
Las amenazas al río Curilla en la Amazonía colombiana
En las márgenes del río Curilla, un pequeño afluente del Putumayo, en pleno corazón de la selva Amazónica colombiana, un grupo de indígenas Murui Huitoto se internan en la espesura de la selva para combatir el tráfico ilegal de madera con una sola arma: la palabra. English


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Este artículo fue finalista en el concurso de periodismo indígena organizado por Survival International, democraciaAbierta y El Espectador.
En 2 botes, un grupo de 15 indígenas Murui se queda contemplando por un instante la bocana del río Curilla. En ese momento, Martín Charry, uno de sus líderes, les recuerda la recomendación que le hiciera días atrás el abuelo Braulio Okainatofe, la máxima autoridad tradicional de la Asociación de Comunidades Indígenas del Alto y Medio Putumayo, Acilapp.
“Debemos tener cautela”, enfatiza Martín, repitiendo las palabras del anciano. Días antes, los indígenas se reunieron en la maloka (casa comunitaria) de Puerto Leguízamo a mambear (consumir) coca y ambil (tabaco local). Cada uno tomó la palabra y en murui (su lengua indígena) discutieron los preparativos para hacer una expedición, para verificar la denuncia que les habían hecho varias comunidades de que colonos estaban talando y robando madera de sus territorios.
Equipados con botas pantaneras (botas de agua), carpas, camisas remangadas, dos escopetas para la caza y un aparato de posicionamiento global (GPS), los indígenas todavía sienten temor de enfrentar estas amenazas en su territorio. Aun está reciente la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-FARC, y a esos territorios están llegando nuevos grupos ilegales.
Están aun latentes las muertes que dejó el narcotráfico y el control de la guerrilla por más de tres décadas, que acabó con su reciente desmovilización y la firma del acuerdo de paz con el gobierno colombiano.
Pero detrás de ese proceso quedaron varios problemas que aun enfrentan estas comunidades como la siembra de coca con fines ilícitos y la explotación de la madera. Estos son algunos de los factores, junto a la ganadería y a la minería ilegal, que están acabando sus bosques. Y con ello su forma de vida.
Esta no es la primera vez que extraños se meten a territorios de ellos, como ocurrió con la bonanza maderera en la década de los setenta y ochenta, y con la que acabó con el cedro entre los noventa y 2000.
El Curilla es un río de aguas oscuras, solitario y sinuoso, que nace selva adentro en el resguardo Predio Putumayo (el más grande del país) y que desemboca en el Putumayo. Queda a 36 kilómetros de Puerto Leguízamo y es el límite de varias comunidades indígenas Murui y Quichua.
En esa bocana es normal ver unas canoas con indígenas y colonos echando sus atarrayas. También remolcadores que bajan con remesa hacia la Amazonía profunda se acercan a la orilla cuando los nativos tienen algo para vender, como pescado y madera.
En esa desembocadura, los madereros entregan las trozas cortadas tanto del lado colombiano como del peruano a los remolcadores, que después legalizan con salvoconductos expedidos por la autoridad ambiental Corpoamazonía, con lo que pueden llevarlas río arriba.
Esta práctica ha sido históricamente una forma de blanquear la madera en este remoto lugar.
Esta no es la primera vez que extraños se meten a territorios de ellos, como ocurrió con la bonanza maderera en la década de los setenta y ochenta, y con la que acabó con el cedro entre los noventa y 2000.
Por meses, los indígenas han planeado verificar que extraños estuvieran metiéndose en sus territorios, aprovechándose para extraer sus recursos sin su autorización e ilegalmente. También querían constatar que entre las comunidades no se estuvieran corriendo los linderos y generando conflictos entre ellos.
Después de una hora, Curilla arriba, las lanchas con los indígenas encuentran vagones de madera que sobresalen por centímetros del agua. “Es achapo”, gritó uno de ellos que se acerca cautelosamente. Este tipo de árbol es una de las maderas más valiosas y explotadas en la Amazonía y es usada para la construcción de muebles, puertas, vigas y columnas. Contabilizan unos 90 bloques que calculan pueden llegar a pagar un millón de pesos (unos 285 dólares) en Puerto Leguízamo.
Recuerdan que en otro recorrido, en julio de 2017, la guardia indígena encontró en el mismo río vagones de achapo, que se taló ilegalmente en sus predios. Ellos aseguran que nadie tiene permiso para talar árboles, pero igual lo siguen haciendo.
Por ser autoridades territoriales, ellos pueden decomisar la madera al igual que el bote. Allí donde se encuentra el alijo, es el límite de las comunidades de Puntales y Quebraditas. En ambas Corpoamazonía, en los últimos ocho años, ha entregado tres licencias de aprovechamiento forestal persistente a estos resguardos indígenas.
Esto ha provocado enfrentamientos entre indígenas, ya que muchos consideran que se están sobre explotando sus bosques y con los acuerdos que han hecho con los intermediarios les ha quedado muy poco a las comunidades.
