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“¿Quién pone los muertos? El pueblo del Pacífico.”

Don Gu es un gestor cultural de Tumaco, Colombia. Lleva más de 25 años trabajando con niños y jóvenes para sacarlos de las redes de violencia por un medio que considera poderoso: la cultura. Este es su testimonio.

democracia Abierta Juanita Rico
25 septiembre 2020, 3.36pm
Don Gu
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Fundación Gratidud

Mi nombre es Gustavo Colorado, nací en Tumaco, Nariño, un pueblo de asentamiento afro al suroccidente de Colombia. Crecí en un barrio que se llama Avenida la Playa. A los dos meses de nacido, me dio fiebre tifoidea, es decir, poliomielitis, lo que me afectó el pie derecho. Crecí con mi abuela porque mi mamá me dejó con ella y ella fue mi mamá y mi papá.

Crecer con el polio fue muy difícil porque me tocó guerrearla para poder caminar y no estuvo un médico para evaluar qué enfermedad tenía. Mi abuela usaba hierbas para curarme y yo le pedía a dios que me ayudara a caminar. Aprendí a caminar tarde, a los 16, y ahí comenzó la etapa de entender cómo llegar a la sociedad sin hacerme criminal, parte de alguna banda delincuencial, por ser discapacitado, y me encontré con la sorpresa de esa otra violencia, la mental, que mata a las personas por desconocimiento.

Me tocó enfrentar eso y enfrentar mucha discriminación en el colegio. A raíz de eso, comencé a mirar la música y cómo podía yo hacer para que la gente viera en mí algo diferente a la discapacidad. De ahí comencé a aprender un poco de música, que era algo que ya tenía adentro, que está sobre la sangre, pero que nunca había practicado.

Comencé a ser parte de la Fundación Tumaco y a seguir el legado musical de nuestros ancestros. Luego aprendí a hacer algo de lutería con el maestro Crípulo Ramos y fui avanzando en mis artes. Viví en el sector la Avenida la Playa casi 25 años. Luego me trasladé a un sector más lejos, La Ciudadela. Ahí se vive en otras condiciones.

Cuando llegué era un barrio de invasión, un sector marginado, con un cordón de miseria fuerte. Y una miseria estructural: desde el pensamiento hasta la pobreza física y de necesidades insatisfechas. Un lugar sin agua, sin energía, sin nada. Es ahí donde se crea ese cordón de miseria, donde nace la violencia, donde se origina lo que vivimos en Colombia, en nuestros pueblos.

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Tumaco
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Galo Naranjo, (CC BY-NC-ND 2.0)

Cuando vi esa situación, empecé a crear la idea sobre cómo hacer para sacar a los muchachos y que no cogieran las armas. Primero, comencé a repartir colada de bienestarina. Sacaba una olla grande y así reunía a los niños y los jóvenes y les hablaba.

Cuando ya tuve un grupo grande, comencé a meterles la idea de la música, de la danza y de la lutería y comenzó un trabajo que no pensé que se iba a dar. Ellos empiezan a creer en el proceso de la cultura, del arte y finalmente empezamos a crear una asociación que se llamó “Centro Cultural Artesanal de Música, Danza y Artesanía” con la idea de seguir protegiéndoles, de tenerlos ahí resguardados de toda esa violencia.

Fue en ese momento que entendí que tenía que arrancar un proceso social desde el arte. Comenzamos a ensayar y a mirar y a buscar y a hacer muchas cosas que no sabíamos hacer. Llegó mucha gente. Incluso fuimos reconocidos por ACNUR (Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados) en Nariño y lo vieron como un buen proceso, por lo que nos dieron herramientas para la lutería.

Asimismo, seguíamos en el proceso de alejar a los muchachos de las armas. Muchas veces, no es culpa de ellos terminar metidos en eso. Hay unas necesidades, porque en Tumaco las personas trabajan en conchar, en pescar y en algo de agro, pero eso da muy poco y la gente no se acostumbra a vivir con poco. Ahí comenzó el trabajo social fuerte, porque comenzamos a trabajar con las familias. A decirles que a través del arte podíamos sacar a los muchachos adelante.

En ese proceso de ayudar a los jóvenes estuvieron muchos gestores como yo: bailarines, artistas lutieres. Pero cuando vieron lo que pasó conmigo nadie quiso seguir.

Don Gu tuvo que dejar Tumaco en 2018 luego de recibir amenazas y de un atentado afuera de su casa. Salió a Bogotá desde donde trabaja con la Fundación Gratitud y busca cómo seguir apoyando a los jóvenes a no caer en las redes de violencia.

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Don Gu | Fundación Gratidud

Hoy sigo dictando talleres de música, de lutería. Ha sido una vida muy dura. Cuando uno hace algo por alguien, eso es ser feliz. Las personas que no saben qué es el hambre critican al que coge un arma. Pero no sabemos las dificultades que se pasan en los pueblos para que los padres puedan tener algo de plata para llevarle a comida a sus hijos.

