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Crimen y estado: tiempo de escándalo en América Latina

En Argentina, México y Brasil, una serie de escándalos mayúsculos ha puesto de relieve los turbios vínculos entre la gran delincuencia y la escena política. ¿Por qué se han visto truncadas las esperanzas de reforma?  English

Ivan Briscoe
24 febrero 2015
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Los argentinos salen a las calles en protesta después de la muerte del fiscal especial Alberto Nisman. Pero ¿a quién pueden dirigir su indignación? Demotix/Claudio Santisteban. All rights reserved. 

Fue en la ciudad siria de Alepo, poco antes de que estallara la guerra, donde se fraguó el complot que de algún modo llevaría a la muerte del fiscal argentino Alberto Nisman. Lo que salió de este encuentro extraordinario y reservado entre el ministro de asuntos exteriores argentino, sus homólogos iraníes y el presidente sirio Bashar al-Assad, fue un “plan de impunidad” e “ingeniería criminal” urdidos al más alto nivel de poder del estado. O esto es lo que se nos induce a creer si leemos el documento de 289 páginas al que Nisman dedicó los últimos días de su vida–y que ahora, para siempre y de manera irrevocable, estará manchado con su sangre.

La muerte de Nisman de un disparo en la cabeza en circunstancias todavía desconocidas y posiblemente imposibles de conocer en su apartamento de Buenos Aires el 18 de enero, acaeció el día antes de que presentara su informe ante el Congreso y ha transformado la vida política del país. En su informe, el fiscal detalla las supuestas acciones y los supuestos actores del plan tramado en Alepo–un plan para el deshielo de las relaciones diplomáticas y económicas entre Irán y Argentina, congeladas durante 13 años.

Hasta aquí nada que objetar, admite el fiscal: éste es un asunto de diplomáticos y no de investigadores judiciales. Sus acusaciones entran en juego donde acaban las formalidades del rapprochement diplomático.

La oscura transacción que lubricaba las conversaciones secretas, argumenta Nisman, consistía en la oferta por parte argentina de cesar en sus esfuerzos por implicar a Irán, y particularmente a cinco altos funcionarios iraníes, en el peor atentado terrorista de la historia de Argentina. Por lo tanto, el disparo que acabó con la vida del fiscal es el final deshilachado de una cadena de eventos que se remonta serpenteando, a través de un oscuro laberinto de espías e islamistas, de juicios y sentencias absolutorias, de dinero en efectivo para confesiones y silencios, hasta llegar a aquella mañana de invierno de 1994 en Buenos Aires, cuando una bomba de grandes dimensiones colocada en una camioneta Renault explotó delante del centro comunitario judío AMIA dejando 85 muertos.

Más allá de Argentina

Los argentinos se hallan hoy en estado de shock. Se mantienen las posibilidades de perjuicio legal y político grave para la presidenta del país, Cristina Fernández de Kirchner, cuyo mandato termina a finales de año, al tiempo que las investigaciones sobre la muerte de Nisman y su informe avanzan a trompicones. Hace tres semanas, la presidenta fue imputada como resultado de las acusaciones de Nisman (el juez del caso, sin embargo, desestimó la denuncia). Al mismo tiempo, es posible que el caso en su conjunto, junto a los ecos de la enorme necrópolis política argentina y de los muchos "suicidios" insondables que se producen entre la élite del país, impida cualquier comparación o generalización.

Aún así, el caso Nisman no es único en América Latina. En México, la desaparición de 43 normalistas en septiembre de 2014 generó la primera auténtica revuelta contra la narco-corrupción sistémica. En Brasil, el escándalo Petrobras apenas ha comenzado a amenazar a la dirección del Partido de los Trabajadores y a la presidenta Dilma Rousseff, cuyos índices de popularidad han caído a 24% tan sólo unos meses después de su reelección.

