
Detalle de Lenin en la obra "El hombre en la encrucijada" (1934), de Diego Rivera. Mural en exposición permanente en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Imagen: Jaontiveros/Wikimedia Commons. Algunos derechos reservados.
No debería culparse el resurgir del populismo únicamente a una revitalización de la extrema derecha. El populismo puede abordarse como herramienta conceptual o como fenómeno político y social, como fenómeno estructural o coyuntural. Por consiguiente, debe reconocerse que existe una variedad de populismos y que América Latina puede servir como ejemplo en este sentido. Porque el populismo en América Latina, a mi entender, está determinado estructural y coyunturalmente: se alimenta de todo tipo de crisis recurrentes. Como es bien sabido, la retórica de las crisis es intrínseca al populismo. Tengamos, pues, en cuenta que el repertorio de populismos es bastante amplio. No se trata solo de una marca de la derecha radical, aunque el populismo de derecha sea particularmente alarmante.
El populismo ha sido un rasgo importante de la política y el desarrollo económico de América Latina desde la década de 1940. Perón en Argentina, Vargas en Brasil, Haya de la Torre en Perú, Velasco Ibarra en Ecuador, Cárdenas en México, o Gaitán en Colombia - por citar a los líderes que desempeñaron sus cargos durante la primera oleada de sustitución de importaciones, el período en que la intervención estatal fue clave para promover las relaciones capitalistas a través de un proceso de industrialización bajo la dirección del Estado. El proteccionismo (no solo para impulsar a los sectores nacionales, sino también para proteger a las élites) y algún intento de desarrollo de sistemas de seguridad social como modo de conformar un nuevo proletariado formaban parte del menú. La mayoría de los líderes mencionados llevaron a cabo políticas nacionalistas y algunos de ellos llevaron a cabo también políticas redistributivas - dentro de unos límites -, incorporando a la "nación" aquellos segmentos de la población previamente excluidos, aplicando políticas heterodoxas o liberales según las circunstancias, y gobernando ateniéndose a principios democráticos o, a menudo - no lo olvidemos -, siguiendo patrones autoritarios.
Todos estos líderes luchaban contra las oligarquías mientras creaban coaliciones que generaban nuevas oligarquías y sociedades no más homogéneas e igualitarias. América Latina sigue marcada por una heterogeneidad estructural, tanto productiva como, sobre todo, social. A pesar de sus notables diferencias, estas plataformas populistas en distintos países latinoamericanos se caracterizaron por una dinámica de inclusión social y se beneficiaron del masivo apoyo popular que les aportó una nueva clase obrera industrial urbana que fue, a su vez, cooptada rápida y sistemáticamente por los líderes políticos – todo lo cual, acompañado por el surgimiento de unas nuevas elites.
Todos estos líderes luchaban contra las oligarquías mientras creaban coaliciones que generaban nuevas oligarquías
Este tipo de populismo, al que se conoce como "populismo clásico" y se asocia con la modernización de las sociedades latinoamericanas, acabó reprimido por una serie de golpes militares. Luego resurgió, como una nueva ola, durante el proceso de redemocratización a finales de los años 80 y 90: Menem en Argentina, Collor en Brasil y Fujimori en Perú son, todos ellos, ilustrativos de esta nueva ola de clientelismo de corte abiertamente neoliberal que ha dado en llamarse "neopopulismo neoliberal".
Pero hubo luego una tercera ola. Sucedió tras la Marea Rosa y se caracterizó por un cambio en la tradición con el advenimiento de un populismo radical comprometido con la refundación de la "nación” y la reinvención del socialismo del siglo XXI. A Chaves, Morales y Correa les llevaron al poder las masas excluidas - a saber, los pobres y las clases bajas urbanas, los campesinos desposeídos y las comunidades indígenas empobrecidas y reprimidas: todos los que continuaban siendo ajenos a nuestras sociedades, aunque ahora integrados por las relaciones de mercado. El "pueblo verdadero" se movilizó una vez más contra las elites y las oligarquías.
