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Derrocar a Dilma Roussef

El golpe judicial contra la Presidenta Dilma Roussef representa la culminación de la crisis política más profunda en Brasil en los últimos 50 años. English

Alfredo Saad-Filho
25 marzo 2016
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Protesta contra la presidenta Dilma Rousseff. Marzo 2016. Juliana Baratojo/Flickr. Some rights reserved.

Con bastante frecuencia, el sistema político burgués entra en crisis. La maquinaria del Estado deja de funcionar; se rasgan las vestiduras del consentimiento y los instrumentos del poder quedan indecorosamente al desnudo. Brasil está viviendo uno de esos momentos: es el país soñado para los científicos sociales, y una pesadilla para todos los demás.  

Dilma Rousseff  fue elegida presidente en 2010 con un porcentaje de mayoría del 56-44 frente al candidato de la oposición, perteneciente al partido de derecha neoliberal PSDB (Partido Social Democrático de Brasil). Fue reelegida cuatro años después por una mayoría disminuida, pero todavía convincente, del 52-48 por ciento, o una diferencia a favor de 3,5 millones de votos. 

La segunda victoria de Dilma provocó un pánico enorme entre los neoliberales y la oposición alineada con los Estados Unidos. La cuarta elección consecutiva ganada por un presidente afiliado al partido de centro-izquierda PT (Partido de los Trabajadores) fue una mala noticia para la oposición, entre otras razones porque sugería que el fundador del PT, Luís Inácio Lula da Silva, podría regresar al poder en el 2018. Lula fue presidente entre 2003 y 2010 y, cuando dejó el cargo, su índice de popularidad alcanzó el 90 %, convirtiéndose en el líder más popular de la historia del Brasil. Esta amenaza de continuidad sugería que la oposición podía verse fuera del gobierno durante una generación entera. Inmediatamente, rechazaron el resultado de las urnas. No pudieron presentar demandas creíbles, pero da igual: se tomó la decisión de derrocar a Dilma por todos los medios necesarios. Para entender lo que pasó después, hay que remontarse a 2011.

Dilma heredó de Lula una economía brasileña en pleno boom. Junto a China y otros países de renta media, después de la Gran Recesión, Brasil se recuperó vigorosamente. El PIB registró un 7,5% en el 2010, el crecimiento más acelerado en décadas, y las políticas económicas de Lula, un híbrido entre lo neoliberal y lo neodesarrollista, parecían haber encontrado el equilibrio perfecto: ortodoxia suficiente como para disfrutar de la confianza de amplios sectores de la burguesía local y de las clases trabajadoras formales e informales, y heterodoxia suficiente como para llevar a cabo la mayor redistribución de renta y privilegios en la historia conocida de Brasil. Por ejemplo, el salario mínimo interprofesional subió en un 70% y 21 millones de puestos de trabajo (la mayoría mal pagados) fueron creados en los 2000. Los servicios sociales aumentaron significativamente, incluyendo el programa de transferencia condicional de fondos, la famosa Bolsa Família, conocida en todo el mundo, y el gobierno apoyó la expansión exponencial de la educación superior, que incluía cuotas para negros y para alumnos de las escuelas públicas. Por primera vez, los pobres tenían acceso a la educación y también a ingresos y a créditos bancarios. Las clases populares empezaron a estudiar, a ganar y pedir dinero, y a ocupar literalmente espacios hasta entonces preservados para la clase media-alta: aeropuertos, centros comerciales, bancos, mutuas de salud privadas y carreteras, estas últimas colapsadas por automóviles baratos, comprados en 72 cómodos plazos. El gobierno disfrutó de una mayoría confortable y de un parlamento intensamente fragmentado, y la legendaria habilidad política de Lula da Silva consiguió mantener a raya a la mayoría de la elite política. 

Y, de pronto, todo empezó a ir mal. Lula escogió a Dilma Roussef como sucesora. Era una aliada segura y una gestora competente y capaz. Era también la presidente más izquierdista de Brasil desde João Goulart, que fue derrocado por un golpe militar en 1964. Sin embargo, no tenía una carrera política y, como pronto se haría evidente, carecía de las habilidades esenciales para el puesto.

