
Bajo el signo del estrés
El estrés se ha mercantilizado. Pero el estresismo no aporta soluciones a los problemas estructurales de la vida moderna - particularmente los que afectan de manera especial a las mujeres. English

El jueves pasado traje a mi esposo de vuelta a casa. Tiene 81 años y sufrió un infarto leve en marzo. Esta vez estuvo tres días en el hospital y nadie supo decirnos qué era lo que le pasaba. A la mañana siguiente, manifestaba los mismos síntomas que el día que acudimos a urgencias. Yo, por otra parte, estaba peor: me dolía la garganta y esa noche tuve algo de fiebre.
Desde que el año pasado nos mudamos de Filadelfia a Ann Arbor tras el accidente cerebrovascular de mi madre de 96 años, mi esposo ha ido progresivamente dependiendo más de mí y yo he ido asumiendo el papel de única responsable de mi madre. Por la noche, mientras tosía y daba vueltas en la cama, traté de no pensar en cómo todo se vendría abajo si yo enfermara de gravedad o si me moría.
¿Estaba yo "estresada", por decirlo en términos modernos? Supongo que la respuesta sería que sí. Hoy en día es habitual describir así las reacciones ante situaciones difíciles. Hoy recurrimos al estrés para explicar los efectos de prácticamente todo, desde la guerra hasta un exceso de correo electrónico en la bandeja de entrada.
Entre 1970 y 1980, más de 2.000 publicaciones académicas llevaban "estrés" en el título; entre 2000 y 2010, hubo más de 21.000. Como señala el historiador Charles Rosenberg, desde el advenimiento del industrialismo, los estadounidenses han tenido a su disposición una variedad de opciones para explicar la relación entre un ritmo de vida acelerado y las enfermedades - una historia de progreso y patología.
El estrés figura ahora en el centro de esas explicaciones. La investigación biomédica se centra hoy en el impacto del estrés en el sistema inmunitario, aunque todavía no hay evidencia suficientemente sólida que permita afirmar que existe una relación de causa y efecto entre los dos.
En el siglo XVIII, cuando el filósofo y estadista Alexis de Tocqueville viajó a Estados Unidos, elogió el individualismo estadounidense, pero también expresó el temor de que, a la larga, los estadounidenses pudiesen llegar a pensar que "todo su destino estaba en sus propias manos".
Pareciera que hoy muchos de nosotros nos hemos tragado esto junto con nuestro batido diario de col rizada. En 1980, el economista Robert Crawford acuñó el término "saludismo" para denominar la tendencia, que se daba entonces mayormente entre las clases medias, a que el mantenimiento de la salud se estuviera convirtiendo rápidamente en una responsabilidad universal y un imperativo moral.
En décadas posteriores, el estrés ha llegado a ser considerado el principal enemigo en la lucha por mantenerse saludable, y todo, desde el cáncer hasta el exceso de mensajes de texto, es merecedor del calificativo "estresante". Lo cual ha sido una bendición tanto para los anunciantes como para los gurús de la autoayuda.
"Relájese, cómprese un sillón de masaje, coma mejor, concéntrese en la respiración y adquiera una estera de yoga de color pastel". La mercantilización del estrés se adapta cómodamente al capitalismo
"Relájese, cómprese un sillón de masaje, coma mejor, concéntrese en la respiración y adquiera una estera de yoga de color pastel". La mercantilización del estrés se adapta cómodamente al capitalismo y el énfasis en las soluciones individuales para problemas que son en realidad sociales y políticos encaja perfectamente con el vínculo histórico de las democracias liberales con el individualismo y su prima hermana del siglo XX, la realización personal.
En mi libro Una nación bajo estrés: el problema del estrés como idea, definí el estrés como la “creencia de que las tensiones de la vida contemporánea son principalmente problemas individuales, de estilo de vida, que deben resolverse mediante la gestión del estrés, en contraposición a la creencia de que estas tensiones están vinculadas a fuerzas sociales y deben resolverse principalmente a través de medios sociales y políticos”.
Al centrarnos en el estrés que 'experimentamos', lo que hacemos es adiestrar nuestra atención en encontrar maneras de 'desestresarnos' en lugar de examinar y tratar de transformar las condiciones subyacentes, que son las que hacen que experimentemos estrés en primera instancia.
Un problema central del debate sobre la necesidad de hallar un equilibrio entre la vida laboral y familiar es que suele colocarse "trabajo" y "vida" en lados opuestos de la balanza.
El estrés, de este modo, sirve a un propósito social maligno. Una vez que digo que estoy "estresado", se me aconseja meditar o dar un paseo, o encender velas aromáticas, o sumergirme en un baño de burbujas. Por supuesto, cualquiera de estas opciones puede hacerme sentir mejor a corto plazo y no estoy sugiriendo que dejemos de tratar de cuidarnos si disponemos del tiempo y de los medios para hacerlo, pero son en realidad remedios superficiales para problemas estructurales profundamente enraizados.