Se redactaron nuevas Constituciones pioneras, como en Ecuador y Bolivia, en las que se reconocía la pluralidad de naciones políticas y se adoptaban conceptos como el de sumak kawsay (vivir bien o buen vivir), dando así cabida al espectro diverso de las formas de vida humanas. La naturaleza se convirtió en un sujeto con derechos, lo que representó un adelanto significativo en una región con una tradición secular de extractivismo como factor clave de su inserción internacional – una tradición fundamentada en la mercantilización de la naturaleza y la expropiación de los pueblos indígenas y de las masas sin representación. Los días del extractivismo parecían contados. Los gobiernos de Chaves, Morales y Correa fueron aclamados como gobiernos posneoliberales, a pesar de que la izquierda no podía ni siquiera explicar en qué consistían en concreto las políticas "posneoliberales".
¿Y qué pasó exactamente en América Latina durante la Marea Rosa? La mayoría de los gobiernos de izquierda y de centroizquierda, incluidos los de Brasil y Argentina, reprimarizaron la economía, lo que representó un retorno al extractivismo, en lugar de apostar por estrategias de desarrollo más audaces y a largo plazo que, aunque lentas en madurar, hubieran impulsado el cambio estructural que hemos estado esperando durante décadas. Pero estos gobiernos sucumbieron ante el populismo y el deseo de perpetuarse en el poder - por el bien de "la gente", por supuesto.
La consecuencia más inmediata fue que los recursos naturales, un hecho diferencial tan preciado y sobresaliente, se mercantilizaron desvergonzada e irresponsablemente. Tanto en la agricultura como en los proyectos de minería a gran escala, el extractivismo se cobró todo el protagonismo convirtiendo el modelo de desarrollo en corolario de violencia, sangre y negación de los derechos más fundamentales de las poblaciones tradicionalmente marginadas por el crecimiento. El extractivismo ha ido un paso más allá pasando a dominar el sector agrícola y ganadero. La propagación de organismos genéticamente modificados en Argentina y Brasil ha contribuido a eliminar especies nativas. Los costes ambientales de todo ello son extraordinariamente elevados y probablemente irreversibles. En cuanto a la resistencia indígena y campesina al extractivismo, ha tenido como resultado una criminalización violenta y numerosas muertes. El número de víctimas mortales entre los activistas medioambientales y los defensores de la naturaleza no había sido nunca tan alto en América Latina. Hemos vuelto a la época colonial, marcada por la violencia, el encarcelamiento y la expropiación.
¿Y qué pasó exactamente en América Latina durante la Marea Rosa? La mayoría de los gobiernos de izquierda y de centroizquierda, incluidos los de Brasil y Argentina, reprimarizaron la economía, lo que representó un retorno al extractivismo
Tanto la izquierda como la derecha guardaron silencio con respecto a este tipo de desarrollo y la violencia brutal que conlleva, como si este fuera el precio que hay que pagar cuando se busca el progreso. Un silencio similar embargó a la alianza entre los líderes izquierdistas elegidos democráticamente, las tradicionales elites rentistas latinoamericanas y las grandes multinacionales mineras y de la agroindustria. El retorno al extractivismo trajo consigo una concentración aún mayor de poder y riqueza, fomentando una dilución progresiva de la regulación medioambiental y la represión salvaje de los movimientos indígenas, campesinos y ecologistas. También fortaleció a los grupos más conservadores en el parlamento, como en el caso de Brasil. Actualmente, el sector de la agroindustria brasileña es una fuerza principal dentro de cualquier coalición política. Es ahora más poderoso que hace 15 años, porque ha ampliado su influencia al haber sido elegido como "actor global" para competir en los mercados internacionales.
Mientras, los estados siguen eludiendo la consulta previa sobre el uso de la tierra a la que están obligados según la ley en muchos países. En ausencia de mecanismos oficiales de consulta, las comunidades afectadas generan mecanismos propios, que son negados y severamente reprimidos por los estados – represión que va desde intimidación judicial hasta encarcelamientos ilegales y asesinatos.
América Latina sigue siendo no solo la región más desigual del mundo, sino también la más violenta. Y el consenso de las materias primas, por usar el término acuñado por Maristella Svampa, persiste.
