Pero visto que al final, Al Qaeda y los suyos no tenían ninguna capacidad real de derribar la democracia occidental, buscar un nuevo enemigo fue la solución que se propuso el populismo de extrema derecha, un movimiento político al alza en todo el mundo, que se aprovechó de la fase de madurez de la globalización y de la gran crisis financiera de 2008 para ahondar en el resentimiento de los que se quedaron fuera.
De los males de la globalización había que culpar a China, y de la falta de trabajo, a los migrantes, sobre todo a los latinos. Pero a esos enemigos exteriores había que sumarle un enemigo interior, y Donald Trump, un outsider que ganó las elecciones en 2016 contra todo pronóstico, lo encontró en sus rivales políticos: los Demócratas.
Trump, un personaje dudoso y abusivo que creció a la sombra de la estafa inmobiliaria y la fama televisiva, encarna una parte perversa del sueño americano, que afirma que cualquiera puede hacerse rico y famoso en el país de las oportunidades y que no hay nada perverso en conquistar el poder para beneficio propio, suyo y de su familia.
Trump manejó el inmenso poder que le de dio la Casa Blanca de manera arrogante, arbitraria y despreciativa, y encandiló a millones de americanos con su retórica mentirosa y manipuladora, valiéndose de cualquier medio para enaltecer su figura por encima de todos/as y de todo. Además, con su visión transaccional de las relaciones humanas, basada en una épica despiadada donde todo vale en un juego de suma cero, y donde mentir a toda costa y aplastar a la gente forma parte de la forma de progresar en los negocios y en la vida. Eso puede servir para levantar un imperio inmobiliario, donde la especulación es el motor del beneficio, y para evadir impuestos masivamente, pero no sirve para gobernar un país.
No se comprende cómo el Partido Republicano, el “Gran Viejo Partido” de Abraham Lincoln, se pudo echar en manos de semejante personaje psicopático y no ver el peligro que representaba para la democracia y sus instituciones. Durante los cuatro años de Trump, hemos asistido a lo peor de la política, consistente en adular al líder ciegamente, con lealtad personal inquebrantable, con el único objetivo de medrar y conservar el puesto.
Pero al llegar la hora de la verdad en democracia, la que representan las urnas y la posibilidad de la alternancia en el poder, se le cayeron todas las máscaras. Y Trump dijo, como ya hizo en la elección de 2016, que si acaso él no resultase el ganador, sólo podría haber una razón: fraude masivo. Sus colegas Republicanos le escucharon gritar este ataque a la democracia, y se callaron. Por eso son también culpables de lo sucedido.
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