
Contenedores de comida desechada al final del día. Foto: Diana Moreno. All rights reserved
Poco después de firmar mi contrato como store assistant en una tienda low-cost de una conocida cadena alemana en el sur del Reino Unido, me di de bruces con una fea realidad a cuyo horror todos mis compañeros parecían inmunizados. Cada día, a las somnolientas cuatro de la madrugada, le toca a un empleado al azar realizar un penoso trabajo: el inventario de los “restos”. Consiste en escanear uno a uno los productos que ya no pueden venderse y tirarlos a un contenedor azul que cada día acaba lleno. A diario, más de doscientos productos comestibles acaban, de media, en el contenedor de la basura.
¿Lo más sorprendente?, que hay pocas cosas que realmente sea necesario tirar. Obviamente la seguridad es importante en una empresa alimenticia, y la fecha de caducidad, por ejemplo, se respeta con una escrupulosidad excesiva. Pero toda esta comida expirada o no apta para el consumo supone menos de la mitad de lo que se desecha. El resto está perfecto y sin embargo acaba en la tumba del contenedor azul, igualmente.
En mi tienda se tiran más de doscientos productos comestibles al día, y sólo la mitad está en malas condiciones. Estos son datos son, por supuesto, sólo aproximados: no existe una ley que obligue a los supermercados a hacer pública la cantidad de comida que desperdician. Y dicho desperdicio es muy estricto. Nosotros, los trabajadores, no podemos quedarnos nada.
Y, entonces, ¿qué se hace con toda esta comida una vez acaba en el contenedor? ¿Se coloca al menos en la calle, al acceso de la gente? Ninguno de los managers a los que pregunto lo sabe muy bien; no parecen haberse preocupado en averiguarlo. Uno me dice que la comida se “recicla”, pero es difícil de creer porque los desperdicios no se tiran por separado. Opto por consultar al delivery man y le pregunto que a dónde llevan el gran contenedor con la basura.
-A la incineradora –responde-. ¿Por qué, tienes hambre?
Por otro lado, es muy habitual que un producto perfectamente sano “enferme” por haber pasado tiempo fuera de la nevera y se haya roto su cadena del frío: hay que tirarlo. En el frenesí de la jornada comercial los trabajadores no tienen tiempo para otear cada rincón buscando una bandeja de comida que un cliente desaprensivo dejó fuera de su lugar, o que ellos mismos olvidaron. La prisa en general también hace que las cosas se caigan, se rompa el cristal, se desparrame el yogurt, se abra la bandeja de pescado, se desperdicien las uvas o la pasta, se quiebre un huevo de la caja de docena al apilarlos en los abarrotados expositores (y haya que tirar los doce huevos). Y al final del día, la prisa hace mella. A mayor agotamiento, menor preocupación. Al final de la jornada uno está demasiado cansado como para hacer las cosas bien.
La fiebre de las ganancias lleva a producir más de lo que se puede vender. En la panadería se hornean panes y bollos durante todo el día, sin descanso, y al final lo que no se ha vendido se tira sin rastro de clemencia. Y, por supuesto, muchas veces se trata de errores humanos, de la falta de conciencia de clientes, trabajadores y jefes. Un día a un compañero le amonestan por, con la prisa de última hora, dejar la puerta de la nevera abierta –estropeándose todo lo de dentro-; sin embargo, días después me entero de que también se ha tenido que tirar muchas verduras porque, por un error a la hora de hacer el pedido, se pidió en exceso.
En esta compañía no les importa tirar todo eso porque la comida “vale muy poco” para ellos. Hablamos de una empresa que hace, según mis jefes, un beneficio de unas 35.000 libras (ca. 50.000 dólares USA) al día (cuyas ventas en del pasado septiembre, por ejemplo, alcanzaron 1.150.784 de libras –(1.638.335 dólares USA). ¿Y cuánto dinero arrojan a la basura? Haciendo el inventario puedo verlo: los “restos” valen a diario una media de unas 300 libras (427 dólares USA). Sólo es un 0.85% de lo que ingresan al día. Está claro que cuando se consiente tamaño derroche es porque se gana muchas veces lo que se tira.
Si eres capaz de imaginar una tonelada y, después, multiplicarla por 89 millones (algo un poco más difícil) tendrás la cantidad, desorbitada, de comida en buen estado que se desperdicia sólo en Europa al año, según un informe del Parlamento Europeo. En el mundo, la FAO calcula que son 1.300 millones de toneladas al año, un tercio de todos los alimentos que se producen. Se trata de un derroche de dimensiones difícilmente asimilables por un ciudadano de a pie y que se reparte a lo largo de toda la cadena alimentaria: desde los productores, pasando por la industria agroalimentaria, por los inadmisibles “certámenes de belleza” a los que se someten a los alimentos, los restaurantes que encargan más de lo que necesitan, los bufés donde el cliente se echa más de lo que come, y acabando en nuestra mesa, en el comprador víctima del neuromarketing, que compra más de lo que quiere, etc.