Hemos vuelto a la época colonial, marcada por la violencia, el encarcelamiento y la expropiación.
Quisiera citar la opinión de Carlos de la Torre sobre esta ola de populismo radical: "En Venezuela y Ecuador, los nuevos caudillos populistas del siglo XXI concentran el poder en sus propias manos y socavan tanto la separación de poderes como los espacios institucionales que garantizan la autonomía de la sociedad civil frente al Estado. Si bajo el neoliberalismo el mercado penetró y debilitó a una sociedad civil frágil, bajo el socialismo del siglo XXI, el Estado intenta controlar o cooptar los movimientos sociales. En Venezuela y Ecuador, y en menor medida en Bolivia, los derechos de los ciudadanos a formar asociaciones u organizaciones políticas independientes para expresarse sin temor a represalias están siendo socavados y atacados, al mismo tiempo que se está reduciendo la libertad de prensa y de medios" (En nombre del Pueblo, 2013: 33).
¿Deberíamos considerar que esto no tiene nada que ver con el modelo económico implementado por los recientes gobiernos latinoamericanos de izquierda y de centroizquierda y sus prioridades en cuanto a las políticas sociales?
La regresión que hemos experimentado, y que está lejos de revertirse, pone en tela de juicio las opciones y las limitaciones que han caracterizado la trayectoria de los partidos de izquierda y democráticos desde el advenimiento del neoliberalismo. Es cierto que a lo largo del siglo XX fuimos testigos de varios procesos que entrañaban una renovación y una recomposición de la izquierda. Pero después de la caída del Muro de Berlín, la forma en que los partidos izquierdistas y democráticos abrazaron el neoliberalismo e ignoraron el hecho de que la vida de las personas se deterioraba rápida y profundamente y se extendía el sufrimiento, indicaba ya claramente que la izquierda había sucumbido y estaba declinando la responsabilidad de representar nuestras aspiraciones políticas, sociales y económicas.
Si me fijo en Brasil, me doy cuenta de que las pérdidas aún por llegar son difíciles de medir y evaluar – por no hablar de las pérdidas en las que ya se ha incurrido. Pero, ¿por qué no mencionar algunas? Incluyen, en primera instancia, la pérdida de la esperanza o de fe en el cambio. En segunda instancia está la pérdida de dignidad y seguridad, sin la cual ninguna prosperidad digna de este nombre tiene sentido. En esta carrera hasta tocar fondo, parece que el fondo vaya bajando a diario sin final a la vista. Así las cosas, ¿cómo vamos a prevenir el desastre y corregir la situación?
América Latina sigue siendo no solo la región más desigual del mundo, sino también la más violenta.
La incertidumbre nunca había sido tan grande desde mediados de la década de 1950. No había imaginado nunca que el camino hacia una buena vida, como decía Skydelsky (How Much is Enough, 2013), pueda ser lineal, pero antes teníamos al menos algunos puntos de referencia en los que anclar nuestra fe. ¡Ser de izquierda, y no de derecha, era una toma de posición clara! Había una división ideológica precisa que correspondía a identidades políticas bastante bien definidas. Existía una extrema izquierda que agrupaba a los que pensaban que la "revolución" no solo era factible sino necesaria para llevar a cabo los cambios estructurales esenciales para contener al capitalismo, mientras que la extrema derecha parecía haber quedado eliminada del panorama político tras la Segunda Guerra Mundial – y ello gracias a un período de crecimiento económico sostenido en el tiempo, junto a un incremento de la democracia y nuevos patrones de redistribución. No hace falta decir que los regímenes de bienestar y los esquemas de protección social desempeñaron un papel fundamental en alimentar nuestras expectativas positivas, como lo recuerda John Abromeit cuando afirma que "el keynesianismo y un estado del bienestar sólido… creó un clima histórico desfavorable para los movimientos populistas de derecha en Europa y en los Estados Unidos" (Logos, 2016).
