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Este verano salió a la luz un escándalo de corrupción masivo en Pakistán, que implicaba connivencia entre partidos políticos y funcionarios públicos. Se trataba de la apropiación indebida de terrenos en la ciudad de Karachi, capital de Sindh, la provincia más poblada del país. Un informe publicado en junio de 2015 por los “Pakistani Rangers”, una fuerza paramilitar bajo la supervisión directa del ministro del interior, confirma la denominada “conexión infame”.
El rol de los partidos políticos es importante, puesto que en Pakistán son vistos -al igual que la policía y los funcionarios públicos- como instituciones corruptas y poco fiables. Informes de Transparencia International confirman esta sospecha, algo que el escándalo más reciente ha venido a corroborar. Es un ejemplo más de cómo el dinero sucio, una vez que entra en política, puede perjudicar gravemente las instituciones democráticas.
Los fondos ilícitos pueden penetrar en la esfera política por diversas vías, ya sea a través de las finanzas del partido, de apoyos durante la campaña electoral o mediante la asignación de jugosos contratos. En todos los casos, esto amenaza no sólo a la eficacia pero también la legitimidad de todas las instituciones democráticas.
Como representantes electos, designados como tales para gobernar la nación, los políticos están en el centro de la democracia. Para el público, es preocupante ver cómo negocian con organizaciones criminales, que entre otras actividades, se dedican a la trata de seres humanos, al tráfico de drogas, al tráfico de armas, a la falsificación o al terrorismo. Pakistán no es una excepción en este aspecto. El efecto corrosivo del crimen organizado y su capacidad para comprar influencia política, es un de alcance problema global.
En julio de 2015, una agencia de la ONU responsable por combatir la impunidad en Guatemala publicó un informe alarmante donde concluía que las alianzas con el crimen organizado suponen una de las actividades más nocivas para la democracia de un país. Aquí, como en Pakistán y en otros países, dichas alianzas y el dinero blanqueado se utilizan para debilitar el sistema político, alimentar la violencia política, contaminar elecciones y dañar la gobernanza democrática (incluyendo el nivel local).
Que estos intereses criminales tiendan a implicar violencia pone de relieve hasta qué punto se perjudica al interés público y la seguridad. El dinero proveniente de los “diamantes de sangre”, por ejemplo, financió regímenes militares e insurgencias, prologando conflictos y graves violaciones de los derechos humanos en el continente africano. El tráfico de drogas también alimenta insurgencias y prolonga conflictos en países como Colombia o Afganistán.
Más allá de este echo, la financiación mediante fuentes ilícitas debilita los procesos electorales. En Perú, por ejemplo, hubo elecciones en octubre de 2014. Sin embargo, después de 10 meses, 17 de los 124 diputados elegidos -un 14% del total- han sido vinculados a carteles de la droga o sus actividades.
En mayo de 2015, parte del aparato gubernamental y algunas organizaciones civiles se movilizaron para llamar la atención sobre el riesgo de infiltración de los carteles en las instituciones estatales del país. Esto supondría devolver el país a los años 90, cuando los peruanos sentían que vivían en un narco-estado. Esta es sin duda una tendencia preocupante, puesto que daña la legitimad de las elecciones así como la confianza en los gobiernos locales y en los programas de descentralización.
Estos informes se enmarcan en un contexto regional específico gracias a un informe transnacional de IDEA, Redes ilícitas y política en América Latina, , publicado en noviembre de 2014.
No existe una receta determinada ni única para prevenir o mitigar las conexiones entre el crimen organizado y la política. Pero reconocer el problema es el primer paso para buscar posibles soluciones. Eliminar organizaciones criminales enteras puede resultar irrealista, una vez que probablemente el crimen organizado siempre existirá. Pero impedir que la política de sea secuestrada permanentemente por delincuentes puede ser un objetivo alcanzable.
El objetivo debe ser prevenir que el dinero sucio penetre en la política o, como mínimo, limitar la influencia que pueda tener en la misma. Es también necesario prevenir conexiones entre grupos criminales y políticos, instituciones y funcionarios. Los peligros de este proceso han sido analizados en un estudio de 2015 por la Global Initiative against Transnational Organised Crime, que concluye que la descentralización otorga una oportunidad dorada a las organizaciones criminales para comprar funcionarios públicos y políticos a nivel local en algunos países como Mali por ejemplo.
Dos elementos clave son la coordinación y la transparencia. La capacidad de las instituciones de seguridad, los bancos, los supervisores electorales y agencias de inteligencia financiera para trabajar conjuntamente en identificar y perseguir blanqueo de capitales es de vital importancia. También lo es desenmascarar aquellos partidos políticos que participan en dichas prácticas, vigilando sus actividades más allá de las elecciones para asegurar que las contribuciones dinerarias recibidas sean registradas adecuadamente.
En países como Myanmar, donde hay grandes esperanzas depositadas en la actual trasformación democrática, existe una oportunidad para introducir medidas preventivas desde el primer momento. Paralelamente a las elecciones libres de Noviembre de 2015 (por primera vez en 25 años), Myanmar está re-emergiendo como un actor clave en el submundo de la droga.
Según las estimaciones de las Naciones Unidas, Myanmar es el segundo mayor productor mundial de heroína , además del líder en Asia en oferta de metanfetaminas. Independiente de si la llaman caballo o heroína, inyectada o fumada, en pico o en chino, la heroína puede significar un desafío enorme para la transición de Myanmar hacia la democracia. Les toca a las instituciones democráticas, tanto nacionales como internacionales, evitar que el actual aire de esperanza democrática en Myanmar se convierta en olor a caballo.
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