
Protesta solidaria en Nueva York, el 25 de noviembre de 2018. Crédito: Nora Lester Murad. Reservados todos los derechos
Tenía una fotografía de María Virginia Duarte encima de la mesa y pensaba en ella mientras iba mirando la cobertura que hacían por televisión de la caravana de migrantes que estaba llegando a la frontera.
María llegó sin papeles a Estados Unidos a principios de los años setenta, procedente de El Salvador, y pasó a formar parte de mi familia.
Cuando tuve mi primera hija, María sumergió un dedo en una taza de café y luego lo metió en la boca de mi bebé (en El Salvador consideran que esto es bueno para los recién nacidos).
María fue una de los casi tres millones de "extranjeros ilegales" a los que Ronald Reagan amnistió en 1986 y ya no tuvo que vivir escondiéndose.
Cuando ella y su hermana decidieron visitar El Salvador por primera vez desde que habían huido de allí, yo me fui con ellas. Conocí a sus familiares de ambos lados de la guerra civil que se cobró la vida de 75.000 personas entre 1980 y 1992.
Tomé autobuses destartalados por estrechas carreteras de montaña sin pavimentar para visitar a familiares que no tenían ni agua, ni alcantarillado, ni electricidad.
Me encontré en un mercado en el que, en un abrir y cerrar de ojos, todos los muchachos se metieron en tiendas y casas minutos antes de que aparecieran por la esquina las fuerzas gubernamentales encargadas de "reclutar" a niños soldados.
Casi cuarenta años más tarde, los centroamericanos continúan arriesgando el físico para huir de unas condiciones de vida que son en gran parte consecuencia de la política exterior de Estados Unidos y continúan encontrándose con que no son bien recibidos en la tan cacareada "tierra de inmigrantes".
Pero esta vez hay algo distinto. Hay personas y hay familias y marchan juntas. No se trata "simplemente" de miles de personas asustadas que arriesgan la vida para seguir vivos, como hemos visto con el éxodo de Siria.
Es también una especie de protesta, un negarse a acatar, al que se responde no solo en términos de ayuda humanitaria, sino de solidaridad política.
Quizás porque desde hace 35 años estoy casada con un palestino cuya familia lleva 13 años viviendo bajo ocupación militar israelí, para mí, la caravana centroamericana y la Gran Marcha por el Retorno de Gaza son casi lo mismo.
Quizás porque desde hace 35 años estoy casada con un palestino cuya familia lleva 13 años viviendo bajo ocupación militar israelí, para mí, independientemente de cómo la describan los medios de comunicación, la caravana centroamericana y la Gran Marcha por el Retorno de Gaza son casi lo mismo.
Se trata de gente común que toman decisiones valientes, que animan a otros a unirse a ellos y que, exigiendo libertad, construyen comunidad.
Las protestas que ocurren hoy se sostienen sobre una base firme: las generaciones de resistentes que las han precedido.
Forman parte de movimientos que han ido creciendo durante décadas a partir de pequeñas iniciativas, en respuesta a una represión creciente que le ha dejado claro a la gente que la libertad se reclama, no se concede. Y que nuestra exigencia de libertad tiene que ser global.
Hay, por supuesto, muchas diferencias entre la situación de los palestinos en Gaza y la de los centroamericanos de la caravana, pero también hay una sorprendente cantidad de similitudes. Los centroamericanos están huyendo de sus países de origen para buscar refugio en Estados Unidos.
Están desafiando a las fronteras que les impiden tener una vida segura y que se les respeten sus derechos humanos.
Los palestinos en Gaza desafían el bloqueo de una "frontera" que impide regresar a su tierra natal a dos millones de personas (1,3 millones de los cuales son refugiados reconocidos).
Los centroamericanos buscan que se les reconozca legalmente como asilados, condición que contempla la legislación internacional sobre refugiados, mientras que en Gaza, a los refugiados legalmente reconocidos se les niega el derecho al retorno. Estados Unidos e Israel intentan justificar que las protecciones previstas por la ley no se aplican en ambos casos.
Por ejemplo, el gobierno de Estados Unidos describe a los centroamericanos no como solicitantes de asilo sino como inmigrantes - es decir, personas que deciden mudarse "no por una amenaza directa a la vida o la libertad, sino para encontrar trabajo, educación, reunirse con su familia u otras razones personales", como especifica la ONU.
Esto permite a las autoridades, esgrimiendo sus derechos en tanto que Estado soberano, negarles el paso por sus fronteras y manifestar que los integrantes de la caravana deben solicitar el permiso pertinente mediante los procedimientos de inmigración previstos, o serán deportados.
De hecho, Trump los ha llamado repetidamente "invasores", con lo cual los convierte en un tema de seguridad y no de respuesta humanitaria.
Es casi idéntico a cómo llama Israel a los manifestantes en Gaza. Se les considera un riesgo para la seguridad del Estado, luego son criminales sin derechos ni protección: no tienen derecho a regresar a su país de origen, ni a protestar para exigir respeto a sus derechos humanos, ni tampoco derecho a la protección internacional frente a unas fuerzas de ocupación beligerantes.