No lo justifico, pero es una realidad que al Estado no le interesa. El Estado no tiene, tampoco, ojos para los pueblos del Pacífico, y es el único que puede protegerlos. Por eso, al mismo pueblo le toca armarse de energía.

Yo quiero crear una escuela en Tumaco donde los jóvenes se sientan seguros y tengan la tranquilidad de que van a estar bien, de que van a aprender un arte y que pueden compartir sin hacerse daño. Ahora estoy en la búsqueda de recursos para eso. Y esa escuela tendrá el mismo nombre del centro con el que empecé: “Centro Cultural Artesanal de Música, Danza y Artesanía”. Esa es la única forma de proteger a nuestros jóvenes, a través del arte y la cultura.

Tumaco es un pueblo muy rico y muy pobre a la vez. Es el centro del Pacífico como uno de los lugares que puede llegar y entrar a todas partes. Por eso también se ha vuelto un territorio de mucha violencia.

Tiene uno de los mejores puertos de América Latina por el que deberían llegarnos muchas cosas, pero no es así. Tumaco no tiene acueducto, todavía nos bañamos con coca y eso es una muestra de lo atrasado que está, y de lo olvidado también.

Otro tema es que a Tumaco lo dañó la coca. Cuando llega la coca a Tumaco, no sabemos de dónde, llegaron muchos problemas sociales. En Nariño, la sustitución de cultivos de hoja de coca para uso ilícito afronta grandes retos en medio del abandono estatal y el conflicto.

Para las comunidades campesinas, indígenas del pueblo Awá y afrodescendientes, la coca se convirtió en un cáncer durante las últimas tres décadas, debido a la llamada ‘guerra contra las drogas’, la militarización de diversas zonas de la geografía colombiana con el Plan Colombia y las aspersiones con el herbicida glifosato. Todo ello fue empujando a los cocaleros desde Putumayo hacia las selvas del piedemonte y la costa Pacífico-nariñense.

El conflicto que generan diversos grupos irregulares que se benefician de la producción del clorhidrato de cocaína afecta las condiciones sociales de los habitantes, quienes ven en la inclusión de sus territorios en la primera etapa del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) una oportunidad de mejora de las condiciones de vida, tras la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno nacional y las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) en 2016.

El incremento de los cultivos de coca en Nariño es, a todas luces, preocupante. Según el “Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos 2017” de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), esta zona del país ocupa el primer lugar en extensión sembrada con hoja de coca, con 45.735 hectáreas, de las cuales 19.516 ha (42,6 por ciento) están ubicadas en Tumaco; seguida de Putumayo, con 26.589; y Norte de Santander, con 28.244 hectáreas. Entre los tres departamentos, según la organización internacional, se concentra el 60 por ciento del área total sembrada en Colombia con esta planta.

Los instrumentos representan un país, mi región, que son un legado que nos dejaron, un legado para protegernos de esa violencia, física y mental.

La realidad es que todos los pueblos de asentamientos afro en Colombia viven mal. ¿Quién pone los muertos? El pueblo Pacífico. Nosotros pagamos los platos rotos del resto y por eso a la comunidad le toca inventarse cualquier actividad para enfrentar la situación, para minimizar la violencia. Pero lo cierto es que en Colombia la violencia se volvió cultura y para nadie es un secreto.

Otros líderes sociales han muerto por trata de salvar sus pueblos, su gente, de poner el pecho. Es algo doloroso y terrible que hoy pasemos por algo así.

A mí me sacaron por querer cambiar pensamientos. Cuando uno agarra jóvenes y les enseña algo diferente se vuelve blanco para los que los quieren para la violencia. Yo tuve más de 300 jóvenes en mis talleres, enseñándoles música, danza. Pero las personas que viven de las armas, del conflicto, los quieren. Y ahí comienza el contrapeso.

La violencia siempre ha estado. Ahora es más fuerte la violencia que la pandemia. Esta pandemia, en la que muchos creían iba a haber menos violencia, y es lo contrario.

Ahora trabajo con la Fundación Gratitud, que es una fundación que cree que el arte y la cultura puede crear transformaciones sociales, traer un bienestar emocional. Ellos capacitan a los gestores culturales en el territorio para que puedan mejorar los procesos con sus comunidades. Enseñan algo que ellos mismos se inventaron, que es la empatía cultural, que consiste en entender cómo sienten los demás al entender sus manifestaciones culturales. Al final, cumplen un rol que debería cumplir el gobierno y no lo hace, que es ayudar a los gestores. Ayudar a las comunidades.

Pero quiero volver a Tumaco y no puedo.

Por ahora, sigo con la Fundación y tocó mis instrumentos: la marimba, el cununo, el bombo. Instrumentos que representan un país, mi región, que son un legado que nos dejaron, un legado para protegernos de esa violencia, física y mental.

Yo quiero volver a Tumaco, a donde mis muchachos, que me enseñaron tanto a mí también. A enseñarles a ellos que la cultura es uno de los medios más poderosos para dejar la violencia atrás y seguir adelante.

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