Casi todos los países de la región llevan la marca distintiva de actividad criminal, ya sean drogas, protección, corrupción o blanqueo de dinero, y de las complicidades y acomodos a todos los niveles, altos y bajos, entre crimen y actores políticos. Pero la pregunta es por qué ahora, en unos países supuestamente transformados y revitalizados, o simplemente remozados para el consumo mediático, ciertos delitos o escándalos despiertan una reacción popular de indignación rara vez vista con anterioridad. Tampoco puede pasar inadvertido el hecho de que los delitos en cuestión no apuntan de forma directa a una orden de un presidente, ministro o general, o a cualquier otra de las fuentes más tradicionales de fomento de asesinatos de estado en América Latina.

Aunque no debe descartarse ninguna hipótesis, parece un tanto descabellado imaginar que se mandó a algún acólito cristinista a silenciar a Nisman, o que un escuadrón de asesinos a sueldo acecha en los márgenes de los simposios progresistas progubernamentales, ocultando sus armas en volúmenes de Laclau o de Zizek. Y lo que preocupa a los ciudadanos argentinos, a los manifestantes mexicanos o a las clases medias de Brasil no es primordialmente que el culpable pueda sentarse sin pudor en algún sillón de poder.

La preocupación es mucho más difusa y, por consiguiente, mucho más letal para la política democrática: el temor es que todos los esfuerzos de la última década para regenerar el estado, redistribuir la riqueza o reformar las leyes nacionales acaben varados en las tercas realidades del poder. Al fin y al cabo, fue el ex presidente Néstor Kirchner quien anunció en 2005 ante el Congreso, como Nisman iba a hacer en enero, que la época en la que gobernaba el país un aquelarre de "genocidas, ladrones y corruptos" había terminado. Y ahora es la esposa del fallecido presidente quien sigue haciendo proselitismo en Facebook mientras las artes oscuras se van rebobinando.

El juego de las culpas

El hecho de que, en las altas esferas del poder metropolitano, nadie sea personalmente culpable de la muerte de Nisman, o de la desaparición de los estudiantes rurales de Guerrero, México, puede también interpretarse en el sentido de que todo el mundo es culpable.

Esta manera de entender los acontecimientos como sistémicos es la dominante en la ola de protestas en México, donde voces mordaces como la de la periodista Carmen Aristegui, el experto en corrupción Edgardo Buscaglia o el profesor de derecho John Ackerman señalan el pacto con el diablo que la clase política ha rubricado–pista libre para el crimen organizado en territorios remotos, siempre y cuando tampoco se toque la vida fácil de los acuerdos de negocios, la inmunidad legal, los sobornos y los fondos de campaña para las élites. “El epicentro de la delincuencia son los políticos", afirma Buscaglia. "México es un país cuyos controles del estado han colapsado desde  hace años."

Cuánto de explícito, consciente o cómplice tiene este pacto es, sin embargo, objeto de duda. Se sabe que el presidente de México, Enrique Peña Nieto, se informa acerca de sus 120 millones de ciudadanos a través de un briefing diario de recortes de prensa recalentados. Su desconocimiento de la realidad quizás eclipsa su complicidad, pero las comodidades de su residencia de 7 millones de dólares no le han granjeado muchas simpatías.

Del mismo modo es probable que no sepamos nunca con precisión qué guiños y favores fueron necesarios para que el ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca–uno de los principales sospechosos en relación con la aparente masacre de Guerrero–mantuviera durante dos años un puesto político en nombre de un partido nacional de centro-izquierda, el PRD. Y ello a pesar de las múltiples conexiones de su esposa con la mafia o del testimonio de primera mano según el cual el alcalde, con una botella de cerveza en una mano y una pistola en la otra, asesinó personalmente a un activista local en 2013.

