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La pandemia es una prueba más para las defensoras de derechos humanos en Colombia

La ejecución extrajudicial de mi hijo me sacó de la burbuja en que vivía. Esta pandemia es una prueba más para ver qué tan potente es nuestra fuerza para seguir adelante y qué tan grande es nuestro corazón para ayudar a quien lo necesita.#HumansofCOVID19

Luz Marina Bernal
30 julio 2020, 9.19am
La cuarentena no ha detenido el activismo de Luz Marina Bernal I ONU Mujeres
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UN Women

Vivo en Soacha, municipio vecino a la capital de Colombia, receptor de la mayoría de las personas desplazadas por la violencia en el resto del país.

La pandemia de COVID-19 y la cuarentena han sido muy difíciles porque mi trabajo es en territorio, con la gente y las comunidades, pero vivo sola.

Me convertí en activista de derechos humanos luego de que desaparecieron a mi hijo, Fair Leonardo Porras Bernal, en 2008. Yo tenía un esposo y cuatro hijos, pero a raíz de la muerte de Leonardo y a que empecé a reclamar a las autoridades por lo que le había pasado y por las amenazas que recibimos, tuve que sacar a los tres hijos de la casa por seguridad.

Mi esposo no asimiló la situación, así es que me pidió que nos separáramos hace seis años. Tuve que salir de la casa y, pues, vivo sola.

El 8 de enero de 2008 desaparecieron a mi hijo. Pasé ocho meses buscándolo en hospitales y casas de albergue. Tenía 26 años, pero una mentalidad de un niño de 8 años, pues quedó con discapacidad a raíz de un accidente de carro cuando yo tenía cinco meses de embarazo.

Me preocupaba que no lograra volver a casa, así que empecé a buscarlo entre los habitantes de calle. El 16 de septiembre de 2008 me llamó (el Instituto Nacional de) Medicina Legal para identificar unas fotos, y eran las de mi hijo. Me dijeron que se encontraba en Ocaña, a más de 600 kilómetros de distancia, en una fosa común.

Fue muy duro saber que se había ido tan lejos, cuando no podía tomar decisiones por sí solo. Viajé con mi esposo y con mi hijo mayor para recuperar los restos. Allí conocí a otras tres familias de Soacha cuyos hijos también habían desaparecido y estaban en Ocaña.

La pregunta era por qué los chicos fueron a dar desde Soacha hasta Ocaña. El fiscal de turno soltó la risa y me preguntó si yo era la madre del jefe de la organización narcoterrorista. Le dije si una persona que no sabía leer ni escribir, y tenía una discapacidad del lado derecho de su cuerpo podía llegar a ser jefe de un grupo así. El tipo bajó su sonrisa y me contestó: “Es que él murió en un combate con el ejército”.

Mi hijo mayor, que había prestado servicio militar por dos años, empezó a llorar. Fue muy triste para mí, porque me sentía la madre más orgullosa del mundo de que uno de mis hijos hubiera servido a la patria. ¿Cómo el ejército nacional iba a asesinar a mi otro hijo indefenso?

A partir de ese momento, empezó mi trabajo. Lo que me motivó más fuerte fueron las palabras del entonces presidente Álvaro Uribe, que los jóvenes de Soacha tenían propósitos delincuenciales.

Entonces yo cogí la imagen de mi hijo y prometí que lucharía por su buen nombre. Conocí a otras madres como yo en Soacha. De ocho pasamos a diecinueve. Así nacieron las Madres de Soacha.

A mi hijo lo secuestraron y asesinaron miembros del ejército, haciéndolo pasar por guerrillero caído en combate. Los mal llamados “falsos positivos” fueron miles de ejecuciones extrajudiciales de civiles inocentes por las que los militares obtenían beneficios económicos y ascensos.

Tuve que estudiar seis años derechos humanos para entender el conflicto colombiano. Fue terrible descubrir que en mi país había más de ocho millones de víctimas de crímenes de lesa humanidad, como desapariciones forzadas, violaciones, torturas, secuestros, y reclutamiento de menores.

Fue como si hubiera entrado en un mundo desconocido. Viví muchos años en una burbuja, con una familia hermosa, esposo e hijos. Nunca supe qué clase de país era Colombia. Y cuando lo descubrí, se rompió esa burbuja y mi vida dio un giro de 180 grados.