Este movimiento, si no ha desaparecido totalmente, parece al menos interrumpido. Las prestaciones públicas están en juego y están siendo reemplazadas por una variedad de planes privados, con ánimo de lucro, debido a la prevalencia, desde fines de la década de 1970, del pensamiento económico neoliberal, la globalización y la destrucción de las finanzas públicas a través de una política macroeconómica caracterizada por la austeridad fiscal y subordinada a la lógica de los intereses del capital. Las condicionalidades, los controles, los esquemas residuales tienden a prevalecer, a pesar de que algunas dimensiones del bienestar se han visto ampliadas en distintos países, especialmente las relacionadas con el alivio de la pobreza en el mundo en desarrollo. La última década se ha revelado como un momento oportuno para monetizar a los pobres y arrastrarlos al mercado, incluido el mercado financiero, y esto ha sido acogido y celebrado por la izquierda como señal de democratización. El modelo ideal de estado del bienestar ya no es necesario, no solo porque el actual régimen de acumulación, dominado cada vez más por las finanzas, se está apoderando del Estado y provocando el colapso de la esfera pública, sino también por la aparición de algunas formas limitadas de democracia y la profundización de la fragmentación social. Esta fragmentación social está cambiando el marco de las subjetividades en un contexto de reestructuración de clases. Y es ésta una transición difícil de entender.
No es casual que la gente ahora piense en términos de recursos financieros como forma de enfrentar el riesgo, ya que los regímenes de bienestar parecen hoy menos efectivos para aportar seguridad. Es cierto que los sistemas financieros y de protección social operan ambos bajo la bandera del riesgo, pero la noción misma de riesgo ha cambiado y adquiere hoy significados profundamente distintos. Paradójica y simultáneamente, son el sector financiero, las instituciones financieras y sus actores los que sistemáticamente fabrican hoy el riesgo. Y esto genera desconfianza en las instituciones.
Desconfianza y sospecha son las consignas de nuestro tiempo. La representación política, supuestamente basada en la confianza, se ha erosionado profundamente. En Francia, solo el 43% de las personas con derecho a voto eligieron a su nuevo presidente. Votar es obligatorio en Brasil, pero en las elecciones a la alcaldía de Río de Janeiro en octubre del año pasado, que tuvieron lugar en medio de una grave crisis política, institucional y económica, el no voto (es decir, las abstenciones, los votos blancos y los votos nulos) superó el número de votos que obtuvo el ganador - por cierto, ¡un evangelista! Esta ciudad, la más progresista y vanguardista de Brasil, la dirige ahora un evangelista que está en contra del matrimonio homosexual, los derechos reproductivos, los principios de género y demás. En un ensayo reciente, Kenneth Roberts (2013) argumenta: "El populismo es una posibilidad permanente allí donde las instituciones representativas son débiles, frágiles o ineficaces para articular y responder a las preocupaciones sociales".
"El populismo es una posibilidad permanente allí donde las instituciones representativas son débiles, frágiles o ineficaces para articular y responder a las preocupaciones sociales".
¿Estamos en estos momentos en vías de formar nuevas mayorías fuera de la lógica de los partidos políticos y las mayorías tradicionales, nuevas mayorías que no pueden representarse o que dicen no sentirse representadas? Y, de ser este el caso, ¿cómo debería hacerse política? ¿A través de los movimientos sociales y políticos? ¿Cómo podemos captar y canalizar el espíritu y la vitalidad de miles de activistas, ecologistas, feministas, sindicalistas, estudiantes, pensionistas, trabajadores, grupos indígenas y religiosos, y esos millones de personas no afiliadas que salen a la calle para expresar su descontento e indignación ante la política actual? El prestigioso sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos sostiene que necesitamos crear partidos-movimiento: "Requieren democracia interna participativa y redes ciudadanas que definan la agenda política y la lista de candidatos potenciales. Necesitamos elecciones primarias y consultas permanentes para poner en entredicho el status quo " y, de paso, reinventar la izquierda. Si de Sousa Santos lleva razón, y coincido totalmente con su diagnóstico, entonces debemos comenzar reconociendo que la izquierda, una vez más, ha pecado de autoritaria al ignorar los déficits de la democracia.
