
«PuenteInternacional Simón Bolívar» de Andrés Urdaneta - Trabajo propio. Disponible bajo la licencia GFDL vía Wikimedia Commons
El 21 de Agosto, el presidente venezolano Nicolás Maduro decidió cerrar la frontera entre Colombia (Norte de Santander) y Venezuela (Táchira). Declaró el estado de emergencia y deportó a colombianos que viven en Venezuela de manera ilegal. Desplegó millares de tropas. Esta crisis no hace sino confirmar una triste realidad: son los civiles que viven en las áreas fronterizas los que sufren de verdad por estas medidas.
Pero cabe preguntarse en primer lugar por qué esta gente abandonó Colombia. Muchos huyeron de la guerra que Bogotá libra contra las guerrillas. Se trata de una triple tragedia: huyen de la violencia, son expulsados del lugar en el que buscaron refugio, y vuelven a toparse con la negligencia del Estado colombiano consistente en refugios superpoblados, comida insuficiente y muy escasas capacidades institucionales para manejar la avalancha de gente que regresa a sus lugares de origen. Después de todo, Colombia ostenta el récord de vivir la segunda crisis de personas desplazadas más grande del mundo.
La cobertura mediática del comportamiento de Maduro obvia las cuestiones centrales de esta crisis. En primer lugar, históricamente, las tierras fronterizas entre Colombia y Venezuela han sido dejadas de lado. A lo largo de toda la frontera encontramos a gente abatida por el abandono del estado. En Catatumbo, del lado colombiano, la gente dice que, tras esperar varios años a que el gobierno reconstruyese el puente destruido por la guerrilla, fue el presidente Chávez quien ayudó a construirlo de nuevo. No en vano en Catatumbo cuelgan fotos de Chávez en la sala de estar. En amplias áreas de la frontera de Colombia, no se captan las radios colombiana mientras que los canales venezolanos se reciben perfectamente. Informados de lo que pasa en Venezuela y privados de lo que pasa en Colombia, la gente se siente más “venezolana”. Optar entonces por vivir en Venezuela parece razonable.
También más al sur, en Arauca, la gente se siente abandonada. Un campesino explica: “Uno sólo puede ponerse enfermo los jueves, que es el único día en que el médico está aquí”. En Apure, del lado venezolano, una campesina alababa la imposición de normas de convivencia por parte de los grupos armados colombianos y venezolanos: dicen a la gente que limpie las calles y que guarden a sus animales en casa durante la noche. No hay estado que asegure el orden. Un cura local se queja de que “Si una vaca se pierde, la gente acude corriendo a las guerrillas. Siempre acuden a las guerrillas! Intervienen, incluso para imponer soluciones salomónicas”.
Viajando con indígenas Wayúu a Zulia, en el norte venezolano, éstos afirman que ninguna organización internacional aparece por allá. Y esto a pesar de que el número de tanques venezolanos estacionados a lo largo de esa parte de la frontera ha aumentado significativamente y que, del otro lado, los militares colombianos han intensificado su presencia. Además, el punto de partida de grandes rutas del tráfico de cocaína hacia Europa y los EEUU se sitúa en esta región, y aún así, la población local está abandonada a su suerte.
En segundo lugar, la mayoría de la atención que recibe la población responde a crisis puntuales, en vez de ocuparse de las causas estructurales del abandono. Una amiga de Cúcuta describió Norte de Santander como un “laboratorio social”. Las organizaciones (agencias gubernamentales, de Naciones Unidas o de la cooperación al desarrollo bilateral) llegan y ponen a prueba nuevas políticas. Sus esfuerzos son loables, pero no deberían limitarse a Norte de Santander cuando otros departamentos fronterizos sufren problemas similares.
