

Grabado del siglo XIX. Wikimedia Commons / FS Church. Public domain
Las políticas de drogas están hoy en discusión y sobre todo en crisis.
Su objetivo declarado era establecer una política de control de una serie de sustancias peligrosas para prevenir conductas adictivas que estas sustancias despiertan en quienes las consumen. Tan peligrosas fueron consideradas las sustancias, que la mejor forma de asegurarse de que las personas se mantengan alejadas de ellas fue declararlas ilegales, y que su adquisición, tenencia o consumo pasara a ser considerado un delito. Esta concepción moral de las sustancias en sí mismas y de la degeneración de las poblaciones asociadas al consumo acompañó este andamiaje y justificó su persecución y discriminación. Una política de prevención radical.
Pero las cosas no eran tan simples como parecían en el plan, que fue activamente promovido por Estados Unidos durante todo el siglo XX. Con el tiempo más y más capas oscuras se han ido desplegando en casi todo el mundo. Si bien no es autoevidente, existen vínculos profundos entre la política de prohibición de drogas y la tasa de encarcelamiento en el mundo, la tasa de contagio de HIV, la militarización de la seguridad en las Américas, el retorno de la practicas de desapariciones forzadas en México, la falta de acceso a tratamientos para el dolor en enfermos terminales, el control social sobre sectores marginalizados de la sociedad… todo lo anterior relacionado con fuertes desbalances en las cargas internacionales de una guerra condenada al fracaso desde su inicio.
Por qué las organizaciones de derechos humanos de América Latina se preocupan por esto? Por que organizaciones feministas opinan sobre el tema? por qué dirigentes campesinos también lo hacen? Por qué un creciente número de académicos de los más prestigiosos centros de producción de conocimiento levantan alertas a decisores políticos?
En América Latina, es porque la situación se expone dramáticamente. El sostenimiento de la prohibición implicó una serie de acciones centradas en sanciones penales y en acciones policiales y militares para combatir el narcotráfico. El mandato es parar la salida de drogas a Europa y América del Norte para impedir su consumo. Esto ha impactado en numerosas comunidades que se encuentran afectadas directamente, ya sea por su localización geográfica en relación a las rutas de tráfico o por las condiciones climáticas favorables para el cultivo, entre otras. Así, estas comunidades se han visto atravesadas por niveles de violencia en algunos casos equivalentes a una guerra civil, y las vidas perdidas en los últimos años se cuentan en decenas de miles. También han vuelto a producirse hechos como la tortura sistemática, o las desapariciones forzadas, prácticas que en América Latina tienen un triste antecedente en los regímenes militares de la década del ’70 y ’80. Ahora bien, pese al crescendo incesante que existe en la utilización de las fuerzas de seguridad, las fuerzas armadas, patrullajes terrestres y marítimos, helicópteros, radares, armamentos más y más sofisticados, todo ello no ha sido eficaz en el objetivo que estas políticas se fijan, la reducción de la oferta de sustancias prohibidas.
Las organizaciones criminales que dominan estos mercados ilegales siguen operando y reemplazan a sus miembros muertos o encarcelados. La capacidad de penetración institucional del crimen organizado en las fuerzas de seguridad, en las instituciones políticas y de justicia se ha mostrado muy alta, sobre todo debido al altísimo lucro que los mercados ilegales dan a estas organizaciones.
En regiones de producción y tránsito como América Latina, el consumo también ha empezado a ser una variable de preocupación. El alza de consumo local genera preocupación en la sociedad. La sociedad reacciona con temor, identifica al consumo de drogas como la causa de la inseguridad y el delito (dejando de la lado la inequidad social y otras causas estructurales) y desarrolla acciones punitivas y de control. Estas acciones penales y las leyes vigentes producen una asociación directa entre droga y delito, que –sin contar con un sustento empírico riguroso- sostiene y justifica la criminalización de los consumidores, particularmente entre los sectores pobres.
Las huellas de esta problemática se han extendido tan profundamente en los países latinoamericanos, que numerosas organizaciones sociales trabajando en derechos humanos, en barrios o comunidades, en cárceles, en temas de justicia, o de salud han ido encontrando en su trabajo cotidiano situaciones serias que tienen una raíz en común: su relación con las leyes control de drogas.
El CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales) es una organización de derechos humanos de Argentina con larga tradición en el trabajo en políticas de seguridad, justicia y cárceles. A mediados de los 2000, mientras realizábamos una investigación sobre la violencia en cárceles de mujeres, nos encontramos con cárceles en el norte del país que estaban pobladas en su totalidad por mujeres que habían sido detenidas en la frontera con Bolivia con pequeñas cantidades de droga. Ellas constituían el 100% de la población en esas penitenciarías, y todas ellas estaban condenadas (o esperando ser condenadas) por el mismo delito: tráfico de estupefaciente. Todas recibirían la misma pena de 4 años y medio de cárcel.
La incidencia de los delitos de drogas en el encarcelamiento de mujeres se ha disparado desde mitad de los 90 en todos los países de América Latina. En Argentina, Brasil, Costa Rica y Perú, más del 60% de la población carcelaria femenina está privada de libertad por delitos relacionados con drogas.
