El conflicto armado de Colombia podría estar llegando a su fin a medida que avanzan las conversaciones de paz entre el gobierno y las FARC. Son buenas noticias para un país que ha vivido décadas de guerra interna. Esto ocurre en un momento en que las Fuerzas Armadas de Colombia han alcanzado un tamaño y capacidades sin precedentes, después de más de una década de fortalecimiento. Actualmente es el mayor ejército en América Latina; crece la demanda externa de sus conocimientos y experiencia, y son un socio privilegiado de EE UU en diversos tipos de misiones que van desde la intervención directa al entrenamiento y capacitación.
El apoyo financiero y militar de EE UU ha sido clave para llegar a esta situación. Hasta cierto punto, ha promovido un modelo de fuerzas armadas y de políticas de seguridad muy similares a los suyos, incluyendo altos niveles de inmunidad y supervisión limitada. Pero ahora son inevitables las preguntas sobre el pasado y el futuro de esa relación, y qué puede significar de cara al papel de los militares en el escenario de posconflicto en Colombia.
Alta autonomía con poder limitado
La pauta histórica de relaciones cívico-militares ha sido diferente en Colombia que en otros países del área. El único golpe de estado tuvo lugar en 1953, y los militares gobernaron hasta 1958. El ‘pacto’ no formal que se alcanzó entonces (y se respetó después) establecía que la institución militar no interferiría en asuntos civiles, mientras los gobiernos apoyarían la primacía militar y su independencia en la toma de decisiones sobre asuntos de defensa y seguridad.
Una consecuencia práctica del acuerdo fue la falta de supervisión y guía civil en asuntos de seguridad. Esto tiene gran importancia en un país caracterizado por la debilidad estatal. Durante la mayor parte de su historia, los gobiernos colombianos han sido incapaces de proyectar el poder del estado y establecer la autoridad política en el país. El estado ha estado ausente o ha sido muy débil en grandes territorios en las regiones, sobre todo en áreas rurales. Este fallo histórico les dio a los grupos insurgentes la oportunidad de consolidarse, y creó espacios ideales para que floreciera la economía ilegal de las drogas.
Esos factores, y la pauta de relaciones con el poder civil, se combinaron para que las Fuerzas Armadas fueran de tamaño limitado, y débiles para los estándares latinoamericanos del siglo XX. El gasto militar y en defensa era muy bajo. Como resultado, hasta los años noventa, la aproximación militar a la contrainsurgencia era defensiva y basada en la contención. El ejército tenía brigadas y batallones defensivos, pero no capacidades operacionales y movilidad para afrontar en mínimas condiciones el reto de la contrainsurgencia.
La situación permitió a los grupos rebeldes (especialmente las FARC) mantener durante décadas una guerra contra el gobierno, y creó las condiciones para que emergiera una variedad de grupos de autodefensa y paramilitares, así como otros relacionados con el tráfico de drogas. Todas estas fuerzas multiplicaron y complicaron la violencia.
En los años noventa, las amenazas combinadas de debilidad estatal, producción y tráfico de drogas ilícitas, y grupos armados no estatales en crecimiento, afectaron de forma grave a las políticas de seguridad. Para el final de la década las FARC alcanzaron su máximo poder, se expandieron por el país y lanzaron importantes ofensivas contra las fuerzas gubernamentales. La alianza ‘de facto’ entre éstas y los grupos paramilitares para combatir a la guerrilla y lanzar campañas contrainsurgentes también alcanzó su cima, con la expansión a todo el país de grupos paramilitares agrupados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, hoy prácticamente desmovilizados).
Intervención por invitación
Para entonces, Colombia era un ejemplo destacado de la agenda ‘problemática’ de la comunidad internacional, con múltiples amenazas interrelacionadas: fragilidad estatal, insurgencia y comercio de drogas (y después del 11-S, terrorismo). Un fallido proceso de paz con las FARC, y una combinación de condiciones internas y externas, dieron lugar al Plan Colombia. Este país había sido clave en la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense durante la Guerra Fría, y objeto de forma constante de un intervencionismo encubierto mediante la inversión y el entrenamiento militar, pero este programa marcó la relación más estrecha entre ambos países.