Una vez elegida, Dilma reorientó las políticas económicas para alejarlas aún más del neoliberalismo. El gobierno intervino en diversos sectores, buscando promocionar la inversión y la producción, e intensificó la presión sobre el sistema financiero para reducir las tasas de interés, lo que abarató el precio de los créditos y de la amortización de la deuda del gobierno, liberando fondos para la inversión y el consumo. Un círculo virtuoso de crecimiento y redistribución parecía posible.  Desgraciadamente, el gobierno calculó mal el impacto persistente de la Gran Recesión. Las economías de los Estados Unidos y de Europa se griparon, el crecimiento de China se frenó, y el llamado súper-ciclo de las materias primas se desvaneció. La cuenta corriente brasileña conoció la ruina. Peor aún, los Estados Unidos, el Reno Unido, el Japón y la Eurozona introdujeron estímulos monetarios que llevaron a salidas masivas de capital hacia las economías de renta media. Brasil se enfrentó a un tsunami de divisas, lo que sobrevaluó la moneda e impulsó la desindustrialización. Las tasas de crecimiento cayeron muy rápidamente.

El gobierno duplicó su intervencionismo a través de la inversión pública, de préstamos subvencionados y bajadas de impuestos, lo que minó las cuentas públicas. Su intervencionismo frenético y sin dirección aparente espantó a la burguesía local: los magnates brasileños estaban de acuerdo en controlar el gobierno a través del PT, pero no estaban dispuestos a que les mandara una antigua presa política que, además, los despreciaba abiertamente. Y su antipatía no estaba reservada exclusivamente a los capitalistas: la presidenta mostraba poca inclinación a hablar con los movimientos sociales, con las organizaciones de izquierda, los lobbies, los partidos aliados, los políticos electos o con sus propios ministros. La economía se paró y las alianzas de Dilma se encogieron, en un baile de destrucción acelerado. La oposición neoliberal olió la sangre.

Durante años, la oposición al PT estuvo desnortada. El PSDB no tenía nada apetitoso que ofrecer mientras que, como es tradición en Brasil, la mayoría de los otros partidos estaba formada por grupos de bandidos dedicados a extorsionar al gobierno para favorecer beneficios personales. La situación era tan desesperada que los grandes medios corporativos asumieron abiertamente el rol de oposición, condicionando la agenda del PT y dando instrucciones expresas a los políticos sobre el paso siguiente a tomar. Mientras tanto, la izquierda radical siguió siendo pequeña y relativamente impotente. Y fue menospreciada por las ambiciones hegemónicas del PT.

La confluencia de insatisfacciones se tradujo en una fuerza irresistible en el 2013. Los medios corporativos en Brasil son rabiosamente neoliberales y totalmente despiadados (es como si Fox News y sus clones dominasen completamente el panorama mediático de los Estados Unidos, incluyendo todas las cadenas de televisión y los principales periódicos). Las clases medias-altas se convirtieron en su público objetivo obediente, puesto que tenían tazones económicas, sociales y políticas para el descontento. Los trabajos disponibles para la clase-media alta disminuían, y durante los años 2000 se desvanecieron hasta 4,3 millones de puestos de trabajo de remuneración situada entre 5 y 10 veces el salario mínimo. Mientras esto ocurría, a la burguesía le iba bien, y los pobres avanzaban velozmente: incluso el servicio doméstico consiguió obtener derechos laborales. La clase media-alta se sintió económicamente aplastada, y excluida de sus espacios de privilegio. También estaba desubicada frente al Estado. A partir de la elección de Lula, la burocracia estatal se pobló de miles de cuadros nombrados por el PT y por la izquierda, en detrimento de los competidores  “mejor educados”, más blancos y, presumiblemente, más merecedores, pertenecientes a la clase media-alta. Por primera vez, en Junio del 2013 estallaron manifestaciones masivas contra el aumento de las tarifas del ómnibus en Sao Paulo, convocadas por la oposición de izquierdas. Esas manifestaciones fueron alentadas por los medios y capturadas por la clase media-alta y la derecha, y golpearon al gobierno –si bien, claramente, no lo suficiente como para salvarse a sí mismo. Las manifestaciones volvieron a repetirse dos años después Y luego en 2016.

Y ahora, lector, fíjate en esto: tras encontrarse con un aparato del Estado diezmado por los gobiernos neoliberales que precedieron a Lula , el PT buscó reconstruir algunas áreas seleccionadas de la burocracia estatal.  Entre ellas, la Policía Federal y la Procuraduría Federal, por razones que Lula pronto tendrá, quizás, demasiado tiempo para revisar y arrepentirse. Además, por razones supuestamente “democráticas”, aunque más probablemente relacionadas con el corporativismo y con la capacidad de facilitar indicios apetecibles para los medios de comunicación, se concedió excesiva autonomía a la policía y la Procuraduría Federal. En el primer caso, por mala gestión, mientras que en el segundo ha servido para convertirse el cuarto poder de la República, separado de –y controlando a- el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. La abundancia de personal cualificado en busca de un trabajo llevó a que estos trabajos bien pagados fueran colonizados por cuadros pertenecientes a la clase media-alta. Se encontraban ahora en una posición constitucionalmente segura, y podían morder la mano que les había dado de comer, mientras que pedían en voz alta, a través de los medios, recursos adicionales para acabar de limar lo que quedaba del cuerpo del PT.

