
Manifestación Passe Livre en Sao Paulo. Vinicius Pinheiro. Flickr. All rights reserved
La democracia no es tan solo un “método” para tomar decisiones y un conjunto de reglas sobre el modo en que se gobierna una comunidad política. También es un sistema de participación que depende de ciudadanos políticamente educados y organizados de la mejor forma posible. Otorga una guía ético-política consagrada a promover o distribuir el poder político. En términos normativos, es el conjunto de los ciudadanos quien gobierna, repartiendo entre si responsabilidades y poderes.
Debido precisamente a este carácter abierto, la democracia tiende a verse interpelada cuando, impulsados por una gran trasformación social, ciudadanos y organizaciones cambian de patrón. Es lo que pasa hoy, en esta época de velocidad, tecnología intensiva, mercado e individualización. Bajo el capitalismo global y la “vida líquida” el desafío a la democracia procede de una demanda social de transformación que no logra ser procesada y atendida adecuadamente. Se quiere “democratizar la democracia”, muchas veces oponiendo la participación a la representación. Mientras unos se proclaman ultra-democráticos y exigen más espacios de protesta y participación, ocurre también una limitación importante: ante el protagonismo aplastante de los mercados y del gran capital, la democracia se ve marginalizada, pierde valor, y es convertida en ornamento, en algo para ser usado y exhibido, pero no para ser realmente vivido con intensidad.
Son, por lo tanto, las propias reglas de juego arbitradas por el capitalismo financiero global las que frenan la democracia. Para que ella prevalezca y demuestre su potencia, los ciudadanos necesitan contraponerse a los compromisos políticos, económicos e institucionales en curso. El problema es que no hay, estrictamente hablando, actores que puedan llevar a cabo la tarea de agregar políticamente a los ciudadanos y asumir responsabilidades por los riesgos y efectos que se derivarán de la confrontación.
Debilidad de la democracia brasileña
Brasil es un caso particular. A lo largo de su historia, tuvo dificultades para convivir con la democracia. Conoció muchos periodos de dictadura y suspensión de derechos. Este hecho dificultó la asimilación de una cultura democrática por parte de la población y por el conjunto de Estado. Incluso después de la modernización económica del país y tras tres décadas consecutivas de regímenes democráticos, los ciudadanos siguen estando mal educados políticamente, lo que se ve agravado por la desigualdad que afecta la sociedad, por la precariedad de sistema escolar y por la ausencia de una reforma política que oxigene los canales de comunicación entre el Estado y la sociedad.
El mismo Estado sigue siendo poco ágil y muy ineficiente a la hora de prestar servicios básicos, lo que ha comprometido gravemente lo que se puede denominar el Welfare State brasileño. Los gobiernos gobiernan con un flanco desguarnecido por donde se infiltran estrategias de corrupción y desvíos de recursos. El sistema político favorece los intercambios de favores y dinero, ya sea para otorgar estabilidad a los gobiernos, o para alimentar las maquinarias electorales de los partidos y de las coaliciones. El aparato policial de los gobiernos no se “democratizó”: actúa de forma autoritaria, demostrando incapacidad para convivir con una población impregnada de vida “liquida”: dinámica, individualizada, conectada a redes alternativas, contraria a formas más “sólidas” de organización y de acción política.
Renovadas protestas y excesos policiales
Desde principios de año, la ciudad de Sao Paulo (la principal del país) ha sido escenario de protestas callejeras sucesivas, incentivadas por el MPL, Movimiento por el “Passe Livre”, que defiende el fin del cobro de la tarifas del transporte público. El detonante de las manifestaciones fue la decisión del Ayuntamiento de aumentar la tarifa del ómnibus, que pasó de R$ 3,50 a R$ 3,80. Como ocurrió en junio de 2013, cuando grandes manifestaciones ocuparon las principales ciudades brasileñas, las protestas actuales defienden agendas más amplias, hecho que deriva esencialmente de su carácter abierto y no organizado: todos lo que tienen algo que reclamar, alguna indignación que exteriorizar, una causa y una bandera de lucha, confluyen en las calles, incorporándose a las marchas que congestionan la ciudad. Hasta ahora (enero 2016), las protestas no impresionaron por el número de participantes, pero demostraron poseer un amplio conjunto de reivindicaciones.
En 2013, la impericia policía fue alarmante. En gran parte, la manifestación creció como rechazo a la violenta y desproporcionada represión policial. Ahora, en 2016, la policía volvió a la calle peor que nunca, incumpliendo incluso su propio protocolo de actuación ante disturbios y protestas. No aprendió a dialogar, ni mejoró su capacidad de comprensión de la realidad de las manifestaciones. Multiplica el uso de la fuerza. Por más razones que pueda tener para “ser más represiva” en algunos momentos, no ayuda a la ciudad a asimilar democráticamente las protestas y ni a cómo convivir con ellas.
Es por este motivo que el desencuentro creció entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad. Poco preparados para el diálogo democrático en sociedades complejas, tanto la policía como los manifestantes discuten sobre si se debe negociar un trayecto preestablecido a la hora de protestar. Mientras los policías alegan que esto es indispensable para que la ciudad no se detenga y los ciudadanos no se vean perjudicados, el MPL afirma que la protesta no obedece a ninguna autoridad estatal y que sus decisiones son tomadas en la calle, por los manifestantes. Todos ganarían si hubiere una negociación previa sobre el tema, pero las negociaciones no pueden ser impuestas: deben ser construidas. Y falta voluntad política para que eso suceda, tanto por parte de la policía como por parte de los manifestantes. La policía quiere imponer trayectos, y el MPL no habla con las autoridades y ni siquiera negocia lejos de la mirada del público. Es un diálogo de sordos. En el mismo se discute la “performance” y el espectáculo que se quiere dar y cuan incomodada debe ser una manifestación para que, en teoría, sea política, o sea, interese a todos, contraponiéndose al poder político.
