios y ex funcionarios de la seguridad social y otras entidades del Estado, y contra medianas y grandes empresas por evasión de impuestos. Todo esto ha abierto un panorama esperanzador para la justicia en el país, a la vez que se sigue desvelando la profundidad del deterioro del Estado y de la corrupción vinculada al crimen organizado.
Por otro lado, sin embargo, siguen sucediéndose las amenazas, encarcelamientos e incluso asesinatos de activistas y defensores de los derechos humanos, particularmente los que defienden la tierra y el territorio frente al modelo extractivo (minero, de palma africana, de grandes hidroeléctricas). Los ataques por parte de los sectores más conservadores se incrementan, particularmente contra los pueblos indígenas como responsables de obstaculizar el modelo de desarrollo que impera en la región. La criminalización de la protesta social sigue siendo una constante, a excepción de la dirigida contra la corrupción y demandando justicia.
Lo que está pasando en Guatemala refleja las paradojas de la construcción de relaciones de poder diferentes en un contexto democrático. Que los tribunales impartan justicia es saldar una deuda largamente acumulada, pero no transforma las relaciones de poder profundamente desiguales existentes en la sociedad.
La profundización del movimiento
Aplaudimos los avances en materia de justicia, pero no debemos ni podemos legitimar a un Estado construido de espaldas a un pueblo que no se siente representado. No debemos ni podemos menospreciar las movilizaciones que han logrado hacernos salir de la inercia y que siguen incidiendo en la lucha por la justicia, pero tampoco podemos dejar de preguntarnos cuáles son sus límites y cuáles de éstos obedecen a la voluntad de actores e intereses externos que confluyen en la actual coyuntura histórica.
No podemos tampoco dejar de ver que, pese al importante papel que han jugado las redes sociales convocando a la población a movilizarse, éstas no sustituyen a los movimientos sociales que se construyen en la vida comunitaria y que inciden tanto en la acción como en la formación política de los ciudadanos, en el debate y la discusión para construir una sociedad en igualdad y un planeta en equilibrio.
No podemos dejar de apreciar que estas movilizaciones no han tenido liderazgos únicos ni verticales pero que, al mismo tiempo, no hemos podido construir liderazgos colectivos capaces de orientar las energías diversas de nuestros pueblos.
En Guatemala y en cualquier lugar de la región y del mundo, el reto de transformar las relaciones de poder para poder vivir en igualdad, en el contexto de crecientes y distintas violencias y de una constante desinformación, supone, entre otras cosas, pensar estratégicamente y a largo plazo, a la vez que cuidarnos y protegernos en cada momento; supone reconocer nuestras diferencias y construir sobre nuestras coincidencias; supone transformarnos para transformar nuestras relaciones. No es un reto menor.
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