
Activistas en la Corporación Casa Mía en Medellín, Colombia. Corporación Casa Mia. Todos los derechos reservados.
Son las 11,30 de la noche y estoy sentada en el suelo del departamento do Dorian y Ximena Quintero en la ciudad colombiana de Medellín. Ambos coordinan un grupo de base de la sociedad civil llamado Corporación Casa Mía. La gata Sofía se despereza mientras aprendo lecciones de la vida de David, que es otro miembro del grupo (no uso su apellido para protegerlo).
En estos momentos, en Colombia, todo el mundo habla del rechazo, después de 52 años de guerra civil, al acuerdo con las guerrillas de las FARC por parte de una pequeña mayoría de los que fueron a votar en el plebiscito. Pero, de alguna manera, hay razones para un poco más de optimismo cuando quien defiende la paz es un joven de 24 años que pasó casi toda su adolescencia trabajando como sicario. Tras participar en el programa de rehabilitación Casa Mía, David se dedicó al sector de las soluciones de energía solar. “El trabajo más duro es el de encontrar la paz interior” —me dice— “me dedico a eso cada día”.
Durante muchos años, Medellín fue uno de los puntos focales de la guerra que mató a 260.000 personas y desplazó internamente a millones. Ante la ausencia de cualquier gobierno efectivo —junto a la contribución activa del gobierno a la violencia—, muchos residentes se movilizaron a través de sus propias asociaciones de base de sociedad civil como Casa Mía, establecida en 1993. En palabras de Dorian, no había una gran visión de conjunto detrás del grupo, sino únicamente “el ritual de los abrazos, el afecto, el lenguaje alternativo, un código de honor, y un compromiso con la vida”.
Dorian tenía 14 años cuando se desplazó, por su cuenta, a Medellín. Su barrio era una zona de guerra donde se vio a sí mismo “recogiendo mis amigos en la calle”. Pero los miembros de Casa Mía lo protegieron, de la misma manera en que él protegió a los que vinieron después como David, que se unió al grupo hace cuatro años. Dorian prosiguió su relato:
“Cuando los jóvenes entran en un conflicto se sienten raros, separados y profundamente solos. Necesitan abrazos, necesitan que alguien les apoye y confíe en ellos. La crisis de nuestra sociedad no está solo basada en la desigualdad, la pobreza y la violencia, sino más bien en una crisis de valores, en una pérdida del sentido de comunidad, en la desaparición de nuestra capacidad de confiar el uno en el otro. Nuestra sociedad está herida en cuerpo y alma. Necesitamos urgentemente recomponer la trama del afecto, llenarnos de amistad, trabajo compartido y felicidad”.
En el contexto de la violencia en Colombia, el reto más complicado al que se enfrenta la gente es al reto del perdón. “Los paramilitares mataron a mi hermano”. No se puede enseñar a perdonar. En cambio, Casa Mía intenta crear espacios seguros donde el perdón, y en particular en auto-perdón, sea posible, y utilizar eso como fundamento para una vida diferente.
Para guiarlos, han adoptado como guía la expresión Quechua Sumak Kawsay, que traducido al español quiere decir Buen Vivir. Es un concepto que apareció en las cosmovisiones de los indígenas de América Latina, y que entiende la experiencia humana como algo totalmente integrado con la naturaleza y con el resto de la comunidad. Para los miembros de Casa Mía, el Buen Vivir en común se ha convertido en una práctica constante, tanto como objetivo de su actividad como en los medios que utilizan para alcanzarlo.
Para promover esta visión, el grupo se apoya fuertemente en el simbolismo y en la educacion experiencial. Desde fuera, la oficina se parece a cualquier otra casa del vecindario, pero la puerta está permanentemente abierta. De pie, frente a la puerta, uno puede ver a niños y jóvenes de distintas edades entrando y saliendo, como si pasaran por casa de un amigo. En la segunda planta hay una “sala del pensar” engalanada con sacos de frijoles, una alfombra confortable y un espejo psicodélico instalado en el techo. Es un recordatorio de que todos debemos mirar el mundo desde ángulos poco probables. La “sala del pensar” tiene juguetes, una fuente eléctrica, un proyector y una pequeña estantería con libros.