Evidentemente, en estas mismas regiones periféricas desprovistas de un estado propiamente dicho, los lugareños son perfectamente conscientes de la proximidad de las autoridades con el crimen. Tan agotadas están las existencias de autoridades locales honestas en Guerrero y otros lugares tras descubrirse la existencia de varios cementerios clandestinos, que los autodenominados “grupos de autodefensa” están tomando el asunto en sus propias manos. Las conclusiones aportadas en enero por el fiscal general Jesús Murillo Karam tras la investigación oficial sobre los 43 desaparecidos–una 'verdad histórica' alegando que fueron asesinados como parte de una reyerta entre facciones  de un antiguo cártel de la droga, y luego incinerados en un vertedero de basura–apunta a los vínculos existentes entre la policía, Abarca y la mafia local de la heroína.

El relato de la fiscalía sobre la masacre se detiene aquí. Pero deja campo libre para más conjeturas acerca de la actuación de las autoridades. En este sentido, cabría la posibilidad de que el estado central y los cuerpos de seguridad tuvieran perfecto conocimiento de lo que acontecía la noche del 26 de septiembre, a tenor de los informes de los tiroteos al anochecer, el robo de autobuses i el pandemonio general que precedió a la masacre. ¿Cómo se explica que el acuartelamiento del Batallón de Infantería 27, con base en Iguala, no estuviera en estado de alerta–máxime cuando uno de los normalistas que sobrevivió a aquella noche, Omar García, había declarado que el ejército “siempre llega a acuerdos con los narcos”? ¿O la policía federal? ¿O el ex gobernador del estado, Ángel Aguirre, anteriormente diputado y miembro, durante 26 años, del PRI, el partido actualmente en el gobierno?

Alternativamente, cabe la posibilidad de que ninguna de estas instituciones ni tampoco ningún representante político relacionado con el estado central supiese nada del estado sin ley de Guerrero ni le importasen mucho los delincuentes que operan en él. Esta línea de defensa probablemente serviría en un tribunal de justicia y es difícil encontrar pruebas que demuestren lo contrario. Pero en un lugar en el que el presidente, elegido en 2012, se ha comprometido a tratar de redimir el país ante la opinión internacional con un programa de crecimiento y liberalización, sin duda no es muy positivo no saber nada y todavía menos no controlar un territorio que se encuentra a tres horas en coche de la capital.

Se acaba el cuento

Estas tensiones entre la responsabilidad del estado, su conocimiento y control del país, y la manera en que se representa a sí mismo, se sitúan en el centro del malestar público generado por estos casos. Tanto en México como en Argentina, si bien desde tendencias políticas distintas, los gobiernos se han implicado ellos mismos en la tarea de acuñar un discurso y limpiar una imagen pública: esto es gobernar a través del relato.

Ninguno de los dos ha resistido la experiencia del gobierno del día a día. Al conseguir proyectar el rostro aliñado de Peña Nieto, el perfil inversor de México triunfó brevemente, mientras se blindaba ante el mundo frente a noticias sobre el crimen, si bien, finalmente, haya sido un crimen atroz el ha acabado dominando las informaciones sobre México.

El caso Argentino es más complejo. Desde que en 2003 empezara la presidencia de Kirchner, ha proveído bastantes bienes públicos, que incluyen crecimiento económico, baja desigualdad (uno de los tres mejores desempeños de la región) y subsidios para los pobres. Aún así, el principal argumento discursivo no ha sido el enriquecimiento general sino el regreso a la causa de los que murieron a manos de la dictadura militar de finales de los años 70 y a la demonización de los colaboradores de la junta. Esta combinación de mejora material, memoria histórica y polarización maniquea se ha demostrado extremadamente efectiva como estrategia de gobierno. En tiempos mejores, el gobierno se apuntó el mérito del crecimiento impulsado por las materias primas, atribuyéndolo a la soberanía popular. Pero a principios de 2014, ante la depreciación del peso y una marea de noticias económicas muy desfavorables, el gobierno de Kirchner se ha dedicado a culpar a lo que queda de la dictadura y sus rentistas financieros. De igual manera, la respuesta al caso Nisman ha sido quejarse de agentes de desestabilización apostados en cualquier esquina, e incluso en la muerte misma. El hasta hace poco jefe del gabinete de ministros, Jorge Capitanich, declaró recientemente: “Es la operación más voluminosa de golpismo judicial activo que conozca la historia argentina“.

