
Imagen: Arenas bituminosas, Alberta, Canadá. Crédito: Dru Oja Jay/Flickr, CC 2.0.
Las consecuencias del colonialismo y el imperialismo, en todas sus formas y en todas las épocas, son un auténtico desafío a la imaginación. Infligieron crueldades sin nombre y las cicatrices y el sufrimiento que han dejado tras de sí son indescriptibles.
El colonialismo fue, y sigue siendo, la destrucción total de la memoria. Se robaron las tierras, fuentes de identidad. Se arrancaron las lenguas.
La pérdida colectiva para la humanidad fue incalculable: se destruyeron culturas, ideas, especies, hábitats, tradiciones, cosmologías, posibilidades, patrones de vida y formas de entender el mundo.
Innumerables tradiciones ecológicas – formas diversas de coexistir con la naturaleza - fueron barridas.
Cuando el colonialismo llegó oficialmente a su fin, empezó el proceso de borrar sus crímenes de la memoria y borrar la historia.
Las fuerzas del olvido elaboraron y promulgaron narraciones mitológicas ensalzando una grandeza imperial inocente e intachable.
Cuando se vio obligado a renunciar al Congo, el rey Leopoldo II de Bélgica se puso a quemar todos los documentos relacionados con su brutal manejo del gobierno. "Les entregaré mi Congo, pero no tienen derecho a saber lo que yo hice allí", dijo Leopoldo. Los hornos de su palacio estuvieron ardiendo ocho días.
Muchos capítulos de la historia han sido, como estos, destrozados y nunca vamos a poder reconstruirlos.
Cada recuento de muertes, cada estadística, cada fragmento de la historia son amargamente incompletos. Pero la simple aritmética de la crueldad sirve para ilustrar la magnitud de la destrucción.
La destrucción de vidas humanas en las Américas fue tan catastrófica y tan amplia que nueve décimas partes de su población original se extinguió a causa de las guerras, las epidemias, la esclavitud, la explotación en el trabajo y la hambruna.
La destrucción de vidas humanas en las Américas fue tan catastrófica y tan amplia que nueve décimas partes de su población original se extinguió a causa de las guerras, las epidemias, la esclavitud, la explotación en el trabajo y la hambruna.
Muchos de nosotros hemos escuchado la historia simplista de que el genocidio fue causado por enfermedades, al carecer de anticuerpos las poblaciones diezmadas.
Pero la vulnerabilidad de las comunidades nativas no se debió solo a una desgracia biológica. La desnutrición, el agotamiento, la insalubridad, la esclavitud y el hacinamiento contribuyeron a debilitar sus defensas.
En la Hispaniola, por ejemplo, las investigaciones demográficas han demostrado que la población indígena se desplomó con anterioridad a que se documentara el primer caso de viruela.
En las últimas décadas del siglo XIX, decenas de millones de personas murieron de hambre en la India, a la vez que la política colonial británica obligaba al país a exportar cantidades ingentes de alimentos.
Si pusiéramos sus cadáveres en línea tendidos en el suelo, cubrirían 85 veces la longitud de Inglaterra.
La evisceración del Congo, diseñada para extraer la mayor cantidad posible de marfil y de caucho, causó la muerte de al menos 10 millones de personas, la mitad de la población del país en aquel momento.
El botín del colonialismo afianzó la riqueza de Europa. Los cofres de banqueros y comerciantes iban forrados de dobladuras de plata y oro.
Las fortunas hechas a base de metales, trata de esclavos y materias primas procedentes de plantaciones en ultramar impulsaron las economías coloniales y ayudaron a financiar la Revolución Industrial.
El papel de los consumidores en las colonias, comprando productos y apoyando así a las industrias de Europa Occidental, fue vital.
A finales del siglo XIX, más de la mitad de los ingresos del Estado británico procedían de sus colonias.
El colonialismo reconfiguró la economía mundial. La participación de la India en la economía mundial se redujo del 27% al 3%. La participación de China se redujo del 35% al 7%.
La participación de Europa se disparó de un 20% a un 60%. Se le dio la vuelta al tablero del desarrollo. En el siglo XVIII, las diferencias de ingresos entre las civilizaciones más importantes del mundo eran mínimas.