La corrupción era el pretexto ideal. Desde que perdiera sus primeras elecciones democráticas en 1989, el PT se movió hacia el centro político, sin vacilaciones. Para atraer a la clase media-alta y a la burguesía local, el PT neutralizó o expulsó al ala izquierda del partido, desarmó los sindicatos y los movimientos sociales, abrazó las políticas neoliberales llevadas a cabo por los gobiernos anteriores, e impuso una lealtad inquebrantable que eliminó cualquier liderazgo alternativo. Sólo el sol de Lula podía brillar en el partido: todo lo demás fue incinerado. Esta estrategia terminó por resultar exitosa y, en 2002, “Lulinha paz y amor” resultó elegido presidente (no es broma, lector: “Lulinha paz y amor” fue uno de sus slogans de campaña).

Durante años, el PT prosperó en la oposición como el único partido político honesto de Brasil. Esta estrategia funcionó, pero contenía una contradicción letal: para ganar elecciones costosas, gestionar el Ejecutivo y construir una mayoría gobernable en el parlamento, el PT tendría que ensuciarse las manos. No hay otra manera de “hacer” política en la “democracia” brasileña.   

Sólo necesitamos un ingrediente más, y nuestra mezcla estará lista para la combustión. Petrobras es la empresa más grande de Brasil y una de las mayores compañías petrolíferas mundiales. La empresa cuenta con una considerable capacidad económica y técnica, y fue la responsable del descubrimiento, en el 2006, de gigantescos yacimientos de petróleo en aguas profundas, a centenares de millas de la costa brasileña. Dilma Roussef, como ministra de Minas y Energía en el gobierno Lula, era la responsable de manejar los contratos de explotación en estos campos, incluyendo amplísimos privilegios para Petrobras. El PSDB, los medios, las grandes petroleras y el gobierno de los Estados Unidos se opusieron vigorosamente a la legislación que facilitaba las concesiones de explotación.

En el 2014, Sergio Moro, un juez de Curitiba (capital de un estado sureño) desconocido hasta entonces, empezó a investigar a un comerciante de divisas acusado de evasión de impuestos. Inesperadamente, el caso se amplificó hasta convertirse en una amenaza mortal para el gobierno de Dilma Roussef.  El juez Moro es bien parecido, está bien educado, es blanco y está bien pagado. Es, también, próximo al PSDB. Su operación Lava Jato desveló una historia extraordinaria de sobornos generalizados, pillaje de bienes públicos y financiación de todos los principales partidos políticos, centrada en la relación entre Petrobras y algunos de sus principales proveedores, precisamente leales al PT en las industrias del petróleo, de los astilleros y de la construcción. Se trataba de la combinación perfecta, en el momento justo. La causa del juez Moro fue adoptada por los medios de comunicación y él se presentó voluntario para infligir el máximo daño posible al PT, mientras blindaba a los otros partidos. Políticos vinculados al PT y algunos de los hombres más ricos de Brasil fueron encarcelados sumariamente, y permanecerán entre rejas hasta que se avengan a negociar la implicación de otros. Una nueva fase del Lavajato los volverá a entrampar, y así sucesivamente. La operación está ahora en su fase número 26: muchos han colaborado ya, y aquellos que se han resistido a hacerlo han recibido largas penas de cárcel, para obligarlos a ponerse a tiro mientras sus apelaciones están pendientes. Los medios convirtieron en héroe al juez Moro: no puede equivocarse, y los intentos de cuestionar sus poderes acaban en la ridiculización, sino en algo peor. Él es ahora el hombre más poderoso en la República, por encima de Dilma y de Lula, de los portavoces de la cámara de los diputados y del senado (ambos hundidos por escándalos de corrupción y otras causas), e incluso los jueces del Tribunal Supremo, que han sido, o bien silenciados, o bien respaldan discretamente la cruzada del juez Moro. 

Petrobras se ha visto paralizada por el escándalo, viniéndose abajo tola cadena del petróleo. Debido a la incertidumbre política y a la huelga de inversiones políticamente dirigida contra el gobierno de Roussef,  la inversión privada ha colapsado. El parlamento se ha revuelto en contra del gobierno, y el poder judicial se muestra abrumadoramente hostil. Tras años actuando como francotiradores, los medios han estado encantados de ver a Lula a los pies de la apisonadora del Lavajato, incluso si las acusaciones son a menudo poco creíbles: ¿es dueño o no es dueño de un apartamento en la playa, que su familia no utiliza?; ¿es esa pequeña granja realmente suya?; ¿quién pagó por el lago cercano o por los postes de telefonía móvil?;  ¿y qué pasa con esos patines a pedales? No importa: en un ataque de bravata y poder, el pasado 4 de marzo Moro llegó a detener a Lula para interrogarlo. Lo llevaron al aeropuerto de Sao Paolo y lo hubiesen embarcado hacia Curitiba, pero el plan del juez fue abortado a última hora por el miedo a las consecuencia políticas. Lula fue interrogado en el aeropuerto, y luego liberado. Estaba lívido.