El Plan Colombia fue un programa de ayuda de más de 7.000 millones de dólares (aportados en menos de una década) para combatir los narcóticos y la insurgencia. Tres cuartas partes de la ayuda eran para el ejército y la policía. En 2002, el Congreso de EE UU autorizó el uso de la ayuda para combatir el terrorismo, y en 2003, Álvaro Uribe lanzó el Plan Patriota. A partir de ahí, más que responder a las iniciativas de los grupos armados ilegales, comenzó a crecer el tamaño y la fuerza del ejército y la policía, lo que les permitió tomar la iniciativa con un enfoque más combativo.
El apoyo estadounidense convirtió a Colombia en el mayor receptor de ayuda militar de este país fuera de Oriente Medio y el tercero en el mundo (tras Israel y Egipto). Esta ayuda fue clave en términos financieros, de entrenamiento, y para lograr incrementos sustantivos en las capacidades de movilidad aérea, inteligencia, comunicaciones, coordinación y capacidad organizativa. La movilidad aérea es fundamental dado el tamaño y la inaccesibilidad de partes del territorio colombiano. La disponibilidad de helicópteros creció notablemente y se crearon unidades profesionales y eficaces como la Brigada de Aviación y la Brigada Anti-Narcóticos del ejército, así como nuevas unidades móviles en el ejército y la policía.
Estas iniciativas marcaron el inicio de un apoyo incondicional al fortalecimiento de las fuerzas armadas, aunque el presidente Uribe también ejerció un fuerte control (sin precedentes) sobre las operaciones. El gasto en Defensa se triplicó de 4.000 a 12.000 millones de dólares, en parte mediante un impuesto especial a los bienes de las elites). Las Fuerzas Armadas pasaron de 145.000 efectivos en 2000 a 236.000 en 2008.
De la contrainsurgencia a la estabilización
Para mediados de la década, EE UU había apoyado operaciones en numerosos departamentos, y se habían desplegado miles de soldados. Pero las operaciones, que podían expulsar a las FARC de un área determinada, no podían evitar su retorno una vez que la ofensiva llegaba a su fin. No había estrategia para mantener y consolidar los avances.
La solución llegó con una variedad de políticas y programas financiados con fondos colombianos y estadounidenses. El ya mencionado Plan Patriota, la Política de Seguridad Democrática, y más tarde Acción Integrada, una estrategia elaborada por el Comando Sur (USSOUTHCOM) y el Ministerio colombiano de Defensa.
La doctrina en que se basaron fue que las áreas rurales históricamente abandonadas sólo podrían recuperarse mediante la participación de todo el gobierno para recobrar y consolidar la presencia estatal. La doctrina se puso en marcha con una estrategia en varias fases basada en operaciones militares, proyectos socioeconómicos de impacto rápido (para ganar ‘los corazones y las mentes’) y el establecimiento de instituciones civiles de gobierno. En otras palabras, control territorial, estabilización y consolidación.
Sin embargo, y más allá de la retórica, Acción Integrada fue sobre todo una misión militar. En 2009 se lanzó la Iniciativa Estratégica de Desarrollo para apoyar el esfuerzo y el modelo de consolidación, intentando proporcionar oportunidades económicas una vez que la seguridad y los servicios básicos se hubieran establecido. Se trata de un ejemplo de la doctrina estadounidense de “estabilización”, y atrajo fondos importantes de Washington, proporcionados en el marco de la Sección 1207 Asistencia a la Seguridad y Estabilización (con fondos transferidos del Departamento de Defensa al de Estado).
