En este contexto, el clima político y social en Ecuador y Chile se nutre del descontento y sobre todo, de los estragos causados por esas políticas monetaristas de largo alcance, que promueven a ambas partes del espectro político, políticas de austeridad que impactan negativamente en los fondos públicos en materia de bienestar para sus ciudadanos, en sectores fundamentales como educación o salud.
Al hablar de desarrollo económico, las interpretaciones del ejercicio de los gobiernos se tornan sesgadas. Chile había sido considerado como un caso paradigmático en América Latina. En cifras de la CEPAL se mostraba un crecimiento alentador de la economía chilena con 1.5% en 2017 y 3.9% en el 2018.
En el mismo hemisferio sur, pero en otro continente, un caso paralelo es el de la India, cuyos niveles de crecimiento son aplaudidos mundialmente. Sin embargo, al observar los indicadores macroeconómicos se pasan por alto los índices de desarrollo humano, es decir, los datos referentes a la calidad de vida de la población, en cuanto a promedio de vida, acceso a la salud, educación y en general, a la posibilidad de tener un digno nivel de vida.
Es en estos indicadores, y no en los del mero crecimiento económico, donde Chile y Ecuador, así como otros países de la región, están en deuda con sus ciudadanos, quienes experimentan un deterioro crecientemente importante de sus condiciones cotidianas.
En el caso de Ecuador, con un crecimiento económico menor, 2.4% y 1.3% en 2017 y 2018, se reitera la problemática de índices de desarrollo humano deficientes en un contexto donde Lenin Moreno, el presidente, permite que sean los organismos financieros internacionales los que tracen la ruta de la economía interna. El llamado “paquetazo”, que contenía la eliminación de subsidios a combustibles y la precarización de las condiciones laborales de los trabajadores incorporaba, en contraste, prerrogativas para el sector empresarial como la devolución de tributos a exportadores o la supresión de impuestos a las importaciones de tecnologías.
El resultado de estas políticas económicas ha sido un rezago social para amplios sectores de la población, entre ellos, grupos indígenas despojados de tierras para entregarlas a las grandes compañías petroleras o a las mineras.
Sin embargo, frente a los embates del Estado, que claudicó en el contrato social con sus gobernados, la resistencia de los trabajadores, indígenas y jóvenes en Ecuador y Chile así como Haití, y de forma menos efervescente en Argentina, le recuerda a los gobiernos que no pueden seguir gobernando desde la cúpula y para las élites. Sus movimientos de resistencia son una afirmación de sí mismos como actores políticos y demandan al Estado que los incorpore como interlocutores imprescindibles.
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