Uno de los volúmenes parece un libro de cuentos para niños, pero tiene un agujero justo en el medio y un pequeño espejo pegado en la contraportada. Con qué propósito, me preguntaba? Obtuve mi respuesta en un taller, donde se le pedía a los joven agarrar el libro y hablar sobre cualquiera de los personajes que encontrasen en sus páginas. Pero en el libro no había personajes, sino únicamente un agujero para mirar a través, con un espejo al fondo. De manera que se veían a sí mismos en el espejo y, en consecuencia, lo que hacían era explicar sus propias historias al grupo. Esto es lo que dijo David:
“Me acuerdo de que, durante el juego que hicimos en el campo, algo muy profundo de mí mismo empezó a cambiar. Para ganar el juego, todo lo que tenía que hacer era alcanzar la mesa en mitad de un campo, ponerme de pie en ella y declarar: “¡Soy el dueño de mi propia vida!. Todo el mundo lo hizo, y yo era el último en jugar. ¡Pero no pude hacerlo!
Todo el mundo andaba poniendo obstáculos para que yo llegara a allí. Continúe levantando y siendo derribado por otros en el juego. Todavía me acuerdo de Dorian gritándome: ¿Te vas a rendir? ¿Vas a acabar de soñar de una vez? No vas a poder continuar. En un momento dado lo perdí. Me enfadé. Estaba en el suelo.
Todo parecía una pesadilla, pero ese juego era una metáfora de mi vida entera:
¿Y luego qué? — pregunté.
“No estoy seguro de cómo pasó, pero pasó. Estaba tan agitado —todos debían estar pensando que el juego ya había terminado. Así que se distrajeron. Y entonces corrí y corrí. Salté sobre la mesa y grité: ¡Soy el dueño de mi propia vida! Ese fue un momento tan importante para mí…”.
Cerca de la “habitación de pensar” hay un pequeño estudio de grabación, donde Casa Mía captura el talento de los jóvenes del vecindario. El último piso de la casa es una habitación-taller abierta: acoge teatro, danza, circo, y cualquier otra arte creativa que se pueda imaginar. Paseándome por estas habitaciones donde se les enseña a los jóvenes la auto-exploración, el perdón, y la vida comunitaria, siento una innegable sensación de ligereza, energía y vitalidad.
El grupo cree que lo importante es cómo la gente joven interactúa consigo misma y con los demás. El objetivo es que todo el mundo se sienta protegido, escuchado, validado y cuidado. Así que recuerdan a la gente que, para vivir en harmonía con su entorno, hace falta que sean capaces de habitar sus cuerpos, que es el primer entorno que poseen. Esto crea un sentimiento de colectividad mucho más fuerte que cualquier otro tipo de activismo o de trabajo comunitario que decidan emprender. “Sabemos que incluso si una sola persona vive una transformación personal profunda, ya habremos cambiado algo importante”, resume Ximena.
Tienen una relación similar con sus procesos de planeamiento. Casa Mía tiene un plan estratégico expuesto en la pared de la oficina —un gran collage hecho de post-its de colores. Esto permite al personal y a los voluntarios comprender la organización, y hace que el trabajo sea fácilmente accesible. Pero esto es flexible. “Haremos lo que sea necesario para apoyar el cambio positivo en la comunidad” —dice Ximena— “lo que necesitamos puede ser distinto en cada momento histórico”.
Para vivir bien, la gente joven necesita reconocerse a sí misma y darle un nuevo sentido a su vida. Mientras tanto, el grupo pone énfasis en que la felicidad no se encuentra únicamente en el mundo exterior, o en algún futuro imaginado. Por contra, practican la vida comunitaria en el aquí y ahora, a través de fiestas de disfraces, bailes, teatro y acción colectiva como parte de un compromiso vital con la política “pre-figurativa”. El Buen Vivir les ayuda a construir una cultura organizacional que apoya la exploración de lo que vivir bien juntos significa en términos concretos. Para ellos, la idea es tan brillante como íntima. Vivir en harmonía puede ayudar a cualquiera a estar conectado, y es esta conexión la que nos hace prosperar como seres humanos.
Casa Mía habla sobre su proyecto cono si fuese “un sueño en construcción” pero, si ello es así, se trata de un sueño muy lúcido. Ellos creen que no es necesario definirnos a nosotros mismos, ni definir ideas como el Buen Vivir, demasiado estrechamente: “Si lo hacemos, nos quedamos atrapados en una versión más pequeña de nosotros mismos. Por contra, animan a su comunidad a apartarse de la ilusión de ser incapaces y a encontrar la paz. No hace falta poner excusas para no vivir bien todos juntos.
En definitiva: Vivir bien juntos ayuda a todo el mundo a estar conectado, y es esta conexión la que nos hace progresar como seres humanos.
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