La integración de operaciones de estabilización en la doctrina militar colombiana refleja y acompaña las mismas tendencias en el ejército de EE UU. Washington ha buscado modelos para reducir la carga sobre sus fuerzas armadas en un marco de restricciones presupuestarias, al tiempo que ayuda a países socios a abordar retos de seguridad complejos que van más allá de las operaciones militares. Un ejemplo claro en América Latina es el Comando Sur, cuyo papel no se limita al apoyo y asesoría militar, o los ejercicios conjuntos, sino que incluye misiones humanitarias (también en desastres naturales), y la lucha contra el tráfico de drogas. Actualmente es un Comando Conjunto de Seguridad Interagencias, integra organismos civiles y hace incursiones en temas como la pobreza, la exclusión o la corrupción, integrando asuntos civiles bajo un “paraguas” militar.
En este modelo de estabilización, las agencias militares asumen el liderazgo en operaciones que pueden incluir aspectos militares, de desarrollo, humanitarios y de imperio de la ley. Con restricciones presupuestarias, EE UU ha encontrado en Colombia a un socio fiable. Por un lado, ha ayudado a crear su propio espejo en las Fuerzas Armadas y las políticas de seguridad colombianas. Por otro, cada vez delega más en este país, a la hora de manejar operaciones externas que se financian con fondos estadounidenses, pero con menos control y a menor coste.
Las fuerzas armadas Colombianas: nuevas misiones, viejos problemas
Los resultados de todo ese esfuerzo han sido evidentes, y mixtos. En el lado positivo, los grupos paramilitares entraron en un proceso de desmovilización, y una serie de operaciones militares exitosas consiguieron debilitar a las FARC. Las ofensivas militares y las tácticas contrainsurgentes les quitaron territorios, redujeron su capacidad de coordinación y de lanzar ofensivas importantes, y en definitiva movieron el conflicto hacia las fronteras y zonas rurales aisladas. Algunos indicadores de seguridad ciudadana mejoraron, particularmente los asesinatos y los secuestros.
En el lado negativo está el coste en derechos humanos, insoportablemente alto en términos de asesinatos, desplazados forzosos y desaparecidos. La erradicación forzosa y las fumigaciones de cultivos ilícitos causaron más desplazamiento de poblaciones muy vulnerables, daños sociales y medioambientales, y trasladaron los cultivos a nuevos territorios y departamentos. La obsesión con los resultados provocó incentivos perversos (con los ‘falsos positivos’ como escándalo más grave).
El control y supervisión civil sigue siendo limitado. En 1997, la Corte Constitucional había decidido que las investigaciones de violaciones militares de los derechos humanos se produjeran en tribunales civiles. Sin embargo, el Congreso se pronunció en 2011 en sentido contrario. En 2013, de nuevo la Corte rechazó esa medida y, aunque no hay decisión final sobre la jurisdicción, existen presiones abrumadoras para que las fuerzas armadas no sean sometidas a las autoridades judiciales civiles.
El presidente Juan Manuel Santos está conduciendo el diálogo de paz con las FARC con máximo respeto hacia los uniformados y tratando de asegurar su apoyo (o al menos, la no interferencia) en el proceso. La reforma del ejército, y la política de seguridad, no están incluidas en la agenda de las negociaciones.
Esto concuerda con los importantes privilegios que ya tiene la institución: coordinación y control del sistema de defensa por los propios militares; autonomía en la gestión y administración de sus recursos e ingresos; alta inmunidad y ausencia de control por parte del Legislativo sobre asuntos militares, entre otros aspectos.
Pero Colombia ha logrado vender una historia de éxitos. Unas Fuerzas Armadas que (junto con las de México) fueron pioneras en la doctrina y estrategia de las operaciones contrainsurgentes en América Latina han encontrado nuevas misiones en la estabilización y construcción del estado. Ahora, el tamaño de estas fuerzas alcanza los 500.000 miembros (incluyendo a la policía) y en 2012 el presupuesto de Defensa rondó los 12.000 millones.