Apure, en Venezuela, es un ejemplo. No se ha declarado el estado de emergencia, pero un contacto local afirma que los colombianos están siendo empujados a través de la frontera a Arauca, en Colombia, una de las “zonas rojas” de la guerra civil colombiana. ¿Y qué pasa con los traumas de esta gente, que vuelven al lugar donde sus esposos fueron asesinados, sus hijas violadas y siguen estando amenazadas por la presencia de grupos armados, amenazas bien visibles en los grafitis pintados en las paredes de sus casas?
Los desplazamientos a través de la frontera se han venido produciendo a lo largo de décadas, si bien en una manera menos visible, gota a gota. La gente no se va a las tierras del interior, porque tiene vínculos familiares a través de la frontera, que les facilitan el poder ganarse a vida. Muchos no cuentan como refugiados porque no saben cómo registrarse, o bien porque temen que sus torturadores puedan perseguirlos, atravesando la frontera. Es preferible el anonimato.
Las deportaciones no empezaron el 21 de Agosto. Según el diario colombiano “El Espectador”, entre Enero y Mayo de este año ya habían sido deportados 2.276 ciudadanos. Cabe preguntarse por qué no hubo denuncia en los medios hasta el 21 de Agosto.
Por último, los civiles que habitan las tierras fronterizas pagan el precio de las actividades criminales a gran escala. Los que hoy padecen el cierre de la frontera contrabandean pequeñas mercancías de Colombia a Venezuela, a menudo para su propio consumo, o son “pimpineros”: venden gasolina venezolana en Cúcuta. La policía colombiana lo permite, porque saben que acabar con esta práctica supondría acabar con el modo de vida de miles de colombianos. En Octubre pasado, discutimos este asunto con estudiantes en Cúcuta. Muchos de ellos trabajan como pimpineros. Privados de alternativas económicas, “cambiar de negocio” es imposible, dijeron. De manera que el contrabando será ilegal, pero se considera legítimo.
Mientras tanto, poderosas organizaciones criminales trafican grandes cantidades de gasolina destinada a la venta en Bogotá, o a los laboratorios que transforman coca en cocaína, a lo largo de toda la frontera. Estos cargamentos no entran en Colombia por Cúcuta sino más al norte, o más al sur. A menudo, las élites políticas locales protegen a estos traficantes. Un líder religioso de La Guajira señaló: “Aquí no puede distinguirse entre actores legales o ilegales porque aquí no hay Estado. Los actores estatales pertenecen al aparato del Estado, pero la mayoría de sus actividades son ilegales”. La detención el gobernador de La Guajira en 2013 es sólo la punta del iceberg.
Abordar los problemas estructurales de las tierras fronterizas y su transformación en una región económicamente próspera requiere un esfuerzo continuado y no remiendos puntuales. Debe irse más allá de la ayuda humanitaria en una región acostumbrada al asistencialismo. Debe priorizarse el desarrollo local en todas las áreas fronterizas desatendidas.
Las políticas gubernamentales necesitan tomar en consideración lo que está pasando sobre el terreno. Las dinámicas socioeconómicas en la región sólo pueden ser comprendidas desde una perspectiva que considere las áreas fronterizas como una sola unidad transnacional, superando la perspectiva estatista existente, que empieza en la capital y acaba en la frontera. Los gobiernos no conocen suficientemente estas regiones. La estrategia post-conflicto que propone Colombia va en esta dirección, pero todavía desenfoca el objetivo. En un discurso en Londres hace unos meses,el Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, afirmaba que la “paz territorial” en las regiones marginalizadas debe incluir a la juventud, para evitar que pierda el tiempo en los salones de billar y acabe en metida en problemas. La triste ironía es que en muchas de estas regiones no haya salones de billar.
Y lo más importante de todo: Colombia y Venezuela deben ayudar conjuntamente a las poblaciones fronterizas. En ciudades como Cúcuta, la estructura social es débil. Tras décadas de violencia y abandono, el miedo y la desconfianza han desgarrado el tejido social. Aún así, son gentes resistentes, y trabajan duro. Han puesto en marcha iniciativas ciudadanas para ayudarse los unos a los otros. Esta es la capacidad de cambio que debe ser apoyada.
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