Según ACNUR, la Agencia de Refugiados de la ONU: “La responsabilidad estatal empieza abordando las causas fundamentales de los desplazamientos forzados.
Fortalecer el estado de derecho y ofrecer seguridad, justicia e igualdad de oportunidades a los ciudadanos son cruciales para romper los ciclos de violencia, abuso y discriminación que motivan los desplazamientos".
Sin embargo, Estados Unidos y sus aliados no cumplen con sus obligaciones para prevenir los desplazamientos de población. En cambio, financian conflictos y luego levantan obstáculos que dificultan la reclamación de derechos por parte de los desplazados.
Israel construyó un muro de separación que ha sido considerado ilegal y Trump está tratando de construir un muro similar a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, mencionando incluso el muro israelí como modelo.
En ambos casos, los gobiernos respectivos y las organizaciones multilaterales son cómplices de violación de los derechos humanos.
Un mecanismo que utilizan ambos Estados es la externalización de la implementación de su política exterior, financiándola a menudo con fondos destinados a ayuda exterior: Israel subcontrata a la Autoridad Palestina para que lleve a cabo la aplicación de sus leyes (tarea financiada por donantes internacionales), mientras que Estados Unidos subcontrata a México para que aplique las suyas y también lo financia con ayuda exterior.
En ambos casos, los gobiernos respectivos y las organizaciones multilaterales son cómplices de violación de los derechos humanos.
El ejemplo más evidente es el Mecanismo de Reconstrucción de Gaza (GRM), creado para ayudar a la reconstrucción de Gaza después del ataque israelí de 2014, cuyo funcionamiento prevé que las Naciones Unidas se encarguen de examinar los materiales y los beneficiarios de la ayuda en base a criterios establecidos por Israel.
En base a mis propias investigaciones puedo decir que el GRM legaliza potencialmente la perpetuación de un acto ilícito (el bloqueo de Gaza) y posibilita también la perpetuación de violaciones por parte de Israel, a la vez que la ONU no ha seguido un proceso correcto para convertirse en parte del acuerdo y describe de manera también incorrecta su papel como de mero facilitador.
Además, la ONU y las otras partes implicadas no han cumplido con su obligación legal de diligencia debida cerciorándose de que el acuerdo GRM no viola los derechos humanos.
El acuerdo, por otra parte, asigna de manera desigual derechos y responsabilidades: Israel se queda desproporcionadamente con los derechos, mientras que las obligaciones las asumen la ONU y la Autoridad Palestina.
Cabe señalar, por último, que el GRM compromete potencialmente los principios humanitarios de neutralidad, imparcialidad, humanidad e independencia (al reconocerle a Israel poder de veto sobre los beneficiarios de la ayuda).
Tampoco hace falta ahondar mucho para descubrir el vergonzoso fracaso de las organizaciones internacionales en cuanto a la protección de los derechos de los centroamericanos.
Un artículo reciente aparecido en una publicación oficial de las Naciones Unidas informaba que "El Secretario General, António Guterres, insta a todas las partes a respetar el derecho internacional, incluido el principio de 'pleno respeto de los derechos de los países' para administrar sus propias fronteras'".
Que no se dé prioridad a la protección de los desplazados centroamericanos, palestinos, sirios, rohingya, afganos, sudaneses del sur, somalíes y muchos más demuestra que lo que se está librando aquí es una batalla entre los derechos humanos y los derechos de los Estados, una lucha existencial para llevar a cabo o para aplastar el potencial aspiracional del derecho internacional y la gobernanza global.
Cuando una declaración de "situación humanitaria" se convierte en justificación para un aumento de las fuerzas militares, de los puestos de control y de recopilación de información personal que amenaza la propia seguridad (como en los dos casos que nos ocupan), la gente, cada vez más, se da cuenta de que se trata de prestidigitación retórica.
Cuando Donald Trump dice que los inmigrantes centroamericanos que lancen piedras serán fusilados, lo que coincide casi exactamente con la postura de Netanyahu con respecto a los lanzadores de piedras palestinos, la gente puede ver claramente a lo que nos enfrentamos: personajes sedientos de poder que tienen la intención de criminalizar a las comunidades que buscan proteger a los seres humanos del poder sin límites de los Estados militarizados.
Pero las personas como Maria Duarte y mis amigos en Gaza no tienen ninguna intención de rendirse, ni de sucumbir ante la cobarde estrategia del divide y vencerás.
Como lo hicieron las generaciones de activistas gracias a cuyos logros nos encontramos hoy aquí, nuestra respuesta será reconocer los paralelismos y similitudes de nuestras luchas y nuestra aspiración común de encontrar un lugar seguro para vivir con dignidad al que podamos llamar hogar.
El nuevo libro de Nora Lester Murad, Rest in My Shade, a poem about roots, escrito en colaboración con Danna Masad, ha sido publicado por Interlink Books con el apoyo del Museo Palestino de Estados Unidos. Más información en https://www.restinmyshade.com
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