De hecho, es probable que el nivel medio de vida en Europa en aquel momento fuese inferior al de otros lugares.
La historia del colonialismo, por saneada y borrada de la conciencia histórica que esté, debe recordarse por muchas razones - una de ellas, no menor, por nuestra preocupación actual por el cambio climático.
El colonialismo, en su exuberante destrucción - eliminando ecosistemas y subyugando a las comunidades que los sustentaban -, desató un aumento importante de las emisiones.
Entre 1835 y 1885, el principal contribuyente mundial a dichas emisiones fue la deforestación en los territorios de Estados Unidos.
En última instancia, el colonialismo cambió el ritmo, el alcance y la escala de la destrucción ecológica. Generó cambios dramáticos en los ecosistemas terrestres y marinos y transformó la dinámica del crecimiento económico.
El ecologista político Jason Moore sostiene que "el surgimiento de la civilización capitalista posterior a 1450, con sus audaces estrategias de conquista global, mercantilización sin fin y racionalización implacable", marcó "el punto de inflexión más decisivo en la historia de la relación de la humanidad con el resto de la naturaleza desde la aparición de la agricultura y las primeras ciudades".
En la mayoría de los continentes y contextos, el dominio y la influencia imperiales impulsaron una era de devastación.
Como lo describe el historiador ambiental Joachim Radkau, "en opinión de una gran mayoría de estudiosos, una crisis ecológica a gran escala se fue desarrollando a lo largo del siglo XVIII para luego volverse aguda y evidente en el siglo XIX...
En China, como en Europa, se detecta en el siglo XVIII la voluntad de utilizar los recursos naturales hasta el límite y no dejar espacios sin explotar...".
Su legado perdura hoy en los complejos que subyacen en nuestra visión de la naturaleza y de los otros humanos.
Económicamente, la herencia colonial consistió en dar carta de naturaleza a un modelo de intenso traslado de costes que permitió a las metrópolis trasladar no solo las industrias de alto consumo de recursos sino también los costes del daño ecológico que causaban.
Cuando amaneció el Nuevo Mundo, se habían agotado las minas de plata de Bohemia y Sajonia. Los bosques europeos llevaban siglos siendo explotados para la construcción naval. Eran necesarios unos 3.000 robles para construir un solo buque de guerra.
En la península ibérica, la construcción naval, que había devorado los bosques de Cataluña, se trasplantó a Cuba y Brasil. La construcción de acorazados británicos se transfirió de Londres a los astilleros de Bombay.
En la península ibérica, la construcción naval, que había devorado los bosques de Cataluña, se trasplantó a Cuba y Brasil. La construcción de acorazados británicos se transfirió de Londres a los astilleros de Bombay.
Y una vez que las industrias se externalizaron, se pudo extraer los recursos naturales sin demasiada preocupación por las consecuencias medioambientales.
En Japón, por ejemplo, se protegían los bosques en territorio nacional, pero se explotaban los de Corea durante el dominio japonés de aquella península.
El colonialismo también modeló el modo de concebir la conservación de la naturaleza y la ecología. Los esfuerzos para proteger la naturaleza, particularmente intensos a fines del siglo XIX, se convirtieron en nuevas oportunidades para el control colonial.
Se vaciaron de habitantes las áreas de "naturaleza prístina" que luego se convertirían en parques nacionales, mientras que las tierras que quedaban fuera de estas reservas se dedicaron a extracción intensiva.
Las comunidades ahwahneechee, por ejemplo, fueron expulsadas de los valles que hoy conforman el Parque Yosemite en California.
Neocolonialismo: el metabolismo de la miseria
Durante los siglos XIX y XX, el colonialismo llegó oficialmente a su fin. Los países fueron liberados, se desplegaron nuevas banderas y se escribieron o reescribieron constituciones.
Pero aunque los estados imperiales se vieron obligados a renunciar a sus dominios, prevaleció su pesado legado.
Siglos de esclavitud, despotismo, soberanía aplastada y destrucción ecológica garantizaban, tras la obsesión colonial, una larga vida a sus lógicas de conquista y depredación.
