
Rebeldes de las FARC celebrando durante la última conferencia del ejército guerrillero, después de haber firmado el acuerdo de paz. 18 septiembre 2016. Ricardo Mazalan/Press Association. Todos los derechos reservados.
En el mes de agosto pasado se dijo que en América Latina había hasta seis golpes en marcha, aproximadamente. Muchos de ellos irían dirigidos contra los gobiernos de izquierda que fueron elegidos en una racha de victorias hace poco más de una década y que ahora, presuntamente, son víctimas de una campaña sistemática para expulsarlos, como sea, del poder. Está en marcha "un nuevo Plan Cóndor", ha declarado Rafael Correa, presidente de Ecuador, en referencia a la campaña de exterminio contra sospechosos de subversión desencadenada en la región durante la década de 1970. La polarización política, la debilidad de las instituciones y las dificultades económicas no traen buenos recuerdos.
Sin embargo, un acontecimiento de gran e innegable importancia se contrapone a esta media docena de retrospectivas traumáticas. En Colombia, la guerra de guerrillas más duradera de la región, paradigma de levantamiento marxista de las poblaciones rurales marginadas contra las élites metropolitanas - en la que Estados Unidos apoyó decididamente a estas últimas, primero durante la Guerra Fría y luego en respuesta a los nexos entre los insurgentes, el narcotráfico y las amenazas al Estado - está a punto de terminar de manera pacífica y acordada.
En Cuba, cuatro años de laboriosas negociaciones entre representantes del gobierno colombiano y los comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) terminaron, el 24 de agosto, con el anuncio de un acuerdo de paz definitivo, a firmar el 26 de septiembre. Se trata, sin ningún género de dudas, de uno de los documentos de su tipo más sofisticados, exhaustivos y bien forjados, un homenaje a la búsqueda de compromiso por parte de las dos partes de un conflicto despiadado. "Han sido unas conversaciones complicadas, a veces encarnizadas", dijo al anunciar el acuerdo el principal negociador del gobierno, Humberto de la Calle, "pero el resultado compensa con creces."
...uno de los documentos de su tipo más sofisticados, exhaustivos y bien forjados, un homenaje a la búsqueda de compromiso por parte de las dos partes de un conflicto despiadado.
Subsisten retos enormes, empezando por un plebiscito sobre el acuerdo, a celebrar el 2 de octubre: los obstáculos en el camino se detallan en un informe reciente del International Crisis Group. Pero es sorprendente la distancia que separa las febriles disputas de la vida política y diplomática en América Latina con la moderación alcanzada por los antiguos enemigos en Colombia. Su moderación ha sido contagiosa: inclusive si un nuevo Plan Cóndor estuviera al acecho, el caso es que todo el hemisferio se ha unido en apoyo al acuerdo de paz.
Cuba se ofreció como sede de las conversaciones y actuó, junto a Noruega, como garante; Venezuela y Chile fueron testigos. Estados Unidos mandó un enviado a las negociaciones, como deseaban las FARC. La Organización de Estados Americanos (OEA), lastrada por las divisiones en su seno relativas a cómo tratar a Venezuela y otras democracias convulsas, les dio un respaldo unánime. Más de la mitad de los miembros de la Misión de Observación de la ONU en Colombia proceden de países latinoamericanos. Contrariamente a lo que le pasa con las guerras tramposas, a América Latina en su conjunto no parecen interesarle las guerras reales.
Pero al generalizarse el discurso sobre golpes y derribo de gobiernos en los países y entre los estados - Venezuela, Ecuador y Bolivia han retirado a sus embajadores y congelado las relaciones con Brasil después de la destitución organizada por las élites brasileñas, éticamente deficiente, de Dilma Rousseff -, en una época en la que se desmoronan los bloques regionales, las perspectivas de la unidad de apoyo a la paz de Colombia no son tan halagüeñas. La cuestión de qué clase de peligros podrían acechar al largo proceso del post-conflicto en la región ya no puede evitarse.
La cuestión de qué clase de peligros podrían acechar al largo proceso del post-conflicto en la región ya no puede evitarse.
Un frente unido
El aspecto más notable del acuerdo de paz de Colombia es la forma en que ha conseguido un consenso general sobre la necesidad de negociar el fin de la guerra, reuniendo bajo un mismo techo a antagonistas procedentes de todo el espectro político latinoamericano. Desde todo punto de vista, no podía ya justificarse políticamente la pérdida de vidas humanas causada por un conflicto que comenzó en 1964, sobrevivió a la Guerra Fría y empalmó con el tráfico de cocaína y generando un abanico de facciones amorales.
