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Aruba, un destino hostil para los vecinos migrantes venezolanos

Debajo de una fina capa de lujo, ocio y confort, la isla feliz esconde una situación que viola el derecho humano de asilo y refugio que la soberanía holandesa debería garantizar

Francesc Badia i Dalmases Andrés Bernal Sánchez
4 agosto 2022, 11.46am

Playa en el Parque nacional de Arikok, en el sur de Aruba más cercano a la vecina Venezuela

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Francesc Badia i Dalmases

Superada la avenida de los grandes hoteles que se extiende por la costa noroeste de la isla caribeña de Aruba, a pie de playa, están las grandes mansiones de los millonarios, algunas de ellas todavía en construcción. Una de las obras más vistosas, ya cerca del Faro California en la punta oeste de la isla, se erige sobre una colina. En ella trabajan una docena de operarios, la mayoría de ellos venezolanos migrantes en situación irregular.

Muchos de los varios miles de migrantes llegados recientemente desde Venezuela a esta isla caribeña (las cifras varían, según las fuentes, pero ACNUR la sitúa en alrededor de los 17.000 a mediados de 2021, un 11% de la población total de la isla), trabajan en la construcción o en los servicios básicos, y mantienen un perfil bajo por temor a las acciones de la policía de frontera, que pueden incluir la detención e incluso la amenaza de la deportación.

Situada a unos 29 kilómetros (unas 18 millas marinas), de las costas de la península de Paraguaná, que culmina la parte Este del Golfo de Maracaibo en Venezuela, el País de Aruba es una pequeña isla de 180 km2 y unos 110.000 habitantes, integrada en las Antillas Holandesas, pertenecientes a los Países Bajos. La isla, semidesértica e infértil, siempre ha sido un lugar de comercio e intercambio con el cercano continente.

Tradicionalmente, Aruba era destino preferido de venezolanos prósperos que buscaban la tranquilidad de sus hoteles de lujo, la diversión de sus casinos y la relajación de sus playas de arena blanca, mientras que pescadores, comerciantes de fruta y productos frescos, y pequeños contrabandistas cruzaban desde Punto Fijo, estado Falcón, hasta sus costas cotidianamente, en busca de clientes para sus mercancías.

Pero la profunda crisis política y económica en la que se sumió Venezuela, agravada sobre todo a partir de las protestas contra el ascenso de Nicolás Maduro en 2014, extinguió ese flujo completamente. Los venezolanos fueron sustituidos en gran parte por un masivo turismo norteamericano y la práctica dolarización de este pequeño territorio autónomo, hasta el punto de que, en algunas de las calles que conducen a sus enormes resorts, uno tiene hoy más a sensación de estar muchísimo más cerca de Cancún o de Miami que de las costas de Venezuela.

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Vista aérea de la concentración de grandes hoteles en Oranjestad, capital de Aruba

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Andrés Bernal Sánchez

El agravamiento de la crisis venezolana a partir de 2014 provocó un éxodo masivo y, según cifras gubernamentales, supera ya los 6 millones de migrantes, que han buscado refugio, sobre todo en las naciones hermanas de Latinoamérica. Los venezolanos que llegaron a Aruba son relativamente pocos, pero fueron empujados por la misma asfixia económica y política que todos los demás.

Este es el caso de Ronald Blanchard, vecino de Coro, capital del estado Falcón, un especialista en seguridad industrial que trabajó varios años en Petróleos de Venezuela S.A. PDVSA, la petrolera estatal venezolana, que sigue siendo la principal industria de un país sentado encima de la mayor reserva de petróleo conocida en el mundo. PDVSA vivió varias crisis de manejo, acabó en manos de militares, sufrió un rápido deterioro, vivió huelgas y represión, y despidió a miles de trabajadores en sucesivas oleadas, algunas de ellas motivadas políticamente.

Los venezolanos que migraron a Aruba son relativamente pocos, pero fueron empujados por la misma asfixia económica y política que todos los demás

Con la profundización de la crisis, la capacidad adquisitiva de los sueldos cayó en picado. La hiperinflación tuvo consecuencias desastrosas y Ronald Blanchard perdió su empleo. Como especialista en seguridad industrial, Ronald abrió entonces su propia empresa de servicios, pero el deterioro imparable de la economía hizo que la iniciativa fracasara rápidamente y, tras atravesar, como la mayoría de sus conciudadanos, una situación escasez insoportable y gran penuria que puso en jaque a su familia, decidió emigrar.

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Ronald Blanchard realizando trabajos de carpintería en Oranjestad, Aruba

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Andrés Bernal Sánchez

En noviembre de 2018, eligiendo el destino de Aruba, viajó a través del aeropuerto de Riohacha, en la vecina Guajira colombiana, puesto que ya entonces la frontera entre Venezuela y la isla estaba cerrada.

Muchos de sus compañeros de migración, sin embargo, no tuvieron la suerte o los medios para conseguir un pasaje de avión y decidieron llegar a Aruba por vía marítima. Esta es una ruta que, sobre el papel, es corta, y teóricamente se puede recorrer en 4 o 5 horas, pero está llena de peligros.

Un viaje que sobre el papel puede hacerse en pocas horas, a menudo se convierte en una odisea que puede resultar mortal

Como en el estado Falcón o en la Guajira, el viento sopla de manera constante e ininterrumpida, provocando oleaje permanente. La corriente del canal que separa a la isla del continente es poderosa, y a veces invencible para los motores fuera borda de baja potencia que a menudo utilizan los traficantes.

