Luego vino la pandemia, que solo agregó más leña al fuego. Familiares de activistas políticos que languidecían injustamente en prisión nos contaron las terribles condiciones de sus detenciones. Las cosas empeoraron para las mujeres y las personas LGBTI +, sobre todo para las mujeres trans.
Cada vez que pensábamos que las cosas no se podían poner peor, una llamada o un mensaje llegaban con terribles noticias.
Cuando el reloj electoral comenzó a correr sobre Ortega, su máquina represiva se aceleró aún más. En algún punto del camino, los derechos humanos se convirtieron en rehenes de la ambición política en Nicaragua.
En octubre de 2020, la Asamblea Nacional controlada por el gobierno aprobó una ley que limita severamente la capacidad de las organizaciones de derechos humanos de donaciones del extranjero, que en muchos casos es su único salvavidas. Otra ley restringe despiadadamente la libertad de expresión. Unos meses más tarde, en diciembre, se aprobó una tercera pieza de legislación destinada a limitar la participación de voces disidentes en las elecciones.
Entre julio y agosto de 2021, las autoridades han cerrado 45 organizaciones no gubernamentales, muchas de ellas críticas sobre la manera en la que Ortega lidera Nicaragua.
Eso no es todo. Desde mayo, 39 personas identificadas como oposición, incluidos siete aspirantes a la presidencia, fueron arrestadas injustificadamente, algunas fueron desaparecidas, detenidas en secreto, durante meses antes de que se les permitieran ponerse en contacto con un abogado o con sus familiares. Urnas Abiertas, un observatorio ciudadano que documenta condiciones políticas y derechos humanos durante las elecciones, documentó más de 1,500 casos de violencia relacionada con las elecciones entre octubre de 2020 y septiembre de 2021.
En consecuencia, mientras Daniel Ortega les cuenta a sus seguidores historias de prosperidad y unidad, el costo de su fantasía recae sobre aquellos castigados por criticar a las autoridades y salirse de la línea oficialista.
Las elecciones del domingo son solo un episodio de la monumental crisis en la que Nicaragua se encuentra estancada.
Cuando el espacio cívico de un país se reduce tanto que se vuelve casi invisible, la oportunidad de debate se desvanece por completo. Sin discusión ni opinión libre, los derechos humanos se convierten en nada más que palabras vacías, y el país se convierte en una prisión
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