Para reflotar a un gobierno que se desmorona y proteger a Lula del procesamiento, Dilma nombró a Lula jefe de su gabinete (el jefe de gabinete del presidente tiene rango de ministro y solo puede ser procesado por el Tribunal Supremo). La conspiración de la derecha entró en hiperactividad. Moro (ilegalmente) reveló la (ilegal) grabación de una conversación entre la presidenta Dilma y Lula, referida a su investidura. Una vez malinterpretado intencionalmente, su diálogo fue presentado como una “prueba” de que el nombramiento era una maniobra para proteger a Lula de la determinación del juez Moro de meterlo en la cárcel. Una enorme masa compuesta por clases-medias de derechas, enfurecida, inundó las calles el 13 de marzo. Cinco días después, la izquierda respondió con sus propias manifestaciones, si bien no tan numerosas, en contra del golpe en marcha. El caso está ahora en el Tribunal Supremo. De momento, Lula no es ministro, y su cabeza está expuesta en la picota. Moro puede detenerlo en cualquier momento.

¿Es esto un golpe? Porque, a pesar del agresivo escrutinio, hasta ahora no ha emergido el crimen presidencial que justificaría iniciar los procedimientos del impeachment.  Aún así, la derecha política ya le ha tirado a Dilma los platos por la cabeza. Rechazaron el resultado de las elecciones del 2014 y apelaron contra las pretendidas ilegalidades en la financiación de su campaña electoral, que sacaría del gobierno tanto a Dilma como a su vicepresidente Michel Temer, que ahora ejerce el liderazgo a favor del impeachment (curiosamente, este caso ha sido ahora aparcado).  La derecha inició simultáneamente en el parlamento los procedimientos del impeachment. Los medios atacaron al gobierno con saña,  y economistas neoliberales ruegan “imparcialmente” que se forme un nuevo gobierno para “restaurar la confianza de los mercados” y, en caso de necesidad, la derecha recurrirá a la violencia callejera. Por último, la mascarada judicial contra el PT ha quebrado ya todas los límites de la legalidad, y aún así, la aplauden a rabiar los medios, la derecha e incluso los jueces del Tribunal Supremo.

Aún así… el golpe de gracia tarda mucho en producirse. En los años dorados, los militares ya se habrían hecho cargo. Hoy, el ejército brasileño se define más por su nacionalismo (un peligro para la ofensiva neoliberal) que por su inclinación de derechas y, en cualquier caso, la Unión Soviética dejó de existir.

Bajo el neoliberalismo, los golpes de Estado deben ajustarse a amabilidades legales, como se demostró en Honduras en el 2009, y en Paraguay en 2012.

Probablemente Brasil acabará acompañándolos, pero no ahora: importantes sectores del capital quieren restaurar la hegemonía del neoliberalismo; aquellos que una vez apoyaron la estrategia desarrollista del PT se han realineado; los medios están haciendo ya tanto ruido que se hace imposible pensar con claridad, y la mayoría de la clase media-alta se ha entregado a un odio fascista contra el PT, la izquierda, los pobres y los negros. Este odio desordenado se ha intensificado tanto, que incluso políticos del PSDB son abucheados en las manifestaciones antigubernamentales. Y, a pesar del incansable ataque, la izquierda se mantiene razonablemente fuerte, como se demostró el 18 de marzo. La derecha y la elite son poderosas y despiadadas, pero también temen las consecuencias de sus propias aspiraciones.

No hay una salida simple a las crisis políticas, económicas y sociales que atraviesa Brasil. Dilma Roussef ha perdido apoyo político y la confianza del capital, y probablemente se verá desalojada del poder en los próximos días. Sin embargo, los intentos de encarcelar a Lula pueden tener implicaciones impredecibles e, incluso si Dilma y Lula son borrados del mapa político, una hegemonía neoliberal no podrá restaurar automáticamente la estabilidad política y el crecimiento económico, ni tampoco asegurar la preeminencia social de los ardientes deseos de la clase media-alta. A pesar del poderoso apoyo mediático al golpe inminente, el PT, otros partidos de izquierda y muchos movimientos sociales radicales siguen siendo fuertes. Una escalada será inevitable. Síganos en este espacio. 

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