Escuchas telefónicas

Pero sostener un relato de esta naturaleza tiene dos problemas. En tanto necesita ser alimentado constantemente para mantenerse, el gobierno tenderá a ver a las instituciones independientes y a las fuentes de información, como el instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) o la fiscalía, más como irritantes que como capital público. En segundo lugar, enfrentado a determinadas amenazas, el gobierno tenderá a echar mano de aquellos cuerpos del estado de los que, siguiendo su propia narrativa, en principio se ha distanciado.    

Los servicios de inteligencia estatales argentinos destacan por su extraordinaria omnipresencia en el caso Nisman. Un lector neutral del informe del fiscal se sorprenderá seguramente del uso generalizado de escuchas telefónicas a oscuras figuras conectando Irán con Argentina. De hecho, una de las grandes debilidades del informe es que presenta muy pocas pruebas que liguen estos cuchicheos conspirativos con la aprobación de autoridades del más alto rango, sea el ministro de asuntos exteriores o la propia Cristina Fernández.

Al mismo tiempo, estas mismas autoridades parecen haber recurrido a espías–habitualmente a los mismos espías- para atender sus necesidades del día a día. Sabemos que desde fecha tan temprana como el 2004 Néstor Kirchner se inclinaba por controlar personalmente a los agentes de inteligencia del país; el propio ministro de justicia de la época dimitió por este asunto. Un antiguo aliado de Kirchner de sus tiempos en la Patagonia fue colocado al frente del servicio de inteligencia (antes llamado SIDE, hoy sólo SI). La fábrica de rumores llega incluso a sostener que el presidente se echaba una siesta escuchando grabaciones telefónicas realizadas a sus oponentes políticos. Dicen que, con aires de patriarca, llamaba al servicio “mi SIDE”.

Un antiguo jefe de inteligencia ha sugerido que la actual presidenta ha seguido con esta tradición, disfrutando de las conversaciones de sus oponentes con fruición. Naturalmente, muchos de estos “hechos”, la mayoría de ellos derivados de comentarios sin atribuir por parte de agentes de inteligencia retirados o en ejercicio, deben ser tratados con cautela. Pero lo que sí sabemos es que la inteligencia usada por Nisman brotaba en buena parte del trabajo de Jaime Stiuso, un agente de muy alto rango que fue despedido en diciembre. Facciones de espías rivales con sus jefes enfrentados entre sí parecen ser, de hecho, una de las causas más probables de la muerte del fiscal. Tras haber sufrido supuestamente persecución por parte de agentes secretos, el periodista del Buenos Aires Herald que twitteó las primeras noticias de la muerte de Nisman huyó del país rumbo a Tel Aviv.

Quizás salgan a la luz los detalles luctuosos de la muerte del fiscal. Pero incluso si no lo hacen, un precepto emerge acerca de la manera en que los nuevos gobiernos radicales de América Latina han aprendido a ejercer el poder. Las tangentes y divergentes líneas de investigación de Nisman, saltando como lo hacen desde Siria al Paraguay, comprendiendo facciones de espías y adversarios en la judicatura, o incluso bloques rivales de víctimas del ataque original a la AMIA, le deberán mucho a las ficciones de Borges. Pero la longevidad y supervivencia de las técnicas del poder que emplearon los antiguos oligarcas y generales argentinos, hoy caídos en desgracia, es puro Foucault.  

