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Mitos, moralismo e hipocresía en el sistema internacional de control de drogas

¿Por qué es aceptable militarizar las operaciones antidroga en Colombia, Bolivia o Afganistán  pero no en Polonia o Canadá? Las políticas internacionales del norte global perjudician al sur. English

Julia Buxton
23 marzo 2016
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Guerra contra las drogas en Colombia. LuisRobayo/AFP/Getty Images)

En abril de 2016 la comunidad internacional se reunirá para la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre Drogas (UNGASS, por sus siglas en inglés). El evento, que, debido a la urgencia de la situación y a la intensidad de los conflictos relacionados con las drogas, se realiza cada dos años, representa una oportunidad para cuestionarnos los aspectos fundamentales de la legislación internacional en materia de drogas.

Aunque hay muchísimas pruebas de que un siglo de intentos de controlar el comportamiento humano y los mercados de drogas mediante tratados internacionales y legislación nacional no ha dado sus frutos, no se esperan demasiados cambios respecto a esta orientación política. Los intereses particulares en mantener el statu quo son significativos, y también la “esclerosis” permanente, legitimada a través de reiterados llamamientos a mejorar la cooperación internacional que al final quedan sin efecto real.

Son necesarios grandes cambios institucionales y políticos, cambios que acabarán por ser inevitables. El sistema de tratados y las instituciones de control de drogas, heredados de la primera conferencia internacional sobre drogas en 1909, se basan en una orientación que no refleja las dinámicas de los mercados globales de drogas ni tampoco nos protege de daños relacionados con ellas. Los esfuerzos hechos en materia de control y orígen de la droga se dirigen principalmente a la cocaína o la heroína, mientras que en realidad  son las drogas sintéticas como la metanfetamina quienes dominan los mercados. Además, los programas se aplican en países del sur global, mientras que es al norte global adonde se dirigen la producción y la exportación de sustancias ilícitas, y donde se materializan los beneficios del tráfico de drogas.

Un sistema marcado por la historia

Desde sus comienzos, el sistema de control de drogas ha respondido al riesgo que suponían las cosechas de plantas narcóticas en el sur global. En 1909, los grandes poderes del momento se reunieron en Shangai para hablar sobre el control del opio, un producto derivado de la adormidera, que entonces se comercializaba libremente. El resultado fue un cambio radical en el mercado, acabando con siglos de interés colonial en el cultivo de opio en los lejanos imperios del sur asiático y acabando con el consumo del opio, muy popular tanto para mitigar el dolor como para proporcionar placer.

De la convención de Shanghai resultó la Convención Internacional del Opio de la Haya en 1912, que se convirtió en el primer tratado internacional sobre drogas. Estableció las líneas intelectuales e institucionales para el sistema de control de drogas, determinando las estrategias y las aproximaciones que operan hasta hoy. Dicho de otro modo, hoy respondemos a los complejos desafíos transnacionales del VIH/SIDA, de la venta de drogas en internet y del crimen internacional organizado con una infraestructura legal diseñada hace cien años por los poderes imperiales, en un momento de la historia en que las mujeres no podían votar ni ponerse pantalones, en que se pesaba que el tamaño de la nariz y el color de la piel venían determinados por el tamaño del cerebro y del nivel de civismo, y en que la adicción se entendía como un problema de ateísmo.

Los intereses particulares en mantener el statu quo son importantes

La reciente Convención Contra el Tráfico Ilícito de Drogas y Sustancias Psicotrópicas de 1988 ha hecho evolucionar el sistema de tratados, incorporando múltiples plantas, hierbas, arbustos y componentes químicos considerados peligrosos y dañinos para la “salud y el bienestar de la humanidad”. La ONU, que administra y supervisa el sistema de tratados, en ningún momento ha reconsiderado los principios fundacionales, adoptados en 1912 e institucionalizados en la Convención Única de Estupefacientes de 1961, que establecieron la conveniencia de que los estados prohibieran el acceso a una selección de sustancias tóxicas.

Los estados soberanos permanecen atrapados en el objetivo de eliminar, o al menos frenar significativamente, la producción, la distribución y el consumo de drogas. Deben cooperar en los esfuerzos internacionales que se centran en el control de drogas y, en línea con la Convención Única de 1961, deben tratar la participación en el tráfico de drogas como “crímenes punibles, cuando se cometen intencionalmente” y como “delitos graves [...] susceptibles de obtener un castigo adecuado, particularmente mediante el encarcelamiento u otras penas de privación de la libertad”.