En Colombia, como en otras partes, la clase política y el mundo de los negocios entendieron que seguir en guerra significaba tolerar atrocidades paramilitares y meter a los militares en un atolladero: en 2008, la ofensiva del presidente Álvaro Uribe llevó a las FARC a retirarse, adentrándose en la selva, y la batalla entró en punto muerto.
Para la izquierda, por su parte, la guerra representaba retroceder, de manera innecesaria y contraproducente, a una época en que los líderes de izquierda eran perseguidos, mientras con el nuevo milenio, una marea de votos populares les llevaba al poder. En Argentina y Venezuela, los ex insurgentes formaban parte del gobierno, y en El Salvador, Nicaragua, Uruguay y Brasil, lo encabezaban.
El cambio de opinión del difunto presidente Hugo Chávez acerca de las FARC es paradigmático de este caer en la cuenta, por parte de la izquierda latinoamericana, de que la insurgencia no sólo era obsoleta, sino que representaba una amenaza estratégica para la nueva hornada de líderes en la región. A principios de 2008, en un momento de gran tensión con Uribe, Chávez manifestó su camaradería con las FARC, que calificó de "fuerzas insurgentes, fuerzas políticas con un proyecto bolivariano". Apenas unos meses más tarde, instaba a los rebeldes a deponer las armas y a liberar a todos los presos. "La guerra de las guerrillas ha pasado a la historia", le dijo a su audiencia televisiva. "Las FARC deben saber una cosa: se han convertido en una excusa para que el imperio nos amenace."
Las FARC deben saber una cosa: se han convertido en una excusa para que el imperio nos amenace."
Reprimendas públicas como esta, hechas desde la quintaesencia del socialismo populista, no carecen de fundamento. Daniel Pécault, uno de los historiadores más respetados de Colombia, ha dicho que la insurgencia era "una lucha armada al servicio del status quo social y político", en la que la insurgencia marxista, cada vez más brutal y criminalizada, dañaba a movimientos progresistas más moderados contaminándolos con las acusaciones de terrorismo, y dividiéndolos respecto a su posición en relación con las FARC. El legado de este vacío en el centro-izquierda en Colombia ha sido una sociedad muy estratificada, que, coincidiendo con el giro a la izquierda del resto de la región, se inclinó hacia la derecha uribista.
Cálculos regionales
La simpatía con la causa de una paz negociada se ha extendido a lo largo y a lo ancho del continente. Pero bajo el barniz de la pacificación, pueden vislumbrarse cálculos estratégicos puros y duros. Tanto Cuba como Venezuela han sacado lustre a sus credenciales diplomáticas, facilitando el camino a la restauración de relaciones de La Habana con Estados Unidos. El apoyo de Venezuela al proceso de paz y su disposición a mediar para que se inicien conversaciones de paz con la otra fuerza guerrillera colombiana – el Ejército de Liberación Nacional (ELN) – constituye uno de sus últimos intentos de reclamar un papel en la escena internacional, ahora que su mala gestión interna y su deriva autoritaria han desfigurado la marca chavista.
El mismo día de junio en que la Organización de los Estados Americanos estaba debatiendo si debía aplicar a Venezuela lo que contempla su Carta sobre buenas prácticas democráticas, el presidente Nicolás Maduro se encontraba codo con codo con otros dignatarios en la firma del acuerdo de alto el fuego con las FARC. Unas semanas más tarde, frente a la tremenda escasez de alimentos y el aumento de casos de saqueo, Maduro se dirigía de nuevo a su vecino como salvación. Se abrieron otra vez las fronteras que él mismo cerró en 2015, lo que permitió a decenas de miles de venezolanos provisionarse de lo esencial. Aunque las relaciones entre Venezuela y Colombia fluctúan entre lo trágico y lo cómico y se tensan por la desconfianza mutua, ambos países se necesitan: Colombia, para apoyo en el trato a las FARC y el ELN, así como para cierto control de las fronteras; Venezuela, como tabla de salvación en el tema alimentario y como amparo para su reputación menguante.