Muchos de los nuevos estados nacionales siguieron el camino trazado por las potencias coloniales y continuaron el proceso de destrucción ecológica. Enarbolando la bandera del progreso, miles de comunidades fueron desalojadas de sus tierras.
En la India, entre 1947 y 2000, unos 24 millones de adivasis (pueblos indígenas) fueron desplazados por proyectos de desarrollo. La construcción de la presa de Narmada desplazó, ella sola, a más de 100.000 personas.
En Brasil, los gobiernos militares y no militares desencadenaron dinámicas de destrucción generalizada de áreas enormes de selva tropical en la Amazonía, subvencionando la construcción de carreteras, despejando tierras para la instalación de grandes ranchos ganaderos y abriendo espacios para colonos migrantes.
En Egipto, el régimen de Hosni Mubarak transfirió el control de la tierra a los grandes terratenientes, lo que resultó en el desalojo de cientos de miles de agricultores en aras al "desarrollo".
En 1972, siguiendo un precedente colonial, el gobierno de Nigeria prohibió la agricultura tradicional por imperativos de control de incendios, provocando posteriormente una devastadora hambruna.
Y Ken Saro-Wiwa, el destacado escritor y activista ogoni ejecutado en 1995 por la dictadura del general Sani Abacha tras sus protestas contra el desastre ecológico causado por la compañía petrolera europea Shell, describió las facilidades que el gobierno de Nigeria daba a los nuevos proyectos petroleros como un proceso de "recolonización".
La deforestación se extendió por todas las antiguas colonias. Entre 1960 y 1980, las exportaciones de madera de Indonesia se multiplicaron por 200.
Las exportaciones de madera de Costa de Marfil aumentaron de 42.000 toneladas en 1913 a 1,6 millones de toneladas a principios de los años ochenta – quedan hoy menos de una cuadragésima parte de los bosques del país.
Entre 1900 y la actualidad, se eliminaron más de la mitad de los bosques de los llamados "países en vías de desarrollo".
Los que han opuesto resistencia a estos modelos de explotación han enfrentado represión y violencia extrajudicial.
Este metabolismo de la miseria continúa a día de hoy, con cientos de líderes sociales y activistas comunitarios asesinados cada año en todo el mundo por oponerse al avance de las fronteras extractivas.
Entre 2010 y 2017, al menos 124 activistas medioambientales y defensores de la tierra han sido asesinados en Honduras.
Las fronteras de la destrucción ecológica están en constante expansión, al ritmo del apetito de la economía global por nuevos materiales.
Entre 2003 y 2015, el número de proyectos mineros en Argentina pasó de 40 en 2003 a 800 en 2015. Una quinta parte del territorio del Perú está en manos de empresas mineras.
El mundo de hoy ofrece un paisaje marcado por la violencia medioambiental: los campos de monocultivo de soja del Mato Grosso en Brasil; la moderna fiebre del oro en Madre de Dios y Zamfara; los enormes estanques de arenas bituminosas en Canadá; las minas de carbón que consumen los bosques de Kalimantan; las megapresas del Delta del Mekong; los ríos dragados para extraer arena; las minas de fosfato del Sáhara Occidental; las plantaciones de palma aceitera de Tela; las minas de bauxita en Guinea; la red de oleoductos en el Delta del Níger; las plantaciones de caña de azúcar en Uttar Pradesh.
Es también un mundo de hornos: los hornos de ladrillos de Peshawar; las fundiciones de Norilsk; las industrias del vidrio de Firozabad; las indústrias químicas de Dzerzhinsk; las acerías de Xingtai y Mandi Gobindgarh; las plantas de abonos de Baocun; las industrias de curtido de Hazaribagh y Rawalpindi; las fundiciones de aluminio de Al Jubail; los deltas contaminados de Ogoniland; los cementerios de barcos de Bangladesh; los pueblos del cáncer en China.
El impacto total del colonialismo solo puede medirse en el largo plazo. Ha transformado radicalmente los paisajes, las relaciones entre estados, las filosofías y las culturas, dejando como herencia un modelo económico basado en el saqueo.
En la búsqueda afanosa de recursos, los países han hecho tabla rasa de los límites y han destruido muchos de los ecosistemas que echamos hoy en falta para prevenir el cambio climático.
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