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Colombia: reglamentar la protesta, ordenar la conciencia

El nuevo presidente colombiano ha llamado a “dejar atrás los odios”, y a “unir fuerzas” para emprender un nuevo capitulo en la historia política del país. Sin embargo, este transformado discurso unitario resulta en un acto de inevitable coerción política. English

Sergio Calderón
22 agosto 2018
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Protesta estudiantil en la Universidad Pedagógica de Bogotá, Colombia en Septiembre 27, 2017. (Photo by Daniel Garzón Herazo/NurPhoto/Sipa USA) ÇPA Images, All rights reserved.

No se había siquiera posesionado el presidente Iván Duque, y el gobierno entrante ya daba pinceladas de lo que se podría esperar en los meses y años siguientes. Después de la contundente victoria del candidato del partido Centro Democrático el pasado 17 de junio durante la segunda vuelta presidencial, se empezaba a visibilizar a la luz pública el equipo que traería consigo el ahora exsenador.

Encabezado por Alberto Carrasquilla, exministro de hacienda durante el gobierno de Álvaro Uribe, economista inquebrantablemente neoliberal, amigo de las transnacionales extractivistas, y figurante en los Panama Papers, el nuevo equipo de gobierno reflejaba muchas de las expectativas que se habían evidenciado durante el largo proceso electoral: el conservadurismo social y la tecnocracia liberal serían la piedra angular de la presidencia de Duque.

Es a partir de esta postura tecnócrata que el presidente ha llamado a “dejar atrás los odios”, y a “unir fuerzas” para emprender un nuevo capitulo en la historia política colombiana. Sin embargo, este transformado discurso unitario no llama solamente al consenso de los actores políticos, sino que también resulta en un acto de inevitable coerción política.

Sin más, esto se ve ejemplificado  en las declaraciones del nuevo ministro de defensa, Guillermo Botero, durante la Cumbre Concordia Américas, quién aseguro, sin titubeos, que “respetamos la protesta social pero también creemos que ésta debe ser ordenada y que represente los intereses de todos los colombianos y no solo de un pequeño grupo”.

La consolidada tecnocracia neoliberal que abandera el nuevo gobierno presenta entonces un desafío crítico para una oposición, tanto institucionalizada como social, que ha presenciado el asesinato de, a la fecha, 123 líderes sociales en lo que el Contralor General de la Nación Edgardo Maya ha denominado como “una noche oscura” 

“Dejar atrás los odios”

Las elecciones legislativas para conformar el nuevo congreso, celebradas el pasado 11 de marzo, dejaron, entre otras cosas, una tendencia que se convertiría en realidad electoral.

Ese mismo día, al margen de las elecciones para senado y cámara de representantes, dos coaliciones políticas realizaban consultas para elegir al candidato presidencial: por un lado, la llamada Gran Consulta por Colombia reunía a Iván Duque, Marta Lucía Ramírez, y Alejandro Ordoñez, mientras la consulta Inclusión Social para la Paz enfrentaba a Gustavo Petro con Carlos Caicedo.

La noción de tecnocracia moderna que tanto tácita como explícitamente ha abanderado Duque es un modo de gobernabilidad resultante del economicismo que supone el auge del neoliberalismo anglosajón.

La primera, en la cual salió victorioso Duque con más del 70 por ciento, había movilizado a la mayoría de aquellos que hace dos años, el 2 de octubre de 2016, promovían el “NO” durante el plebiscito para aprobar los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

Mientras tanto, la consulta en la cual ganaba Gustavo Petro, exsenador de la república y exalcalde de Bogotá, amalgamaba alrededor del movimiento Colombia Humana a una variedad de organizaciones sociales y corrientes progresistas. Desde ese entonces, tanto las encuestas como los votantes habían cerrado un pacto taciturno, ante lo que parecía una verdad paulatina: Duque y Petro pasarían a segunda vuelta, y competirían por la presidencia el 17 de junio.

Las razones que llevaron al triunfo electoral de Duque y de su partido, el Centro Democrático, liderado con ‘mano firme y corazón grande’ por el expresidente Uribe, son muchas.

Hay también, como en tantos casos de las relaciones y decisiones humanas, cierto grado de incomprehensibilidad y de incertidumbre, de variables sin resolver y de problemas aún por explicar y si acaso entender. Pero más allá de entender el porqué, es fundamental descifrar y discernir el significado, no solo de su victoria, sino de aquellas cosas que se dijeron durante la campaña y se seguirán diciendo durante su estancia en el gobierno.

La noción de tecnocracia moderna que tanto tácita como explícitamente ha abanderado Duque es un modo de gobernabilidad resultante del economicismo que supone el auge del neoliberalismo anglosajón.

La lógica que el neoliberalismo graba sobre el estado, como aseguraría Wendy Brown es aquella de la empresa: una línea agresiva cuyo propósito es salvaguardar la propiedad privada, la creación y acumulación de capital, y que entiende el acto mismo de gobernar como una forma de administrar.