En algunos países los aumentos registran niveles exhorbitantes.
La poblacion de mujeres privadas de libertad en Colombia creció en un 459% entre 1991 y 2014 (168 puntos más de lo que creció la masculina). En México el número de mujeres presas por delitos federales se ha incrementado en un 400% desde 2007. En Argentina la población de mujeres encarceladas por delitos de drogas aumentó 271% entre 1989 y 2008. En Brasil se produjo un crecimiento del 290% e entre 2005 y 2013.
Las fuerzas impulsoras que están detrás de las tasas exorbitantes de encarcelamiento son la expedición de leyes de drogas extremadamente punitivas y la imposición de penas desproporcionadas.
Del mismo modo el trabajo en el área de justicia y seguridad desde derechos humanos muestra claras dinámicas de relación con las leyes de drogas que son imposibles de pasar por alto. Las políticas contra el narcotráfico han llegado casi a monopolizar las discusiones sobre seguridad en muchos países, introduciendo lógicas de acción policial y militar que han recrudecido los niveles de violencia. El uso de fuerzas armadas en México, Centroamérica, la ocupación territorial de favelas en Brasil y de zonas rurales de cultivo en Perú -con todas las violaciones a los derechos humanos que traen aparejadas- han definido nuevas formas de intervención en seguridad, confundiendo sus límites con la defensa nacional bajo la doctrina de las nuevas amenazas. Aún los países que no sufren situaciones de violencia tan extremas, también han cambiado la impronta de sus políticas de seguridad debido a la amenaza del narcotráfico.
Como resultado, las detenciones policiales, el debilitamiento del debido proceso, el uso de la prisión preventiva y la desproporcionalidad de las sentencias en delitos de drogas son todos fenómenos que con distintos grados se manifiestan en la mayoría de los países. Los resultados son el agravamiento de la sobrepoblación carcelaria, el taponamiento de los sistemas de justicia, y la concentración del sistema en los actores más bajos en la cadena de tráfico: consumidores, pequeños vendedores locales y micro-traficantes. Estas son las personas que terminan poblando las cárceles sin reducir ni mínimamente las dinámicas de los mercados ilegales, que los reemplazan por otras personas sin pérdida de tiempo y siguen operando.
Y sin embargo, todo este despliegue punitivo para reducir el tráfico de drogas no ha tenido un correlato en el área de salud, en donde se siguen registrando falencias enormes en la atención sanitaria a las personas que buscan ayuda. ¿No partían todos estos esfuerzos de la preocupación que genera el impacto del consumo de drogas en la salud? ¿Por qué los países gastan más del 95% de sus recursos en la persecución penal?
El fracaso del sistema de control tampoco ha generado en América Latina una reflexión seria sobre las dinámicas de relación de las propias instituciones del estado (policías, justicia, políticas) con los mercados ilegales y su regulación informal. Los enormes flujos de dinero han implicado la penetración de muchos de los actores estatales, lo que plantea un desafío mucho más complejo que incluye, por ejemplo, la necesaria reforma de las instituciones policiales. Hoy sería difícil trabajar para desarrollar políticas democráticas de seguridad en América Latina sin abordar estas cuestiones.
El número de organizaciones que han comenzado a reflexionar y cuestionar el régimen internacional de control de drogas en la región es creciente. Su naturaleza es también cada vez más diversa.
El debate internacional sobre la eficacia del régimen de control existente aborda sólo parcialmente estas consecuencias de la implementación del sistema. No hay todavía una aceptación plena de la responsabilidad del marco normativo internacional en las situaciones que se han generado. El sistema internacional parece querer sostener la idea que la discusión sobre políticas de drogas es una discusión sobre las drogas.
Y lo que la realidad muestra es que esta discusión de políticas de drogas es en verdad una discusión sobre salud, sobre bienestar, sobre justicia, sobre derechos, sobre desarrollo y sobre equidad. Tenemos frente a nosotros un modelo prohibicionista que ha servido para ampliar la violencia y las brechas sociales, las inequidades económicas, las diferencias políticas y las asimetrías internacionales. El sistema internacional debe intentar intervenir en los términos de intercambio de este negocio, y los estados dejar de apelar al flagelo de la droga para justificar acciones que violan los derechos humanos.
La caja de Pandora ha sido abierta hace tiempo y los males se han diseminado, pero si nos fijamos en el fondo allí ha quedado la esperanza. La esperanza de lograr un cambio en un sistema que ha ocasionado daños mucho mayores de que los pretendía evitar. Existe una oportunidad de replantear lo que no funciona y de discutir alternativas. La cantidad y variedad de voces que se suman a este debate da la idea de que el consenso ha sido quebrado, y que es tiempo de pensar en cambios.
Este artículo se publica como parte de una alianza editorial entre openDemocracy y CELS, la organización de derechos humanos argentina que despliega una amplia agenda, incluyendo la defensa y promoción de políticas de drogas respestuosas con los derechos humanos. La alianza tiene lugar coincidiendo con la Sesión Especial Sobre Drogas de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS).
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