Tal vez sea solo cuestión de tiempo para que veamos emerger y consolidarse nuevas formas de acción política. Pero es una preocupación legítima preguntarse cuánto tiempo tomará esto. Ojalá no esté todo perdido. Un experimento muy interesante - y exitoso - está teniendo lugar en estos momentos en Portugal, con una coalición de gobierno de izquierda liderada por el Partido Comunista Portugués. En una palabra, esta coalición está impugnando la hegemonía de poder actual en tiempos de escasas alternativas progresistas. Pero es bien sabido que ver a una golondrina volar no quiere decir que haya llegado el verano. Quizás iniciar un proceso de evaluación de errores del pasado podría dar pie a una nueva tendencia de creación de coaliciones verdaderamente progresistas, que incluyeran y fortalecieran de nuevo a las clases medias.
Por desgracia esto no es, por ahora, lo que está ocurriendo en Brasil. La autocrítica no forma parte de la agenda, aunque el ex presidente Lula haya reconocido que "indudablemente, cometimos errores" (Le Monde, 18 de noviembre de 2017). Cuando el Partido de los Trabajadores estaba en el poder, se condenaró la crítica porque podía desestabilizar al gobierno, tras veinte años intentando llegar al poder. Se demonizó a los más críticos, como el sociólogo Francisco de Oliveira. Y, por supuesto, como suelen hacer todos los gobiernos populistas, se echó mano del anti-intelectualismo para devaluar la complejidad. Ahora, en medio del desastre, no es tampoco el momento adecuado para una reflexión profunda de los caminos emprendidos en el pasado porque, con un gobierno no electo de derecha, la izquierda - y especialmente los partidos de izquierda que se formaron durante los mandatos del PT - no puede debilitar su capital político reconociendo errores y pecados.
Debemos comenzar reconociendo que la izquierda, una vez más, ha pecado de autoritaria al ignorar los déficits de la democracia
Parece que el momento de reconocer errores, fallas y omisiones nunca acaba de llegar y que, cuando llega, lo que se busca es demostrar la buena fe, lo cual es claramente insuficiente. Es esta una característica esencial de la izquierda latinoamericana y, muy probablemente de la izquierda en general. La evidencia más dramática, desesperada y conmovedora de ello la tenemos hoy en Venezuela.
Volviendo al caso de Brasil, hay que recordar que hace 4 años, en 2013, las protestas colapsaron los principales centros urbanos del país. Cientos de miles de personas salieron a la calle exigiendo servicios públicos de calidad, educación y atención sanitaria gratuita y transporte público subvencionado y eficiente. La administración de Dilma Rousseff no fue capaz de traducir correctamente los deseos y expectativas de una población que parecía estar "fuera de lugar", desahogándose de la angustia de tener que vivir según un "guión incorrecto". Era como si las protestas expresaran de alguna manera la resistencia ante un nuevo habitus, entendido como adaptación y ajuste al mundo real y a un contrato social nuevo o revisado – resistencia, en última instancia, ante las prácticas concretas, cotidianas y cada vez más banalizadas de lo que Ben Fine llama la "cultura material de la financiarización" (2013).
Al reciente ciclo de crecimiento en Brasil le acompañó la adopción de una serie de medidas y regulaciones que, en lugar de alentar y apuntalar el sistema de protección social existente, que se encontraba todavía en fase de consolidación y sujeto a dolencias como una falta de financiación crónica, lo sumergió más profundamente en la lógica del mercado y amplió su mercantilización a través de la financiarización y la colateralización de las políticas sociales. Los derechos legales de los acreedores se vieron ampliados y fortalecidos a través de la intervención del Estado desarrollista. La creación de crédito consignado al final del primer año de mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, anterior incluso al lanzamiento de la Bolsa Família, es un ejemplo perfecto de cómo el neoliberalismo financiero fue adquiriendo cada vez mayor prominencia y penetración, corroyendo los cimientos del sistema de protección social para crear otro a su imagen y semejanza.