¿Tiene algo que ver todo este desperdicio con la tienda en sí, con la forma de funcionar de todas las tiendas como ésta? ¿Está el derroche relacionado, de alguna manera, con el jolgorio del consumismo, con los precios bajos, con los beneficios crecientes… con la presión ejercida sobre los trabajadores?
“Busy” es una palabra difícilmente traducible que sugiere prisa. Sugiere rapidez. Gente a raudales, golpe de escáner, ruido de monedas y de carros. Todo a una velocidad acelerada. En tiendas como ésta, todo está pensado para que así sea. Las –muchas- horas de caja dan tiempo de sobra para darse cuenta de que incluso el diseño de los espacios está pensado para un consumo rápido, desquiciado, sin respiro. Al final de la larga cinta, por ejemplo, hay una plataforma de espacio reducidísimo para que el cajero deposite los productos que acaban de pasar por el trámite del escaneado. Es un espacio en el que un cliente no puede depositar una gran compra: tiene que ir guardándola a medida que el trabajador la escanea, sin perder un segundo, o ir a la “zona de empaquetar”, a varios metros. En otras palabras: que las cajas están diseñadas para que el cliente se entretenga en ellas el menor tiempo posible y poder atender a más gente en el mismo espacio de tiempo.
De ese modo, mientras uno atiende, ese ritmo se le contagia a uno y, por pura inercia, lo reproduce durante una jornada entera. Los saludos y las despedidas idénticas, mecánicas, se pronuncian unos cuantos centenares de veces al día; los mismos chistes, los mismos comentarios. Los clientes pueden pagar con una nueva y rápida técnica llamada “contactless” que funciona con un simplísimo toque de la tarjeta a la máquina (“lo hacen para que compremos más rápido… y más”, me dice una anciana, con mucho acierto). No hay tiempo ni para pausas, ni para charlas. Atiendo a veinte personas cada diez minutos; es decir, 60 cada media hora, 120 a la hora, unos 500 durante una jornada estándar. Eso le concede a cada cliente una charla de medio minuto. Resulta desasosegante haber interactuado con quinientas personas distintas durante seis horas sin haber llegado a mantener, jamás, una conversación entera.
La caja, sin duda, es el símbolo perfecto de la esclavitud moderna: la inclusión en esta diminuta jaula de metal supone un promedio de unas seis horas sentado y realizando la labor del escaneado-y-embolsado mecánico, monótono, sin posibilidad de levantarse o, apenas, de adoptar una postura distinta. Sólo media hora de descanso. No he oído aún a ningún especialista en fisioterapia recomendar seis horas diarias en una postura idéntica a nadie.
Pero las cosas pueden hacerse de otra forma. A apenas doscientos metros de la mía, por ejemplo, hay una tienda algo más pequeña, llamada hiSbe. Se trata de un “supermercado ético”, con un aurea orgánica y preocupada por el medio ambiente y el producto local; a diferencia de mi tienda, está financiada por varias entidades, como Triodos Bank.
Entro a ojear.
Parece más tranquila, menos abarrotada de productos y clientela. Tiene unos cuatro empleados de sonrisa no forzada para el mistery shopper; tiene productos de precios y calidad no tan reducidos como las atiborradas estanterías low cost que estoy acostumbrada a ver. El compromiso de ser una empresa que pone a “trabajadores y proveedores antes que los beneficios” no resulta ser una pose. Uno de sus compromisos es la de “renunciar a tirar comida que pueda ser comida”. Indago para averiguar sus “técnicas”: rebajar escrupulosamente el precio de cualquier excedente antes del nuevo delivery; minimizar el empaquetado y vender al peso; dar gratis productos como huevos a punto de caducar; no discriminar los “vegetales feos”
Su carácter local les permite “anunciar” sus ofertas en, por ejemplo, medios o redes sociales. Pero, por encima de todo, las cosas se hacen bien, sin prisa: la tienda es tranquila, con clientela pausada, con charlas. Parece imposible que el espectro de la urgencia pueda hacer que los productos acaben derramados o abandonados fuera de la nevera. “Apenas se tira comida al final del día, me confirma una trabajadora. Es, simplemente, una tienda cercana pero totalmente opuesta.
Desde las altas esferas europeas han mostrado preocupación ante el grave tema del desperdicio, con iniciativas como la ley de Francia que prohíbe tirar comida a los supermercados. Pero, por razones obvias, el tema preocupa más abajo, a la gente común, y existen muchas iniciativas ciudadanas en guerra contra el desperdicio injustificado, como el dumpster diving, el Real Junk Food Proyect en Brighton (un comedor social con comida tirada por los supermercados), el proyecto Frutafeia en Lisboa, los frigoríficos sociales que ofrecen alimentos gratis en Berlín…
Por supuesto, hace falta ir aún más lejos. Como siempre hay que cuestionarse todo empezando por nuestra compra: en este sistema de consumo y prisa, una montaña de desechos diaria no es un fallo sino, por desgracia, una de sus muchas consecuencias. Para revertir este proceso perverso, hay que poner en cuestión nuestro shopping.
La versión extensa de este artículo fue publicada en el blog de la autora, y puede encontrarse aquí.
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