Si el estado mismo se convierte en un aparato que simplemente administra, es evidentemente lógico que sus gobernantes sean, por ende, administradores, economistas, y, a fin de cuentas, tecnócratas. El problema con esto tiene un carácter social que de entrada se nulifica dentro del pensamiento tecnócrata.

Los diferentes ámbitos de la sociedad quedan a la merced de una lógica que deshumaniza a las gentes; la salud y la educación se convierten en comodidades, y por consiguiente en privilegios. Al final, el ser humano resulta no es más que un consumidor, un proveedor de información, y una posibilidad de explotación.

Administrar, entre otras cosas, es también reglamentar. Por ejemplo, un gobierno que acoja la lógica de la tecnocracia neoliberal reglamenta la economía con el propósito de desregular y liberalizar el mercado, descarga a las clases propietarias de impuestos, y de esta manera solidifica el statu quo material de la sociedad, en el cual se refleja la ya evidente desigualdad económica.

Pero esta lógica no se queda solamente en el ámbito de la economía, y si bien existen innumerables ejemplos, pocos hay tan claros y evidentes como las declaraciones del ministro Botero, quien, en resumen, proponía en voz alta reglamentar la protesta social.

No debería ser sorprendente entonces que un administrador empresarial y burócrata de carrera quiera regular las expresiones populares que han venido creciendo y se han venido visibilizando en los últimos 10 años.

No es tampoco una propuesta nueva, y menos sin fundamentos dentro del contexto de la forma de gobernar que defendió en su entonces Álvaro Uribe y que preservará Iván Duque. De hecho, esta va de la mano de está la idea de la unidad nacional y del consenso que Duque volvió a repetir durante su discurso de inauguración el pasado 7 de agosto.

Su discurso unitario no sonó por primera vez esa tarde en la plaza de bolívar en el centro de la capital colombiana. De hecho, está fue una de las líneas discursivas claras de la campaña electoral: el llamado a la unidad, es decir, a reposar las diferencias, a silenciar los antagonismos, y, en sus propias palabras, “dejar atrás los odios”.

Sin más, el presidente entrante aseguró durante su inauguración que será el líder de una generación “llamada a gobernar libre de odios, de revanchas, [y] de mezquindades”.

Pero ¿hasta qué punto refleja este discurso una forma diferente de pensar y entender la política nacional? ¿Cuáles repercusiones tendrá este lenguaje durante el gobierno, y como se expresará esto en el campo social? Y, finalmente, ¿de que manera es la propuesta de Botero una ejemplificación de este discurso unitario?

El problema de la unidad y el consenso es que enmascaran el miedo a la diferencia. La unidad nunca existe en una ubicación neutral; en todo caso siempre se alimenta de la hegemonía, del régimen de poder político, y de la norma social.

El problema de la unidad y el consenso es que enmascaran el miedo a la diferencia. La unidad nunca existe en una ubicación neutral; en todo caso siempre se alimenta de la hegemonía, del régimen de poder político, y de la norma social. El nuevo discurso unitario no llama a un consenso desde una plataforma imparcial, no invita a un dialogo en un punto neutro.

El discurso de la unidad nacional no tiene otro propósito que cooptar y devorar a la totalidad del espectro político, engullirse y encubrir a la pluralidad democrática, e invisibilizar a cualquiera que se presente como antagónico frente a la hegemonía.

Si el gobierno de Duque y Botero concluye con reglamentar la protesta social, símbolo indudable de décadas de lucha y del poder de la desobediencia civil colectiva, esto resultará en un discurso oficial que permeará a los distintos ámbitos de la sociedad, como los medios de comunicación, y que condenará, criminalizará, e invisibilizará a la oposición que se organiza y mueve por fuera de las instituciones políticas.

Cuando oponerse y desobedecer es criminal, no tanto por ley sino por norma social y política, se cementa el autoritarismo taciturno. “Dejar atrás los odios”, como diría el presidente Duque, no es más que dejar atrás la política, y remplazarla por la tecnocracia. 

“La fuerza que une”

No resulta nada sorprendente saber que el logo de Fenalco, el gremio empresarial que otrora presidió el nuevo ministro de defensa Guillermo Botero, lea: “la fuerza que une”. Ese mismo matrimonio de unión y fuerza, o más bien unión a la fuerza, fortalece y consolida la noción de gobernabilidad abanderada por Duque y el Centro Democrático. Por esto tampoco es inesperado que su ministro de defensa sea un líder empresarial, y menos que Botero, en su lógica de administrador, haya decidido poner en la mesa la propuesta de reglamentar la protesta. Aun así, reglamentar la protesta, más que una iniciativa de carácter legislativo es también un reclamo social; reglamentar es organizar y ordenar, y en un territorio en donde se reglamente la expresión política libre también se organiza la conciencia.