El sistema de protección social preexistente se encontró en una situación cada vez más vulnerable, sometido a una serie de avances y retrocesos que parecían señalar tendencias contradictorias y confusas, a la vez que reformas específicas iban socavando derechos y poniendo en peligro la eficacia de las políticas sociales. Esta estrategia alcanzó su punto álgido cuando logró desacreditar el sistema público de salud aludiendo a déficits operacionales inexistentes (a pesar del aumento de las contribuciones a consecuencia del crecimiento económico y el incremento en la formalización del empleo). La demolición del sistema público de salud se concretó en el paso de una cobertura universal de la población a una cobertura desigual, para los que no tienen otras opciones – es decir, para los pobres. Paralelamente, y dado el desempeño insatisfactorio del sistema de educación público, se alentó a los ciudadanos a optar por la educación privada. En todo ello, lo que prevaleció fue el repudio de la financiación pública en beneficio de una creciente variedad de formas de financiación privada que el dinamismo de los mercados financieros y la intervención del Estado desarrollista -normalizando y regulando el proceso de inclusión financiera de aquellos que con anterioridad habían sido excluidos o marginados – hacían posible.
Es innegable que la redistribución no fue nunca una prioridad durante los mandatos del Partido de los Trabajadores. No solo no se dio una reforma fiscal exhaustiva y valiente para abordar la regresividad del sistema establecido, sino que, por el contrario, se perfeccionaron las políticas fiscales y las reglamentaciones tributarias siguiendo la lógica de la financiarización mediante la introducción de más exenciones y créditos fiscales a favor de las empresas y los hogares ricos, concentrando la riqueza y el poder en contra del interés colectivo. Las bases para este cambio se establecieron entre el primero y el segundo mandato de Lula.
La retórica del "todos ganan" encajaba con la retórica de la conciliación y coqueteaba con el mito fundacional de Brasil como nación cordial.
Lo interesante es que, no hace mucho, la narrativa era que Brasil había logrado una coalición win-win. ¡Todos se estaban beneficiando del nuevo ciclo de crecimiento económico bajo el Partido de los Trabajadores, especialmente el sector financiero y los más ricos! La oposición vertical del pueblo contra la élite era inexistente. La retórica del "todos ganan" encajaba con la retórica de la conciliación y coqueteaba con el mito fundacional de Brasil como nación cordial. El Partido de los Trabajadores, una vez en el poder, creyó posible volver a fundar la nación creando nuevas identidades sociales, no forjadas en vínculos de pertenencia colectiva o solidaridad comunitaria, sino basadas en disponer de una tarjeta de crédito, una cuenta bancaria personal y acceso al crédito, y que esto podía abrir las puertas a un mercado de consumo masivo y hacer realidad los sueños de tener casa propia o un título universitario. La propiedad de un coche barato y otros bienes duraderos llegó junto a la celebración de una política de salud privada (sin importar la cobertura) y la inscripción en un ciclo de educación superior (sin importar la calidad, el contenido o el valor real del título). El endeudamiento masivo se convirtió en señal de "inclusión social" y se defendió la constante renegociación de la deuda como alternativa a la marginación. Los hogares y las personas internalizaron la noción de que los mercados financieros y la dependencia del crédito podían dar respuesta a sus inquietudes y necesidades.
Pero ahora que ha quedado demostrado que el modelo económico ha fracasado y que la regresión en Brasil supera las expectativas más pesimistas, el problema son las elites. Lula ha cambiado radicalmente su discurso y señala ahora a las élites como responsables de esta dramática tendencia a la baja. La causa de todos nuestros problemas es que las elites y las oligarquías no toleran a las personas que ocupaban nuevas posiciones sociales. ¿Realmente estaban ascendiendo en la escala social consumiendo y endeudándose? El hecho de que la gente se hiciera más visible, que viviera en barrios pobres y marginales permanentemente marginados y segregados, penalizados por unos transportes públicos deficientes y caros, ¿era este el verdadero problema? ¿O lo es la falta de inversión masiva para proporcionar un acceso más igualitario al bienestar a través de prestaciones públicas?