Un legado de fracasos

Estos esfuerzos por controlar el comportamiento humano y acabar con la oferta de sustancias tóxicas no pueden tener éxito si únicamente se responsabiliza a los consumidores, se militariza la represión del tráfico y solo se actúa de manera coercitiva. De acuerdo con los últimos datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), 1 de cada 20 personas en edades comprendidas entre 15 y 64 años tomó una sustancia ilícita en 2013. Y esto a pesar de las políticas nacionales que penalizan el consumo, e incluyen penas de privación de libertad para los consumidores de sustancias ilegales, limintando en ocasiones el acceso a sus hijos, al empleo, a la sanidad, e incluso su derecho a la vida.

El consumo de cocaína, heroína, cannabis y anfetaminas sigue siendo un “hábito global” en un mundo sin fronteras, configurado alrededor de un mercado transnacional, sofisticado, lucrativo e innovador, que ofrece una variedad de drogas, más baratas que nunca, consumidas por 246 millones de personas, aproximadamente.

La Convención Única de 1961 trató de eliminar el consumo de opio en un período de 15 años, con un programa de 25 años para la cocaína y el cannabis. En 1998, la ONU promovió un “mundo libre de drogas”, que tenía que alcanzarse en 10 años, y una multitud de países cultivadores se han comprometido a lo largo de los años a conseguir la eliminación del cultivo de estupefacientes. No obstante, ni los objetivos en materia de reducción de demanda se han alcanzado nunca, ni tampoco se han conseguido los relacionados con la oferta. Con 7.000 toneladas en 2014, la producción de opio alcanzó su nivel más alto desde los años treinta. Se estima en 120.000 hectáreas las dedicadas al cultivo de la planta de la coca en 2013 (con un potencial de producción de entre 662 y 902 toneladas de cocaína). Al mismo tiempo, tal como se especifica en el Informe Mundial de Drogas de 2015 de la UNODC, los avances en “las técnicas de cultivo de la planta del cannabis y el uso de semillas genéticamente seleccionadas, se han traducido en un incremento en el número de cosechas, así como mayor producctividad potencia de la marihuana”.

Tal como ha explicado el director ejecutivo de la UNODC, Yury Fedotov: “Tenemos que admitir que, globalmente, la demanda de drogas no se ha reducido sustancialmente y quedan algunos desafíos importantes sin resolver”. Este reconocimiento, sin embargo, no ha propiciado ningún cuestionamiento de la efectividad de prohibir el acceso a algunas drogas, aun cuando tenemos previdencia de que 9 de cada 10 consumidores no son drogo-dependientes o problemáticos. Tampoco ha habido ningún reconocimiento de que ilegalizar algunas sustancias solo ha conseguido hacer más atractiva su producción. La criminalización ha convertido a plantas que crecían espontáneamente en cosechas por valor de mil millones de dólares; los altos márgenes de beneficio incentivan la oferta ilegal, mientras que el “éxito” de la incautación de drogas sólo sirve para elevar los precios. Se está persiguiendo un objetivo utópico a través de una estrategia que lo hace completamente inalcanzable.

Un prejuicio del norte

En relación a la política y la implementación de las leyes, el control de drogas sigue estando desproporcionadamente centrado en el opio y la planta de coca. Los esfuerzos antidrogas internacionales y la asistencia, tanto militar como en ayuda al desarrollo, se han centrado en estados productores como Colombia, Bolivia y Perú, para la planta de coca, y México y países del sur asiático como Afganistán, Birmania y Laos, para el opio. Sin embargo, como demuestran los sucesivos informes de la UNODC, los opioides y la cocaína no son ni las drogas más consumidas, ni las más peligrosas.

Hoy, medidos en términos de confiscación y consumo declarado, los mercados están cada vez más infestados de drogas sintéticas: Sustancias de Tipo Anfetamínico (ATS), como la metanfetamina y la anfetamina, así como el Éxtasis (MDMA) y una cantidad enorme de “Nuevas Sustancias Psicoactivas” (NSP), de las que se contabilizaron 450 en 2014. Las zonas clave de producción y exportación de estas drogas no están en el sur global, sino en los países del este y oeste europeo y en Norteamérica. Los patrones que dibujan los flujos globales de drogas contradicen las dinámicas previstas en el entramado de los tratados internacionales. La antigua distinción entre países consumidores y productores ha dejado de existir, y en materia de producción de drogas, incluyendo el cannabis, el norte global es ahora mismo la región clave.

Esto plantea una cuestión aun más difícil: justificar la inconsistente aplicación de esfuerzos antidroga y las grandes desigualdades en términos de costes e impactos. Aproximadamente 164.000 personas murieron durante la oleada de operaciones antidroga en México entre 2007 y 2014, un número total de víctimas mayor que las que se produjeron en Irak y Afganistán conjuntamente. Pero la idea de militarizar el control de la oferta en Holanda - uno de los mayores productores - al nivel experimentado en México, es inconcebible. ¿Por qué Colombia, Bolivia y Afganistán son escenarios aceptables para la militarización de las operaciones antidroga, y Polonia o Canadá no lo son? 

