El sueño de la isla feliz (One Happy Island es el lema oficial de Aruba) se convierte en una pesadilla. Hay barreras de todo tipo, desde el idioma (el imposible papiamento, como lengua local, el inglés como lengua de trabajo y holandés como lengua de la metrópoli) hasta cualquier tipo de relación con una administración que tiene como prioridad disuadir a los venezolanos de su sueño de emigrar a este pretendido paraíso, poniéndoles enfrente un muro burocrático inasequible.
A tan solo 29 kilómetros de una tierra que expulsa sistemáticamente a sus ciudadanos, los arubianos, y los holandeses (el gobierno de La Haya mantienen en sus manos la política exterior y de seguridad de la isla), temen relajar su política migratoria disuasoria. Cualquier noticia que pudiera generar un efecto llamada podría desencadenar una crisis de refugiados, que acabaría con el frágil equilibrio de un sistema económico basado en arena, sol y mar Caribe, y que asegura sus “180 kilómetros cuadrados de felicidad”, como reza la propaganda oficial.
En la economía informal que se mueve por debajo de los lujosos hoteles, las fastuosas residencias y los cruceros gigantescos, Ronald seguirá ejerciendo sus redescubiertas habilidades de carpintería en el sector de la construcción, que aprovecha bien esta mano de obra venezolana, muy cualificada pero precaria, ilegal y muy barata.
Si Ronald no consigue de alguna forma legalizar su situación antes del próximo mes de noviembre, cuando cumplirá tres años en la isla, ha tomado la determinación de regresar. Como el de la mayoría de sus compatriotas, este es el destino más probable de este profesional, cantante amateur de música llanera venezolana, que ahoga su profunda nostalgia con canciones llenas de emoción que acompañan las celebraciones de una diáspora que no ve la hora de regresar a su patria querida y abandonar esta tierra hostil.
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