Acorralado, el Partido de los Trabajadores está generando una nueva narrativa que muy probablemente fomentará una nueva tendencia de populismo izquierdista en la región, gracias a la cual los perdedores, cuyas filas han crecido rápidamente y mucho, podrían llevarle otra vez al poder en 2018, cuando se celebren las próximas elecciones presidenciales. Según encuestas de noviembre de 2017, Lula va en cabeza con un apoyo del 35-36% en todo el país.
Mi sensación es que habrá muchos tipos de populismos izquierdistas compitiendo con populistas de derecha.
Pero no está solo en la liza. Jair Bolsonaro, que representa a la extrema derecha, anda en segundo lugar en las encuestas, con un apoyo del 13% -18%. Se ha revelado como la gran novedad en estas elecciones al ganar protagonismo en un momento de crisis económica y política y a pesar de la reputación de brutalidad, vulgaridad y violencia que se ha ido forjando desde su elección a la Cámara de Diputados, en la década de 1990, cuando comenzó su carrera política en Río de Janeiro. Bolsonaro defiende posturas fascistas. Es abiertamente partidario de la pena de muerte, apoya al "lobby de las balas" y cree que el error más grande de la dictadura brasileña fue haber torturado a muchos pero matado a muy pocos. Bolsonaro es racista, homófobo, pro-vida y sexista, defensor de que las mujeres cobren menos porque se quedan embarazadas. Se opone a las políticas a favor de los derechos humanos. Dice que la policía militar responsable de la masacre de la prisión de Carandiru en 1992, en la que fueron asesinados 111 reclusos, debería haber aprovechado la ocasión para matar a mil criminales. Y cuando le desafió Maria do Rosário, su colega en la Cámara y ministra de Derechos Humanos en el gabinete de Dilma Rousseff, que condenó su incitación a la violencia, le replicó que él no la violaría porque no vale la pena y le llamó puta. Es alguien que anhela un gobierno militar autoritario y que usó su voto para destituir a la entonces presidenta Dilma Rousseff para rendir un homenaje público al coronel Ustra, que confesó haber torturado a Rousseff cuando ella era una militante revolucionaria y fue capturada durante la dictadura.
Esta figura grotesca ha protagonizado titulares de prensa nacional e internacional. Sus posturas, sin embargo, aparecen como no solo distantes sino diametralmente opuestas a lo que piensan y creen los brasileños. Una encuesta reciente (del segundo semestre de 2017) realizada por el Instituto Big Data para el Movimento Ágora, de tendencia liberal, indica que dos tercios de los ciudadanos creen que los derechos humanos deberían aplicarse a todo el mundo, incluidos los criminales. Una proporción similar apoya el matrimonio entre personas del mismo sexo, mientras que el 57,2% son favorables a las cuotas raciales en las universidades públicas, una forma positiva y justa de abordar el racismo.
Además de culpar a todos de todo y de difundir el discurso del odio, es difícil decir lo que Bolsonaro haría si fuese elegido presidente. De momento, se ha limitado a publicar un manifiesto en el que asegura que está reuniendo a pensadores y especialistas para armar una plataforma supuestamente ortodoxa. Pero con ello no ha logrado atajar el claro rechazo que provoca su candidatura entre las elites económicas y financieras, que desprecian sus excesos nacionalistas e intervencionistas y consideran que no está preparado para asumir y llevar a cabo su agenda de reformas liberales.
No deja de ser cierto, sin embargo, que la violencia generalizada que rige las relaciones sociales en Brasil - con tasas de homicidios de jóvenes, negros y mujeres que sobrepasan las de países en guerra – tiende a favorecer a quienes se presentan como "salvadores", hombres fuertes capaces de ejercer el poder y reprimir. En este sentido, la encuesta de Big Data da lugar a cierta esperanza ya que indica que el 72,8% de los brasileños rechaza este tipo de "héroe".
Ya es hora de ampliar nuestro análisis y examinar cómo estas formas múltiples de populismo pueden amenazar nuestro futuro común. Mi sensación es que habrá muchos tipos de populismos izquierdistas compitiendo con populistas de derecha. Dicho esto, no puede darse nada por hecho. Nuestro rol como intelectuales progresistas es contribuir a aclarar lo que está en juego y proponer nuevos caminos a seguir.
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