Cuando los psicólogos describen sistemáticamente la pobreza como un factor estresante, lo que alientan son intervenciones a nivel del individuo. Andrew Solomon lo propuso en el New York Times hace ya algunos años: dado que la pobreza es deprimente y muchas personas pobres están deprimidas, ¿por qué no tratar a las personas pobres por depresión?
En nuestra cultura terapéutica, en una época en que muchos de los problemas de la vida se definen como enfermedades mentales, ya no puede sorprendernos que fenómenos como la pobreza se medicalicen de este modo. La pobreza puede sin duda ser deprimente, pero los antidepresivos no son ningún remedio para la pobreza.
Otro ejemplo de la manera cómo nuestra perspectiva centrada en el estrés oscurece la visión de las condiciones sociales que lo producen son los debates sobre el estrés que sufren las mamás trabajadoras, en los que inevitablemente se plantea la necesidad de la siempre difícil 'conciliación entre la vida laboral y familiar'.
Dicha conciliación se considera esencial si lo que se quiere es evitar que las mujeres les griten a sus hijos o le nieguen el sexo a sus parejas. "Cuídate y lidia con tu estrés para poder seguir cuidando a los demás" es el mensaje que empezó a circular en los años 80, cuando el número de mujeres blancas de clase media que ingresaban en el mercado laboral en Estados Unidos empezó a crecer cada vez más.
Fue éste un período en el que la figura de la "supermujer" y de la "supermamá" estaban a la orden del día. El tema de las mujeres y el estrés se fue calentando en los años 90: las revistas de mujeres iban llenas de artículos advirtiendo de que los intentos de "hacer malabarismos" o de "equilibrar" las demandas del hogar y el trabajo podían perjudicar seriamente la salud física y/o mental de las mujeres, a menos que "gestionasen su estrés".
Aparte de alguna referencia esporádica a la necesidad de políticas laborales más 'amigables' para las familias, esta narrativa omitía describir las fuerzas sociales que afectaban a las mujeres que intentaban 'tenerlo todo' - fuerzas entre las que se contaban, y todavía se cuentan, el componente de género de las labores de cuidado y el carácter falocéntrico de los lugares de trabajo. Y aunque las mujeres pobres llevan siglos trabajando fuera del hogar, su "estrés" ha sido por supuesto sistemáticamente ignorado como tema de interés público.
Joan Williams, directora del Centro para la Ley de Vida Laboral de la Universidad de California, señala que hoy en día los lugares de trabajo de oficina están todavía diseñados para el trabajador 'ideal' (hombre) que dispone de una esposa que gestiona la vida doméstica y sus dramas entre bastidores. Y el historiador Michael Kimmel sugiere que, para los hombres, pasar un máximo de horas en la oficina es el equivalente contemporáneo a lo de talar árboles y matar osos de la época de los pioneros.
El exceso de trabajo es la nueva actividad de los hombres machos. Y si resulta que las mujeres están 'estresadas' por tratar de gestionar sus expectativas laborales en expansión además de las intensas demandas de una maternidad responsable del siglo XXI, será mejor que encuentren formas rápidas de aliviar su estrés para no alterar el status quo.
Un problema central del debate sobre la necesidad de hallar un equilibrio entre la vida laboral y familiar es que suele colocarse "trabajo" y "vida" en lados opuestos de la balanza y las mujeres en el eje.
El "estrés" que experimentan todas las familias trabajadoras de cualquier grupo socioeconómico se aliviaría enormemente si las labores de cuidado se valoraran en términos éticos, políticos y económicos. Este tipo de valoración orientaría las políticas públicas en el sentido de apoyar adecuadamente la función del cuidado de jóvenes, ancianos y discapacitados, responsabilidad que ahora asumen mayoritariamente las mujeres.
La reestructuración de los lugares de trabajo permitiría un nivel de equilibrio trabajo/vida con el que las familias ahora solo pueden soñar, al menos en Estados Unidos.
El permiso familiar remunerado ya no sería una utopía fruto de la imaginación popular. Y las personas que realizan labores de cuidado ganarían salarios más altos, lo que haría posible esperar disponer de suficientes cuidadores remunerados para atender al creciente número de personas mayores que van a necesitarlos.
La idea del estrés ofrece un marco para hablar sobre nuestra vulnerabilidad, pero no nos ayuda a hacer mucho más que quejarnos de las presiones que tienen que soportar las clases medias y a agarrarnos a remedios temporales.
Actúa como contrapeso estabilizando el status quo y nos impide emprender colectivamente algo potencialmente más desestabilizador como sería llevar a cabo el cambio social estructural que se precisa para reducir las angustias humanas creadas por unas condiciones sociales adversas.
¿Qué pasaría si, como sociedad, adoptáramos la idea de vulnerabilidad universal que la jurista Martha Albertson Fineman define como "un aspecto permanente de la condición humana que debe situarse en el corazón de la responsabilidad social y estatal"?
Adoptar este principio limitaría nuestros esfuerzos por rediseñarnos potenciando en su lugar los esfuerzos por modificar realmente el tejido de la sociedad.
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