El hecho de que se hayan convertido en una pieza clave de las políticas de seguridad de EE UU tiene implicaciones importantes. Después de Irak, Afganistán y la crisis financiera, EE UU prefiere operaciones especiales con limitada presencia directa. Su objetivo es enseñar a otros países a luchar contra las amenazas para su propia seguridad, con ejércitos que luchan con forma de redes y en conexión, contra las redes transnacionales (terrorismo, crimen organizado y otras amenazas).
Colombia juega aquí un papel clave, en términos simbólicos y reales. En primer lugar, ha sido un caso emblemático de apoyo estadounidense por la duración de ese apoyo, el volumen de fondos y la diversidad de tareas de construcción estatal acometidas. En segundo, Colombia está asumiendo un papel importante a la hora de ejecutar programas de asistencia estadounidense en seguridad, tanto en Centroamérica y el Caribe como en África Occidental, entre otros lugares.
EE UU delega en Colombia un amplio y creciente rango de operaciones, que incluyen asistencia directa a países africanos y el apoyo a AFRICOM en tareas de mantenimiento de la paz y otras. Ambos países participan conjuntamente en misiones de apoyo operacional directo y de formación. El Plan de Acción en Cooperación para la Seguridad Regional, recientemente firmado, pretende coordinar la ayuda a terceros países y profundizar en su asociación para operaciones antinarcóticos. El uso de terceras partes le permite a EE UU evitar los riesgos políticos y financieros asociados con la participación directa, mediante una estrategia barata y que permite a las misiones continuar.
De esta forma, el modelo de operaciones de estabilización planeadas y ejecutadas en Colombia está siendo ahora promovido en otras partes del continente y en África. Las Fuerzas Armadas colombianas usan su conocimiento y experiencia en misiones de combate a las guerrillas, paramilitares, bandas urbanas y traficantes para entrenar y asesorar a otras fuerzas de seguridad. Colombia se ha convertido en algo similar a una base de entrenamiento en tareas antinarcóticos. Entre 2010 y 2012, sus militares y policías entrenaron a 9.200 efectivos de 45 países.
El tamaño y capacidades actuales de las Fuerzas Armadas colombianas, su experiencia en varios tipos de misiones incluyendo la construcción del estado, y esta nueva demanda de sus conocimientos y experiencia añade una nueva dimensión a los retos del posconflicto. En cualquier escenario de transición hacia la paz se abordarían dos elementos importantes: la responsabilidad por violaciones pasadas de los derechos humanos, y el ajuste de doctrinas, tamaño y presupuesto a la nueva realidad (probablemente, bajo un programa de reforma del sector de seguridad).
Pero la relación estrecha con el Pentágono y ese nuevo activismo internacional pueden proporcionar el argumento perfecto para justificar que los presupuestos militares sigan siendo altos, con el fin de responder a amenazas internas y externas. Su papel como socio privilegiado de EE UU tiene capacidad para minar cualquier intento de fortalecer el control civil, y contribuir a mantener su distancia hacia la sociedad civil y las denuncias de grupos de derechos humanos nacionales e internacionales.
Una noticia muy reciente, de principios de febrero, confirma que hay oposición a los diálogos de paz al menos entre sectores de este poderoso ejército. Una unidad secreta de las instituciones de inteligencia de las Fuerzas Armadas ha monitoreado en secreto las comunicaciones entre los negociadores en La Habana, incluyendo al jefe del equipo negociador gubernamental y al Alto Comisionado para la Paz, entre otros. El presidente Santos reaccionó con dureza y destituyó a dos generales. La investigación aún está comenzando y hay preguntas importantes. ¿Quién dio la orden de vigilar las comunicaciones? ¿Quién recibía esa información y con qué propósitos? Hay dos “sospechosos” principales: sectores del ejército y/o sectores del “establecimiento” colombiano. La gran cuestión es si se trata de un intento de boicotear los diálogos o es sólo un ejemplo más de la problemática relación cívico-militar.
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