Como cuenta Alex Medina, compañero de Ronald y originario, como él, del estado Falcón, un viaje que sobre el papel puede hacerse en pocas horas, a menudo se convierte en una odisea que puede resultar mortal. Alex conocía la travesía porque en los buenos tiempos, cuando Venezuela era un país próspero, había comerciado con la isla vendiendo pescado y fruta. Cuando la situación se deterioró, decidió migrar a Aruba, donde estuvo un tiempo como ilegal hasta que las autoridades lo detuvieron y lo deportaron sin contemplaciones de vuelta a Venezuela.

La amenaza de la detención y de la deportación es una realidad cotidiana para los migrantes en Aruba. Algunos, con causas de persecución política, optan por solicitar asilo, lo cual es un derecho humano que las autoridades sin embargo conceden con cuentagotas, y que caso de lograrse no es garantía de supervivencia puesto que a los asilados se les impide obtener un permiso de trabajo, lo que les obliga a entrar en el mercado irregular y a protegerse en el anonimato, buscando la invisibilidad.

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Playa al sur de la isla de Aruba, a 29 km de Venezuela

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Andrés Bernal Sánchez

Algunas ONGs internacionales, como la israelí HIAS, se ocupan de su situación, a veces desesperada, gracias a algunos fondos de agencias de NNUU, de la cooperación internacional y de algunas otras organizaciones que atienden a los refugiados en todo en mundo.

Según HIAS, en Aruba unos 2000 venezolanos han solicitado asilo, pero en su gran mayoría les ha sido denegado. Esto hace que se encuentren sin acceso a servicios básicos de salud y obligados a buscarse la vida en el mercado informal. La red de solidaridad con los 17.000 refugiados se extiende a otras organizaciones como la Fundación Venearuba / Casa del Venezolano, que ahora recibe fondos de la Pan American Development Foundation (PADF) y que ayuda a los migrantes más vulnerables con apoyo humanitario, formación y asesoría jurídica.

Existen también algunas iniciativas personales como la de Mallory Medina, una venezolana nacionalizada en la isla que, desde un local situado en un centro comercial golpeado por la crisis que provocó la pandemia en una economía que vive casi exclusivamente del turismo. Mallory recibe donaciones de ropa que distribuye entre las familias venezolanas necesitadas a un dólar la pieza y que reinvierte en repartir comidas entre los más hambrientos.

La determinación de regresar es compartida por la inmensa mayoría de los migrantes venezolanos en Aruba

Mallory está especialmente orgullosa del trabajo que pudo hacer justo antes de la llegada de la COVID-19. Ella cuenta cómo fue capaz de coordinar con las autoridades arubianas y con ACNUR, algunos vuelos humanitarios para repatriar voluntariamente a refugiados venezolanos que, ante las tremendas dificultades para asentarse en la isla, y con la angustia de una situación ilegal y precaria que se convierte en permanente, decidieron regresar. La pandemia y el cierre de la frontera con Venezuela frustró el proyecto de continuar repatriando a los más desesperados.

La determinación de regresar, urgente o no tanto, es compartida por la inmensa mayoría de los migrantes venezolanos en Aruba, cuenta Ronald Blanchard. Como él, muchos acaban consiguiendo ganar un buen dinero y enviarlo a la familia que dejaron atrás, pero las condiciones de precariedad, la práctica imposibilidad de conseguir un permiso de trabajo y residencia y vivir sin miedo son un factor disuasorio decisivo a la hora de abandonar el proyecto de vivir en la isla.

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Ronald Blanchard canta durante una celebración privada ante compatriotas venezolanos en Palm Beach, Aruba

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Andrés Bernal Sánchez

El sueño de la isla feliz (One Happy Island es el lema oficial de Aruba) se convierte en una pesadilla. Hay barreras de todo tipo, desde el idioma (el imposible papiamento, como lengua local, el inglés como lengua de trabajo y holandés como lengua de la metrópoli) hasta cualquier tipo de relación con una administración que tiene como prioridad disuadir a los venezolanos de su sueño de emigrar a este pretendido paraíso, poniéndoles enfrente un muro burocrático inasequible.

A tan solo 29 kilómetros de una tierra que expulsa sistemáticamente a sus ciudadanos, los arubianos, y los holandeses (el gobierno de La Haya mantienen en sus manos la política exterior y de seguridad de la isla), temen relajar su política migratoria disuasoria. Cualquier noticia que pudiera generar un efecto llamada podría desencadenar una crisis de refugiados, que acabaría con el frágil equilibrio de un sistema económico basado en arena, sol y mar Caribe, y que asegura sus “180 kilómetros cuadrados de felicidad”, como reza la propaganda oficial.

En la economía informal que se mueve por debajo de los lujosos hoteles, las fastuosas residencias y los cruceros gigantescos, Ronald seguirá ejerciendo sus redescubiertas habilidades de carpintería en el sector de la construcción, que aprovecha bien esta mano de obra venezolana, muy cualificada pero precaria, ilegal y muy barata.

Si Ronald no consigue de alguna forma legalizar su situación antes del próximo mes de noviembre, cuando cumplirá tres años en la isla, ha tomado la determinación de regresar. Como el de la mayoría de sus compatriotas, este es el destino más probable de este profesional, cantante amateur de música llanera venezolana, que ahoga su profunda nostalgia con canciones llenas de emoción que acompañan las celebraciones de una diáspora que no ve la hora de regresar a su patria querida y abandonar esta tierra hostil.

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Ronald Blanchard posa para un retrato junto a su cuatro (instrumento musical tradicional venezolano) en una playa al norte de Aruba

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Andrés Bernal Sánchez

Acompañado de su cuatro venezolano, frente al mar adverso que le separa de su familia y amigos, Ronald entona : “…para mal o para bien, a mí me tocó esta ruta, y qué le vamos a hacer, si hay que perder, aún no estoy resignado, déjenme seguir luchando, que mi deseo es vencer...”. Es su canción preferida.

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