Ordenar la conciencia es borrar la historia, tal como pretendió hacer el presidente del congreso Ernesto Macías, en el marco de la inauguración del nuevo gobierno, al asegurar que en Colombia “no ha existido una guerra civil ni un conflicto armado, sino una amenaza terrorista contra el Estado”.

Esta predica no solo se he repetido incontables veces durante la historia reciente, sino que curiosamente se asemeja a los eventos posteriores a la masacre en la planta bananera en Cien Años de Soledad, donde los militares repiten religiosamente que la masacre “seguro fue un sueño… en Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz”.

Ordenar la conciencia no solo es desprestigiar a la oposición, sino también desvalorar y desamparar las vidas de quienes luchan. Calificar a la protesta social como un impedimento al desarrollo económico, como lo tildó Botero, manda un claro mensaje a los activistas, lideres y militantes de organizaciones sociales y políticas.

Más que esto, también deja entrever el economicismo con que el gobierno ve a los ciudadanos: como sujetos productores y consumidores, raramente como gentes dignas y capaces de organizarse y expresarse políticamente.

Ordenar la conciencia es unir por la fuerza, siendo la “fuerza que une” el estado tecnócrata y neoliberal. Y cuando se una une por la fuerza, la unión no resulta de un pacto, menos de un consenso, sino de una coerción, siempre por métodos violentos bien sean simbólicos, económicos o físicos.

“Santa indignación”

Sin embargo, si algo mostró el pasado periodo electoral son las posibles uniones y acercamientos entre diferentes grupos, movimientos y organizaciones sociales, y su capacidad para articular un frente de oposición al gobierno de Duque.

No obstante, esta oposición no se organiza principalmente alrededor de una representación institucional, la cual representa el excandidato presidencial y ahora senador Gustavo Petro, cuyo partido-coalición DECENTES aglomera a varios partidos y organizaciones incluyendo al ASI (Alianza Social Independiente), MAIS (Movimiento Alternativo Indígena y Social), Unión Patriótica, y Colombia Humana, el movimiento vanguardia de Petro.

Diversos movimientos ambientalistas, sindicalistas, indigenistas, y LGTBI+, que, entre otros, apoyaban al candidato de la Colombia Humana, han reiterado su apoyo a convergencias amplias alrededor de proyectos democráticos y progresistas, pero aún así reiteran su independencia y autonomía.

El papel del estado dentro de la política Colombia siempre ha sido muy complejo; el conflicto armado interno que explotó tras el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948 ha mostrado a un estado que no ha vacilado en utilizar el monopolio de la violencia para sostener el statu quo social.

Reglamentar la protesta, y así ordenar la conciencia, no se muestran como expresiones nuevas o inéditas en Colombia, pero representan por igual un desafío importante para los movimientos en oposición. 

Las cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica muestran que entre los años 1958 y 2012, el conflicto ha causado la muerte de 218,094 personas, de las cuales el 81% han sido civiles. Como propone el académico Jairo Estrada en su informe para la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, el estado colombiano “se ha orientado principalmente a la contención y destrucción (incluido el exterminio físico) de las expresiones políticas, reivindicativas y organizativas del campo popular, y de manera principal contra los proyectos que han representado una amenaza frente al orden social vigente”.

Si bien la historia transforma a los actores políticos y a los campos de lucha social, el gobierno tecnócrata del presidente Duque y el ministro Botero muestran la evolución y la mutación de aquellos discursos y formas de gobernar que intentan marginalizar y excluir tanto las expresiones políticas alternativas como a los movimientos en resistencia.

Reglamentar la protesta, y así ordenar la conciencia, no se muestran como expresiones nuevas o inéditas en Colombia, pero representan por igual un desafío importante para los movimientos en oposición. 

Quizá, como asegura el escritor y activista uruguayo Raúl Zibechi, habrá que solidificar y re-articular los procesos organizativos que pretendan formar resistencia ante las fuerzas y discursos que como “la Hidra devoran todo a su paso, engullen todo, recodifican toda ‘alternativa’ en su métrica de acumulación y sometimiento”.

Para Zibechi este ejercicio consiste no solo en un acto de resistencia que incluya el dialogo, la medición de correlación de fuerzas o la recuperación de tierras y recursos, sino también en la creación de un “mundo nuevo”, unas formas diferentes de concebir las relaciones sociales y materiales.

Quedaría entonces el sonoro dictamen del filósofo colombiano Estanislao Zuleta, quien en una de sus obras soñó con ese “mundo nuevo” que nos propone Zibechi, y a partir del cual se pueden inspirar las nuevas formas de resistencia social al régimen entrante: “se rompió la rutina de una amarga resignación y ahora puede brotar libremente una renovadora, una santa indignación.

Y de la dispersión mecánica de nuestras vidas, en los dormitorios y puestos de trabajo, surge la comunidad, la asamblea que delibera, grita, teme y calcula”.

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