Desde 2008 insistimos en que el presidente o el fiscal nos atendieran y nunca lo hicieron. Pero en 2010, cuando estábamos de elecciones, Uribe se acordó de las Madres de Soacha y nos invitó a la casa presidencial.

Mis hijos no están cerca. Por las amenazas, se fueron hace años. Y es mejor así, trabajo más tranquila al saber que ellos están protegidos.

Yo me negué a ir, contra la voluntad de las otras madres. A los 15 días, Uribe les mandó 18 millones de pesos (unos 7.800 dólares) a cada una de las madres. Para mí fue imposible recibir esa plata porque la memoria y la dignidad de un hijo no se vende. Ellas se disgustaron con mi opinión y me pidieron que me alejara del grupo.

En 2010 hubo una oleada de amenazas contra todas las familias. Nos colocaban panfletos debajo de las puertas. Mi hijo mayor fue amenazado durante dos años. Incluso llegó una amenaza escrita que decía ‘lástima que la muerte de usted va a ser en vano, pero es la única manera que su mamá se tiene que callar’.

La fiscalía y el Ministerio del Interior no hicieron nada para protegernos. Conseguimos ayuda internacional. Amnistía Internacional lanzó una campaña que decía ‘regala una rosa, regala esperanza a las Madres de Soacha’. Recibimos 5.500 rosas y más de 25.000 mensajes para darnos ese apoyo para seguir adelante.

Viajé a España, Alemania, Bélgica, Holanda, Dinamarca e Irlanda para hablar con los grupos de Amnistía y denunciar en la Corte Penal Internacional y en el Parlamento Europeo las amenazas que estábamos recibiendo. Así empezó una veeduría internacional para la protección de las Madres de Soacha.

Seis militares fueron condenados en 2013 por el asesinato de mi hijo, que fue declarado un crimen de lesa humanidad por la justicia, pero luego se acogieron a la JEP (un tribunal de justicia transicional creado por los acuerdos de paz de 2016 entre el gobierno y la guerrilla izquierdista FARC) y están libres.

Apoyo a otras madres y trabajo en diferentes regiones donde la gente no conoce sus derechos. No puedo negar que soy una madre de Soacha, pero hablo por un cúmulo de víctimas porque las Madres de Soacha son la punta del iceberg.

El 20 de febrero de este año cerramos un proyecto en la región del Magdalena Medio caldense con 180 familias de desaparecidos, para ayudar a su búsqueda. Regresé y, al poco tiempo, fue la orden de confinamiento por el COVID-19.

Mis hijos no están cerca. Por las amenazas, se fueron hace años a distintas ciudades: Neiva, Medellín, Villavicencio, y luego a otros lugares. Y es mejor así, trabajo más tranquila al saber que ellos están protegidos. Tengo cinco hermosos nietos con los que tristemente no puedo compartir, como debiera ser.

La cuarentena ha sido muy dura en este país, porque no tenemos recursos para sobrevivir. Los amigos y algunas organizaciones han estado muy pendientes y me enviaron los medicamentos que tengo que tomar de por vida.

Estoy conectada por WhatsApp con muchas personas a nivel nacional e internacional. Me gusta tejer y bordar, leer y escuchar música.

Me preocupan los más desprotegidos, los habitantes de calle que no tienen un sitio limpio donde confinarse. Nadie se preocupa por ellos. Me siento muy impotente de ver que no puedo hacer nada por ellos. Así es que, con otras personas, se nos ocurrió hacer tapabocas con el logo de “Matarife” (una serie documental sobre el expresidente Uribe) para vender y obtener recursos para donar alimentos.

Esta pandemia es una prueba más para ver qué tan potente es nuestra fuerza para seguir adelante y qué tan grande es nuestro corazón para ayudar a las personas más necesitadas.

[Como se lo contó a Diana Cariboni]

El tribunal Jurisdicción Especial para la Paz, creado en los acuerdos de 2016 que pusieron fin a más de medio siglo de guerra interna, identificó a 4.439 víctimas de ejecuciones presentadas como bajas en combate por agentes del Estado entre 2002 y 2008 en todo el país. En Colombia, el quinto país de América Latina con más casos de coronavirus, la pandemia se ha convertido en una oportunidad para que se intensifique la violencia contra activistas de derechos humanos y excombatientes, según un informe de la ONU presentado en julio.

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