Además, la inexistencia de un nivel elevado de violencia en los mercados de drogas en estos países productores del norte significa que los mercados ilícitos pueden ser pacíficos. Desde esta perspectiva, los catalizadores de la violencia en el sur global son las propias intervenciones en los mercados, los flujos de armas y el entrenamiento de paramilitares para combatir el tráfico de drogas, pero no los mercados de drogas per se. De manera similar, en relación a las intervenciones del norte, ¿cómo puede ser que la Unión Europea o los Estados Unidos financien la erradicación del cannabis en el sur global, mientras que lo legalizan o descriminalizan a nivel doméstico?

El norte elude su rol como líder del tráfico de drogas, y esto queda institucionalizado en el sistema de tratados y de organizaciones internacionales de control de drogas. El resultado es que tenemos muy poca información sobre las cambiantes amenazas a la “salud y bienestar de la humanidad” que nos plantean las drogas sintéticas. Tal como se establece en el prefacio del Informe Global de Drogas de 2013, el consumo de ATS “sigue extendido globalmente y parece que se incrementa en la mayoría de regiones”, siendo la metanfetamina de cristal “una amenaza inminente”. Sin embargo, mientras que cada hectárea de coca y opio se investiga meticulosamente, no tenemos datos sobre la producción de drogas sintéticas ni de su consumo. No fue hasta el 2008 que la UNODC puso en marcha un detallado análisis de las ATS a través del UNODC Global Smart Program (Control de Drogas Sintéticas: Análisis, Informes y Tendencias), con el objetivo de generar análisis, informar sobre el mercado y mejorar las respuestas globales al aumento de la producción, el tráfico y el consumo de ATS.

Se está persiguiendo un objetivo utópico a través de una estrategia que lo hace inalcanzable

El control de drogas se re-legitimiza constantemente gracias a una narrativa moral que dice querer proteger la salud, el bienestar y la seguridad. Sin embargo, al restar importancia al rol de los países europeos y norteamericanos en el tráfico de drogas, y minimizar la importancia de los mercados de drogas sintéticas por defecto, el sistema sigue creando riesgos públicos. Además, tampoco puede anticipar cambios en mercados dinámicos y no tiene base suficiente para hacer políticas adecuadas. Indicativo de esto es el reconocimiento que se hace en el Informe Mundial de Drogas de 2016, donde se afirma que “el enorme número, la diversidad y la naturaleza efímera de las NPS hoy en el mercado solo explica parcialmente el por qué aún son limitados los datos que disponemos sobre la prevalencia del consumo de NPS. Estas dificultades también explican por qué, tanto la regulación en materia de NPS como la capacidad de abordar problemas de salud que provocan, siguen siendo un gran desafío.”

En 2012, el International Narcotic Control Board, que monitoriza la implementación de los acuerdos, estableció que “dividir a los países entre las categorías de productor, consumidor o país de tránsito hace tiempo que ha dejado de ser realista. En grados diferentes, todos los países son productores, consumidores y tienen drogas que transitan en ellos.” A pesar del reconocimiento institucional de las transformaciones de los mercados, las nuevas realidades geopolíticas del tráfico de drogas no se reflejan en actividades de implementación, en el lenguaje de las instituciones de control de drogas ni en la asignación de recursos para la investigación, educación, tratamiento y rehabilitación. Siguen concentrados en la planta de la coca y el opio, y en la elaboración de cocaína y heroína.    

Desde el nivel local al nivel global, salvo algunas excepciones, estamos atrapados en políticas arcaicas, contraproducentes e ilógicas, que violan derechos fundamentales y libertades, que expanden enfermedades, exacerban la violencia e impiden el desarrollo – tal como afirman diversas agencias de las Naciones Unidas. La UNODC utiliza el término eufemístico “consecuencias no deseadas” para referirse a todo el impacto negativo de las políticas contra el narcotráfico y cómo éstas están desproporcionadamente cargadas de precjuicios raciales, de clase o geográficos.

Si lo que queremos es progresar hacia intervenciones basadas en derechos y que genuinamente reduzcan el daño o el impacto negativo, tenemos que enfrentarnos a los mitos, al moralismo victoriano y a la hipocresía que todavía fundamentan las políticas internacionales para el control de drogas. En otras palabras, es hora de hacer políticas adecuadas para el siglo veintiuno. 

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