Así lo confirmó el líder de esa reservación, Francisco Charry. “Teníamos una licencia, pero la comunidad ha dicho que no más”. En Yarinal, que vive de sembrar comida y sacha inchi (una planta amazónica de la que extraen aceites y otros productos) en pequeñas chagras y de la pesca, cortaban madera por necesidad y la vendían a los remolcadores.
Sin embargo, el impacto por el descontrol de la tala ilegal ya lo sienten. A las 5 de la tarde, la expedición de indígenas instalan las carpas y dos de ellos toman sus escopetas para salir a cazar.
En la selva, los cazadores saben que en la noche los animales salen a los salados a alimentarse. Allí es normal encontrar dantas y borugas (mamíferos amazónicos), que son vitales en su alimentación. Pero en la mañana, los dos indígenas regresaron con las manos vacías.
“Ahora cazar es cuestión de suerte”, reconoció Fabio Valdez Masicaya, un anciano indígena que guía la expedición. Para él uno de los motivos de la ausencia de animales es el sonido de las motosierras. “Los espanta”, concluyó.
Territorios en disputa
Seis horas río arriba, la selva se vuelve densa. A lado y lado del Curilla se encuentran arroyos y furos (pequeños ríos tapados por la manigua), que desde el aire son imposibles de detectar.
Acá, explica Martín, el problema entre las comunidades es que no hay claridad sobre sus límites, lo que permite que unos y otros se metan sin permiso y exploten sus recursos. La lejanía y este vacío también facilitan que extraños hagan lo mismo con la madera.
En un recodo del Curilla, las lanchas se detienen sobre una de sus márgenes, en donde encuentran otro alijo. “Es perillo”, reconoce uno de los indígenas, una especie de madera muy buscada para muebles y que es comercializada hacia el interior del país. Mientras uno de ellos asegura el bote, otro grupo se adentra en la selva para verificar si hay madereros cerca.
A medio kilómetro encuentran un entable. Así le dicen a un par de viviendas de madera en donde se cortan y emparejan los árboles. Calculan que hace no menos de unos cuatro días han talado dos perillos, uno joven y otro robusto. Lo saben porque la corteza de los árboles está fresca, moribunda.
“El perillo es una especie que se le está dando duro”, reconoce Martín, quien dice que con su corte están afectando la cadena alimenticia de unos micos que comen de sus frutas y que han ido desapareciendo de esa región.
El descubrimiento de ese entable saca a flote el conflicto que tienen las comunidades Kaiyano, La Quebradita y La Samaritana. Un nativo que integra la guardia asegura que este no ha sido acordado con ellos. “El acuerdo que tenemos es que lo que se saque del caño (río Curilla) debe ser hablado con las tres comunidades. Nos preocupa que se esté trabajando sin legalizar el territorio”, comentó el indígena que conoce estas tierras.
Para ellos, la madera que se encuentra en ese entable fue talada ilegalmente, debido a que es un territorio en disputa y que para su extracción era necesario llevar a cabo un proceso de consulta previa que nunca se realizó.
Tienen claro que la madera se está acabando, y con ella la selva. Esta es su última oportunidad de protegerla.
Muy cerca de allí, a una hora de donde se encontraron el entable, queda el campamento principal del aprovechamiento forestal de La Quebradita, aprobado en febrero de 2017 por Corpoamazonía. Es una casa rústica rodeada de arrumes de bloques de madera secándose al sol. Allí encuentran a Arcesio Carvajal Hurtado y su esposa. Él es el administrador del campamento.
Luis Alberto Cotte Muñoz, quien va con la guardia y es el encargado del área de territorios de Acilapp, le explica que muy cerca encontraron otro entable con madera que ellos suponen es ilegal. Martín cree que los bloques que sacan de esta zona los estarían legalizando con salvoconductos de otros territorios.
Arcesio se defiende asegurando que están aserrando perillos y achapos de sitios autorizados. “Todo es legal”, masculla. Sin embargo, aseguró que sus trabajadores encontraron río arriba, a una hora caminando, una trocha grande que va hacia La Samaritana, otro resguardo, y que por allí han visto madereros ilegales.
Tanto Martín como Luis Cote le advierten que deben avisar a las comunidades sobre los cargamentos que van a sacar por la bocana, porque seguirán con los controles. Mientras tanto algunos de la guardia revisan el lugar y toman las coordenadas, para verificar lo que dice el maderero.
Abandonan el sitio con la intención de encarar a los indígenas quichuas, dueños del aprovechamiento, y poner en conocimiento ante la autoridad ambiental, la tala ilegal que han visto. Tienen claro que la madera se está acabando, y con ella se acaba la selva. Esta es su última oportunidad de protegerla.
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Video- https://www.youtube.com/watch?v=ZpChi5TFKQY&list=PL5X4WtwZ_ck3dyiAsAwUq47w96xda4YSZ&index=2&t=14s
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