En las próximas elecciones del 20 de diciembre de 2015 podemos encaminarnos a una prueba fundamental para España, única en su historia. Pues la verdad es que nunca ha logrado nuestro país hacer una experiencia democrática capaz de interpretar la historicidad inherente a las constituciones. Nunca, desde este punto de vista, se ha logrado revisar un consenso constitucional, ni reeditar un poder constituyente reflexivo de su propia obra. La derecha española, desde Cánovas, ha entendido las constituciones como un katechon para cosificar las instituciones y obstaculizar una democracia capaz de autocorrección. Eso ha producido una naturalización de las constituciones, como si fueran expresiones definitiva y últimas de la sociedad española, lo que ha generado una experiencia continuada de desgaste, degeneración, mutación, parálisis, bloqueo y, finalmente, desafección institucional, que ha sido respondida por irrupciones desestabilizadoras y explosivas en momentos de extrema desesperación popular y ciudadana.
Sin embargo, la derecha española ha preferido siempre esperar estas confrontaciones –en las que se maneja bien- a enfrentarse a las complejidades de la vida histórica y asumir hábitos de flexibilidad y de evolución, que por lo general ha interpretado como debilidad, y ha asociado a la pérdida de oportunidades, sentido de su misión histórica e identidad nacional. En el 20D pueden formarse mayorías de fuerzas políticas que consideran que las instituciones españolas no pueden persistir por más tiempo sin cambios y actualizaciones. En este sentido, no van a ser unas elecciones convencionales. Si la ciudadanía alcanza la conciencia adecuada del kairós, pueden convertirse en unas elecciones históricas.
La cuestión reside en precisar la índole de esas fuerzas y la índole de esos cambios. Excepto el PP, todos los actores han asumido que las reformas son inaplazables. Con ello, el partido de Aznar y de Rajoy cumple en la presente situación la misma función retardataria que tuvo Arias Navarro en las movilizaciones entre 1975 y 1977 y Alianza Popular en las Cortes Constituyentes. Esa incapacidad de cambio, inmune a los procesos generacionales y a las transformaciones económicas y sociales, no puede ser gratuita y ha de recibir un castigo popular en las urnas. Pero conviene identificar que esta posición de la derecha española no es caprichosa ni arbitraria. Tiene profundos motivos históricos. Responde al hecho de que cualquier cambio en la arquitectura institucional española, percibido como conveniente por muchos ciudadanos, afecta de forma fundamental a los intereses materiales, económicos y sociales, representados por el PP.
Pero que existan núcleos de intereses que no pueden renunciar a una posición privilegiada respecto del Estado –porque en realidad forman un capitalismo de Estado que beneficia a las grandes empresas privadas- ya es un síntoma de lo ilegítimos que pueden llegar a ser esos intereses y de lo opuestos que resultan a las aspiraciones ciudadanas. Las reformas que necesita la democracia española no son únicamente asuntos de técnica constitucional, ni sólo de diseño institucional, sino de poner las instituciones al servicio de los intereses materiales de la ciudadanía. De toda ella. De sus empresarios productivos, cansados del juego sucio de tantos ventajistas cercanos al poder, de sus autónomos, de sus profesionales, de sus funcionarios, de sus familias, de sus pensionistas, de sus parados, de sus dependientes, de sus huéspedes extranjeros, sobre todo de los hermanos latinoamericanos y de los paisanos magrebíes. La reforma institucional por tanto debe afectar a la constitución económica de España y esto significa al centralismo económico que concede al Gobierno una enorme capacidad de gasto discrecional en inversiones que privilegian los grupos cercanos al poder.
En esta situación histórica, Podemos ha logrado algo muy importante: identificar varios miles de españoles que constituyen una nueva militancia política, que tienen una mirada más certera sobre el Estado y sus déficits de modernización y que están en condiciones de desplegar la suficiente pasión subjetiva. Ese capital político solo se mantendrá si Podemos ofrece garantías de producir una verdadera novedad política. Pero sin poner en cuestión el centralismo económico del Estado, y su capitalismo político específicamente diseñado para grandes intereses corporativos, no habrá evidencias de que se propone otra política. Sin esa decisión es objetivamente ineludible que se imite lo que ya hay.
Que Podemos sea visto como un subrogado de los viejos partidos será letal para la empresa que debe promover. Pues de todas las cosas importantes que han de cambiar en España ninguna tan urgente como una nueva distribución del capital social general mediante una reforma radical del presupuesto, que ha de revisar una a una todas las partidas hasta la letra pequeña. Tal cosa no se conseguirá sin reforzar la base democrática del poder político y su capacidad de configurar gobierno. Es la propia estructura del presupuesto lo que impide atender de manera adecuada las exigencias y los intereses materiales de la población española. Y es esa misma limitación estructural la que está condicionando de forma insuperable la solución del problema catalán. Cambiar esta política sólo será posible si alguna fuerza encarna los intereses de las clases populares y logra imponer una nueva dirección.
Nadie ha estado nunca tan cerca de lograrlo como Podemos. Porque a su capacidad de movilizar ciudadanos conscientes ha unido su firme voluntad de no distraerse hacia objetivos ideológicos que jamás podrán ser ganadores ni mayoritarios. No hay que olvidar la gran lección de la Transición. Que las clases desfavorecidas y oprimidas, las verdaderas clases populares, son las que más anhelan seguridad y las más atravesadas por el miedo. Ser capaz de alentar los cambios verdaderos en favor de sus intereses y al mismo tiempo responder a su anhelo de seguridad es la hazaña de una formación política capaz de dirigir a su pueblo y de superar las contradicciones entre sus necesidades y sus sentimientos.
Podemos debe ser no sólo el defensor de este discurso, como agente pedagógico de la ciudadanía española, sino la fuerza política capaz de garantizar el máximo de su cumplimiento para millones de españoles, que saben que otros partidos asumirán este discurso de forma minimalista o inercial. En este sentido, es alentador que Podemos haya sabido reconocer la estructura plurinacional española, porque este es el verdadero fundamento de una economía descentralizada, que no mire solo a esas grandes empresas de Estado que, al margen de todo sentido de competencia leal, viven de las concesiones del BOE. Podemos es el único partido capaz de explicar con claridad ante los españoles que los agentes españoles del neoliberalismo internacional no pueden conceder que la democracia avance en España porque no pueden vivir sin esa alianza entre poder político central e intereses económicos espurios. Podemos me parece la fuerza política plural que podrá articular lo que no hemos logrado desde el siglo XIX, una articulación flexible y leal de centro y periferia.
En este sentido, Podemos, utilizando las mejoras políticas (cambios de ley electoral, reforma federal, reforma de la justicia, de la educación), ha de ser el partido más dispuesto a poner las instituciones al servicio de los intereses materiales, profesionales y culturales de nuestra gente. Podemos debe ser el partido capaz de comprender y hacer comprender la complejidad del cambio necesario: reformar la constitución política de España para reformar la constitución económica de España. Sin avanzar en ambas, seremos un país dominado doblemente por instancias económicas y políticas legales, sí, pero arcaicas e ilegítimas. Por todo ello, Podemos debe ser el partido que haga de estas unas elecciones excepcionales y a la vez normales, ese doble carácter que siempre tiene la democracia cuando es auténtica, conecta con los anhelos ciudadanos y es capaz de evolucionar con la historia.
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