
Lula da Silva durante una rueda de prensa en la sede del Partido de los Trabajadores donde afirmó que seguirá siendo candidato a la presidencia de Brasil en 2018. Sao Paulo, Brasil. 13 de julio, 2017. Rahel Patrasso/Xinhua News Agency/PA Images. Todos los derechos reservados.
La décima edición del Índice de Democracia de The Economist Intelligence Unit califica a Brasil como "democracia imperfecta" y rebaja su puntuación de 7.38 en 2014 a 6.86 en 2017. Aunque debería tomarse con cierto escepticismo la noción liberal de democracia que se da por sentada y aunque podríamos preguntarnos si "imperfecta" es la palabra correcta para una sociedad autoritaria, sexista y racista como Brasil, el Índice contiene algunos elementos útiles para leer la crisis actual de la mayor “democracia” de América Latina.
Contrariamente a lo ocurrido en crisis pasadas, ahora no tenemos junta militar, el Congreso funciona adecuadamente y los medios de comunicación disfrutan de mayor libertad. Esta vez, la principal amenaza es la que plantea una parte de la judicatura, una peligrosa clase integrada por homens bons (hombres buenos), ricos, conservadores y mayormente blancos que han asumido la "misión civilizadora" de liberar al país de la corrupción.
Parece una noble misión – difícilmente encontraríamos a alguien que se opusiera a ella en un contexto como el actual, en el que el sistema político está desacreditado. Sin embargo, la agenda oculta es otra: ilegalizar al Partido de los Trabajadores (PT) y abrir la puerta a nuevas oleadas de reformas neoliberales agresivas.
El Partido de los Trabajadores es la bestia a sacrificar en el altar de la hipocresía.
Aunque se haya investigado a representantes de todos los colores del espectro político, las investigaciones judiciales son muy selectivas y en cámara lenta (véase, por ejemplo, el caso de los miembros del Partido Socialdemócrata del ex presidente Fernando Henrique Cardoso y los representantes de grupos mediáticos y banqueros involucrados en fraudes fiscales). El Partido de los Trabajadores es la bestia a sacrificar en el altar de la hipocresía.
Joaquim Barbosa, primer juez negro del Supremo Tribunal Federal (STF) - el fue nombrado durante el mandato de Lula da Silva - ha tenido un papel central en la apertura del período de caza al PT. Es sin duda por eso que es tan popular entre los medios de derecha y los círculos empresariales.
Se estableció una narrativa hegemónica según la cual el PT es una organización criminal. Lula y el partido sobrevivieron, con su popularidad incólume, al escándalo Mensalao – pero esto les hizo subestimar el poder de la coalición judiciario/medios de comunicación/sistema financiero.
En 2005 Barbosa jugó papel central en el "juicio del siglo" (el escándalo Mensalao), cuando importó la teoría del jurista alemán Claus Roxin acerca del "dominio del acto" o "control del hecho" para recomendar la condena a veinticinco años de cárcel a figuras importantes del Partido de los Trabajadores supuestamente por “tener conocimiento” del sistema de soborno existente en el Congreso para garantizar la aprobación de los programas de Lula da Silva.
Fue entonces cuando se estableció la narrativa hegemónica según la cual el PT es una organización criminal.Lula y el partido sobrevivieron, con su popularidad incólume, al escándalo Mensalao – pero esto les hizo subestimar el poder de la coalición judiciario/medios de comunicación/sistema financiero.
Dilma Rousseff descubrió demasiado tarde que “ellos quieren una democracia sin pueblo,” una democracia tutelada por la bolsa de valores.
Esta “alianza diabólica” mostró todo su esplendor en 2016, cuando el Corte Suprema (STF) jugó un papel importante al aprobar el procedimiento de destitución de la presidenta Dilma Rousseff. Bajo el liderazgo del ex presidente Cardoso y del entonces vicepresidente de Rousseff, Michel Temer, el Congreso la acusó falsamente de mala gestión del presupuesto nacional.