Lecciones no aprendidas
La memoria de 2013 es fugaz. No se aprendió mucho de la misma. Del lado de las fuerzas de seguridad, se olvidó que la violencia siempre tiende a generar reacciones de solidaridad. Las personas, hoy, pueden temer la represión policial y optar por quedarse en casa para no exponerse a la misma, pero verbalizan su indignación en las redes sociales, que es una forma de asegurar que la protesta gane envergadura y reverbere, provocando de alguna forma una elevación de la temperatura política del país. Los que protestan, sin embargo, no logran promover avances democráticos consistentes, incluso cuando obtienen victorias puntuales: es decir, no demuestran organización y fuerza suficientes para contagiar a la sociedad y acorralar al sistema.
Por su reducido tamaño y por su carácter supuestamente “desorganizado”, el MPL se mueve mucho y puede dar la impresión de ser mayor de lo que es en realidad. Se trata de un actor importante en la dinámica política de una ciudad como Sao Paulo, un actor que merece ser respetado y analizado con atención, pero puede verse perjudicado por sus propias características: el voluntarismo típico de su conducta, la idea de que la multitud toma todas las decisiones y escoge el trayecto a recorrer, su rechazo a tener líderes explícitos, su deseo permanente de espectaculizar las protestas, de “frenar la ciudad”, pueden hacer que el movimiento no logre mantener sus apoyos y llegue incluso a entrar en colisión con la opinión pública o con la población que necesita del transporte y de la libre circulación. El riesgo de aislamiento es grande, en la medida en que no existe ninguna disposición del MPL para actuar conjuntamente con partidos u otras fuerzas organizadas. Parece querer vivir la democracia sin aceptar algunas de las reglas propias de la misma, menospreciando los valores de la izquierda democrática.
Gran participación, escasa incidencia política
Brasil ha sido escenario de un efervescente deseo de participación. La protesta social, pese a no ser algo nuevo en este país que tiene dificultades históricas para democratizarse, creció mucho en los últimos años. La mayor novedad deriva del hecho de que las protestas no son lideradas por sindicatos y causas “materiales”: las voces de las calles exigen mejores políticas públicas, menos corrupción y más responsabilidad por parte de los gobernantes. Durante el año pasado, estudiantes de secundaria se manifestaron contra medidas de reforma del sistema escolar propuestas por el gobierno estatal de Sao Paulo, logrando desactivarlas; millares de personas desfilaron por las ciudades pidiendo la renuncia de la presidenta Dilma Rousseff, forzando a sus partidarios a buscar una demostración de fuerza comparable.
La participación creció, pero hasta ahora no se ha visto reflejada en una mejora de la calidad democrática, en un debate público más consistente o en un sistema político más funcional. El activismo es intenso, difuso y frenético, performante y promovido a través de las redes, pero carece de organización y de un proyecto político articulado. Dialoga poco con los partidos y estos, a su vez, están incapacitados para actuar de acuerdo con las calles, y menos aún para intentar dirigirlas. Este escenario refleja, en parte, la desorganización y la falta de protagonismo de las izquierdas.
De las protestas de 2016 no nacerá un nuevo junio de 2013. El clima es distinto. La población está más interesada en el desenlace de la grave crisis política que afecta al gobierno Dilma, sobre cuya cabeza aun sobrevuela la amenaza del impeachment. La crisis económica que se anuncia aun no ha sido comprendida en su magnitud, las personas están optando por esperar a ver dónde termina todo esto. No está claro el impacto real que tendrá el aumento de las tarifas de transporte, y tampoco se ha producido aún la transición de la lucha contra los “30 centavos” de encarecimiento del transporte a una batalla que incluya a los demás precios públicos (electricidad, combustibles, gas) y al conjunto de las políticas, o por lo menos las más importantes (salud y educación, sobretodo).
Toda acción política de protesta no favorece a quien quiere apaciguar una crisis. Si se produce una expansión de las protestas en el tiempo y en el espacio, el mundo de la representación democrática de los gobiernos sub-nacionales, es decir de los estados federales y de los municipios, será el más afectado. Los partidos políticos, que a duras penas se tienen en pie, se verán aún más perjudicados en su intento de establecer vías de comunicación con los movimientos sociales. La crisis política, ya suficientemente grave, acumulará más combustible. Y todo esto en un año en que se celebrarán elecciones municipales.
Pequeños grupos pueden producir siempre efectos que se multiplican y aumentan de volumen, usando por ejemplo las redes sociales, hoy en día muy activas. No se puede descartar que protestas como las del MPL se crucen con las manifestaciones contra Dilma previstas para después del Carnaval. Los participantes de ambas corrientes son, sin embargo, muy distintos. De una parte, jóvenes que defienden un ideal anárquico que los deja “fuera de control” y potencialmente contra todo y contra todos. Del otro lado, ciudadanos que se centran en cuestionar un gobierno en particular, debido a una práctica política y gubernamental específica. Es difícil que nazca alguna articulación colectiva partir de esto.
El escenario brasileño demuestra cómo las calles se pueden mover y hablar, pero sin que se engendre, de inmediato o necesariamente, más y mejor democracia.
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