Pero estas transacciones en interés propio pueden no ser suficientes para proteger al delicado proceso de paz en Colombia de las crecientes fisuras políticas latinoamericanas. La referencia generalizada a golpes de Estado - en Venezuela, tanto el gobierno como la oposición se acusan mutuamente de estar implicados en uno – no es sino un reflejo de la percepción de que, al envejecer, los gobiernos radicales o bien son derribados por oscuras fuerzas conservadoras, posiblemente este sea el caso de Brasil, o bien tratan de apuntalarse de manera no democrática, como en Nicaragua. Y a medida que estos gobiernos debilitados, que se debaten por sobrevivir, se acusan mutuamente de turbias conspiraciones, las distintas organizaciones latinoamericanas para la unidad y la integración regional se convierten en foros de disputas nacionalistas.

Ivan Marquez, negociador jefe de las FARC y Humberto de la Calle, jefe negociador del gobierno colombiano, justo después de firmar el acuerdo de paz en La Habana, 24 agosto 2016. Desmond Boylan/Press Association. Todos los derechos reservados.
Mercosur es el ejemplo más conocido. Después de meses de discusiones, sus miembros fundadores, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, decidieron suspender a Venezuela a menos que ajuste toda su legislación a las normas del bloque: una tarea casi imposible de llevar a cabo, ya que requiere la aprobación de 300 leyes por parte de una Asamblea Nacional dominada por la oposición, y ello antes del mes de diciembre. El Sistema de Integración Centroamericana (SICA), por su parte, se ve obstaculizado por las sospechas de los países vecinos de Nicaragua. La OEA anda escasa de recursos y es proclive a la división.
Organizaciones creadas por Chávez y sus iguales en el punto álgido de su ambición de crear un orden regional posliberal han corrido la misma suerte. La Alianza Bolivariana (ALBA) pende de un hilo: el del petróleo venezolano. UNASUR, la Unión de América del Sur, es débil e ineficaz. El Banco del Sur, que se dio a conocer con gran fanfarria en 2007 con un plan para reunir 20 mil millones de dólares para inversiones regionales, se supone que abrirá a finales de este año con sólo 200 millones consignados en sus libros de cuentas.
Temores por Colombia
En cuanto al proceso de paz en Colombia, no parece que esta descomposición regional vaya a tener gran importancia a corto plazo. Los esfuerzos desesperados de Uribe por condenar la deriva “castro-chavista” del acuerdo de paz no parecen haber convencido a la mayoría de los electores ante el plebiscito del 2 de octubre. Los combatientes de las FARC podrán agruparse en acantonamientos en los próximos meses y entregar las armas bajo la supervisión de una misión de la ONU, que tiene el claro respaldo de Estados Unidos y la Unión Europea. Pero en un futuro más borroso, una vez que estos mismos combatientes estén intentando retornar a la vida civil o estén en situación de "privación de libertad" por su implicación en crímenes de guerra, la ausencia de organismos regionales fuertes que pudiesen mediar entre los ex combatientes, las autoridades locales y nacionales y los estados vecinos probablemente se dejará sentir en toda su amplitud.
La implosión del régimen venezolano, o su militarización todavía más acentuada, constituye uno de los riesgos de seguridad más destacados de América Latina. Una relajación del control de las actividades ilícitas en la frontera, una ola de refugiados, o la parálisis de las conversaciones con el ELN son algunos de los temores más citados, que podrían empujar a elementos de la guerrilla a volver a las actividades criminales. Un efecto similar al que tendrían sobre las ex-FARC, que buscan tranquilidad en sus primeros años como una fuerza política y social pacífica. Las elecciones en Ecuador en 2017 y en Brasil un año más tarde podrían confirmar el distanciamiento de la izquierda por parte de los electorados. El voto de Colombia en 2018 también podría significar el fin del interés del gobierno en el proceso de paz del país.
Precisamente en este momento en que la transición post-conflicto pierde su atractivo y visibilidad ante el público, los políticos nacionales y la comunidad internacional en general, las organizaciones internacionales deben desempeñar un papel de apoyo. Pero la polarización de América Latina hace que cualquier forma de compromiso de participar en los asuntos internos de otro país sea altamente problemático. Colombia puede creer que no tiene mucho que temer a que se hable de golpes de Estado en Venezuela o en la región. Sin embargo, podría encontrarse con la necesitad, en los próximos años, de algo más que una mirada de soslayo de sus ensimismados vecinos.
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