El STF manipuló la agenda política con declaraciones de sus ministros en apoyo al impeachment, cerró los ojos a las ilegalidades del proceso y hasta hoy no ha juzgado los recursos de los abogados de la expresidenta.
Se llega así a la consumación de la primera parte del golpe judicial: Dilma Rousseff es defenestrada, se encarcela a personajes importantes del PT (enfermos, algunos mueren mientras sufren la humillación pública y la persecución de sus familias) y las reformas neoliberales alcanzan velocidad de crucero…
La terquedad de Lula
Lula da Silva es la pesadilla de la élite: "Muerto, sería un mártir; encarcelado, sería un héroe; y en libertad, presidente". Abogados, jueces y juristas coinciden en que los casos en su contra son una aberración legal.
También coinciden en que se trata de un esfuerzo coordinado por parte de determinadas ramas de la Policía Federal, de algunos jueces de tribunales de primera instancia y, por supuesto, de ministros del Tribunal Supremo, donde la retórica anti-PT reviste formas hipócritas y sofisticadas a través de discursos legales retransmitidos en directo por las redes de televisión.
Con todo el aparato del Estado desplegado en su contra, no hay dudas sobre su condena.
Lula se encuentra en estos momentos bajo el fuego de por lo menos cinco frentes legales, acusado de ser "el jefe de la organización criminal". Con todo el aparato del Estado desplegado en su contra, no hay dudas sobre su condena.
En el primer proceso en el que se le acusó de haber aceptado un apartamento como pago por acomodar contratos públicos a favor de una gran empresa de construcción, recibió una condena de doce años de cárcel.
Lula no es el propietario del apartamento, como quedó demostrado por el hecho de que un juez federal de otra jurisdicción ordenara la subasta pública de dicho apartamento para pagar las obligaciones de su propietario real con acreedores financieros. Lula ha denunciado que “el problema es que ya se ha creado la narrativa y tienen que ajustarse al guión."
Tiene razón. Nadie duda de que vendrán otras sentencias y de que es probable que se le prohíba postularse para las próximas elecciones presidenciales de octubre. La justicia brasileña parece determinada a que se frene este fenómeno político que, a pesar de la masacre diaria en los medios, lidera todas las encuestas.
Las estrategias para conseguirlo van desde presiones de miembros de la comunidad jurídica al Congreso para llevar a cabo una enmienda constitucional que implemente un sistema semipresidencial, la aceleración de los procesos judiciales para que se juzgue su caso antes de las elecciones, pasando por la sincronización de sentencias entre el tribunal de primera instancia y la corte de apelación.
Lula es una mercancía política para jueces con sed de fama. Sergio Moro, el juez federal de primera instancia a cargo de la Operación Lava Jato, ha protagonizado una carrera meteórica como verdugo del "político más popular del mundo".
Elegido personaje del año, ha asistido a foros públicos de los medios conservadores anti-PT, ha aparecido en fotos al lado de políticos investigados por corrupción y ha utilizado las redes sociales para pedir apoyo popular en su batalla contra la corrupción.
Ser un Silva es pertenecer al lado opuesto de la geografía de oportunidades y privilegios en la que habitan sus verdugos.
Sergio Moro, sus amigos jueces del tribunal regional que confirmaron su decisión y los fiscales que denunciaron a Lula son, todos, parte de la elite brasileña blanca, urbana, educada… "de buena cuna". Lula, por otra parte, lleva el apellido más común en Brasil. Ser un Silva es pertenecer al lado opuesto de la geografía de oportunidades y privilegios en la que habitan sus verdugos.
Levantando la bandera de limpiar a Brasil de la corrupción, el poder judicial se une a la élite que está impulsando una nueva fase de políticas neoliberales que destruyen la vida de millones de Silvas. Y esta relación promiscua no es solamente en el aspecto económico-financiero.
Como la estudiosa del derecho Luciana Zaffalon ha demostrado en un impresionante trabajo sobre el sistema judicial en Sao Paulo, existe una relación simbiótica y predatoria entre jueces, fiscalía y funcionarios con cargos electivos en Brasil que tiene consecuencias fatales para los más pobres.