Pedazos de estado

Esta dependencia de viejos estados y sus mecanismos de seguridad caracteriza gran parte de la América Latina moderna. Cuando, conjuntamente con colegas de otros dos institutos empezamos a estudiar las redes ilícitas en la región para un libro publicado recientemente, nos sorprendió constatar cuántos gobiernos –ya fuesen radicales, moderados o de derechas- dependían de pactos y coaliciones sumamente volátiles con muy diversos, y a veces dudosos, aliados. Ante los desastres económicos de los años noventa, la democracia trajo al gobierno a nuevas fuerzas lideradas por políticos que carecían de estructuras de partido, tenían un alcance territorial y una experiencia limitados,  o se asentaban en su capacidad de seducción populista. Este fue el caso, de una manera u otra, de Venezuela en 1998, México en 2000, Brasil en 2002 y Argentina en 2003.

Una vez en el poder, y dada la limitación de medios, las reformas que introdujeron para dar respuesta a la enorme expectativa pública generada, más que de cemento armado, fueron de cañas y barro. Sus narrativas pueden haber sido estupendas en ocasiones. Pero con escasos fundamentos sobre los que erigirse, a la hora de cerrar pactos dependían del parlamento, y de los sindicatos y las élites económicas, o de los medios de comunicación y de las fuerzas de seguridad. Y con los pactos, en muchos casos, llegó la asociación más o menos directa con las actividades clandestinas y el crimen organizado.

La tiranía de los beneficios mutuos puede ser vista como el síndrome de los gobiernos latinoamericanos modernos. Los intercambios de favores y dinero reflejan esta insólita coexistencia entre endebles gobernantes que rechazaban el pasado y emblemáticas figuras pertenecientes a esa misma historia sórdida que decían rechazar. En alguno caso extremo, los entresijos del nuevo gobierno conspiraron para construir un nuevo orden cimentado en viejas corrupciones.

Es difícil explicar de cualquier otro modo la colosal magnitud del escándalo de corrupción que en Brasil sacude a Petrobras y a la propia Dilma Rouseff–el supuesto desvío, entre 2004 y 2012, de 3.500 millones de dólares a través de sobornos de un club de contratistas regulares hacia cuentas de miembros del Partido de los Trabajadores y sus aliados. Es el mayor escándalo de corrupción en la historia de Brasil y apesta no sólo a avaricia, sino a autoconfianza superlativa en el negocio sin escrúpulos de la consolidación del poder en tiempos de gran crecimiento económico y de hallazgo masivo de yacimientos submarinos de petróleo.

Ahora que los tiempos de las vacas gordas llegan a su fin, es natural esperar que los públicos desafectos apelen sin piedad a las frustraciones de la última década. Es una práctica democrática saludable escudriñar el tráfico turbio de intermediarios que entran y salen de los edificios gubernamentales, como en el caso Nisman. O sospechar de  la ignorancia de funcionarios del estado que viven pendientes del ciclo de noticias 24 horas, mientras omiten los hechos sobre el terreno.

“De una manera o de otra” declaró ante los hechos de Iguala un consultor de medios mexicano al Financial Times, “la realidad encuentra la manera de entrometerse incluso en la mejor estrategia de comunicación”. Al mismo tiempo, escasean las fuentes independientes y fiables referidas a esa realidad. Twitter se inflama en su ausencia. 

Pocas cosas pudieran ser más indicativas de esta intromisión de la historia que la voz que ha expresado la duda más autorizada sobre la versión oficial de los acontecimientos en Guerrero que sostiene el gobierno mexicano. La crítica llega del Equipo Argentino de Antropología Forense, experto en las arduas labores de identificar los restos de aquellos que fueron “desaparecidos” por la última dictadura militar.

Despojados de narrativa, privados de confianza pública, y ahora desprovistos del motor del crecimiento económico, a los líderes de la gran era reformista en América Latina les será difícil detener la filtración de los escandalosos acomodos de la última década. “Va a golpear la conciencia de Brasil durante mucho tiempo”, dice la autora Nélida Piñón sobre el escándalo de corrupción. “¿Cómo es posible que no se sepa, que saqueen una casa como Petrobras y nadie lo sepa ni diga nada.” 

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