Por ejemplo, en Sao Paulo, donde la policía militar mata por año más que todas las fuerzas policiales estadounidenses juntas (solo en 2017 la policía mató a 939 civiles), el 90% de los casos se archivan por falta de pruebas – es decir, por falta de pruebas aportadas por el Fiscal. Los jueces, por su parte, tienen una inquietante tendencia a fallar a favor del Estado en el 93% de las demandas presentadas por activistas de derechos humanos.
No presentar denuncia en contra agentes de policía, rechazar las demandas de presos por revisión de tiempo de sus condenas, e incluso denegar duchas calientes para reclusos con tuberculosis: estas son algunas de las prácticas comunes con las que Zaffalon se ha encontrado en el sistema de justicia penal del estado con la más larga población carcelaria de Brasil.
Peor, ella también ha encontrado un patrón consistente de transferencia de dinero público, por medio de reasignación y ajustes presupuestales a la rama judiciaria. Una mano lava a la otra, y ambas la cara.
Esta es la razón por la que el destino de Lula es también una tragedia nacional para los pobres brasileños. Si el poder judicial puede llegar tan lejos contra Lula, imagínense a dónde puede llegar contra los activistas sociales y los ordinarios que caen diariamente en manos de un sistema judicial sin pudor y sin remedio.
Lula da Silva es más que un nombre. Es un accidente en la historia brutal de Brasil. Su elección y reelecciones en 2003 y 2006 representaron una sorpresa política en la vergonzosa trayectoria de un país dividido por razas y clases sociales al que irónicamente se ha llamado "Belindia" (Bélgica e India).
Un enfoque demasiado pragmático llevó a Lula, a su partido y a la izquierda brasileña hasta donde se encuentran hoy.
No es que el Partido de los Trabajadores cambiara el abismo estructural que separa blancos y negros, el norte y sur, las favelas y los jardins (barrios ricos). No puede considerarse revolucionario un gobierno cuyo objetivo fue crear "un país de clase media", o un gobierno que se niegue a revisar la legislación draconiana sobre propiedad de los medios, o un gobierno basado en la conciliación de clases.
Su enfoque demasiado pragmático llevó a Lula, a su partido y a la izquierda brasileña hasta donde se encuentran hoy. Sin embargo, aquellos que al menos tienen cierto escepticismo acerca de la inocencia de Lula deberían considerar por qué el es el personaje político más odiado entre la perversa elite blanca, rica y de buena cuna de Brasil.
¿Por qué TV Globo y Folha de Sao Paulo (los grupos mediáticos más feroces e insidiosos) exigen su muerte política?
Dentro de algunas décadas, cuando historiadores serios estudien los acontecimientos actuales en Brasil, encontrarán sorprendentes semejanzas con otros momentos de la historia de mi pobre país cuando el esfuerzo concertado de una rama de la justicia, grupos mediáticos, corporaciones internacionales y "fuerzas extrañas" del Norte global impidieron que los brasileños fueran dueños de su propio destino.
Nuestro deber es defender la biografía de Lula no porque su drama sea único (no lo es), sino porque dice mucho sobre la bancarrota moral del poder judicial brasileño.
Hasta que no se establezcan narrativas alternativas sobre lo que está sucediendo, nuestro deber es defender la biografía de Lula no porque su drama sea único (no lo es), sino porque dice mucho sobre la bancarrota moral del poder judicial brasileño.
Lo positivo es que para aquellos de nosotros que, a pesar de nuestro escepticismo, todavía sosteníamos alguna esperanza acerca de la "democracia" y veíamos al poder judicial como "el último bastión de defensa de la ciudadanía", el tiempo de la inocencia ha terminado: el poder judicial es antidemocrático hasta lo más profundo de su entraña.
Aún así, lo que estamos presenciando no es un fracaso de la democracia, sino un reajuste de su curso habitual tras algunos desvíos progresistas. Y ahora, ¿qué nos queda? La desesperación, la furia y la desobediencia civil.
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