
Jorge González/Flickr. Algunos derechos reservados.
La democracia está en peligro. A pesar de que estamos asistiendo a la expansión de las formas de expresión y de intercambios interpersonales, si este incremento de uso no viene acompañado de soberanía sobre los datos que producimos, entonces el uso intensivo de las tecnologías de la comunicación puede conllevar consecuencias sociales y políticas que pueden hacer tambalear cualquier democracia.
Las plataformas de comunicación y las redes sociales acumulan una cantidad enorme de datos sobre sus usuarios. La excusa para que estas plataformas y redes guarden nuestros datos es que sirven para ofrecernos una mejor experiencia de uso en estas plataformas mediante la aplicación de técnicas de inteligencia artificial. Facebook, por ejemplo, aprende de las experiencias de sus usuarios y ofrece a cada uno un determinado contenido en función de sus intereses. Por lo tanto, si a alguien le gusta ver imágenes de gatitos en internet, es muy probable que Facebook priorice mostrarle gatitos a este usuario y le ofrezca, de paso, toda la publicidad asociada a los mismos.
De manera análoga, Google aprende de las búsquedas que hacen sus usuarios. Guarda todo su historial de búsquedas y, cuando realizan una nueva búsqueda, Google intenta inferir lo que andan buscando. Los resultados de esta inferencia priorizan los contenidos que tienen mayor probabilidad de afinidad con las preferencias de cada usuario. Si probamos a buscar un contenido como lo hacemos normalmente, y luego hacemos lo mismo de forma anónima, comprobaremos que los resultados de nuestra búsqueda son muy distintos.
Prácticamente todos los servicios en internet buscan de alguna forma aprovechar la información producida por sus usuarios al usar sus herramientas para establecer rutinas de aprendizaje automático. Quiere esto decir que cuanto más se usa Facebook o Google, más aprenden ambos y más probable será que Facebook y Google nos ofrezcan el contenido adecuado en el momento adecuado. Todo lo cual no es ninguna novedad: grupos y activistas que defienden los derechos en internet vienen avisando desde hace tiempo sobre esta cuestión. Pero por mucho que llamen la atención sobre el aumento y la concentración de poder en manos de las grandes corporaciones, las consecuencias derivadas de la concentración y direccionamiento de contenidos se producen al mismo tiempo que dicho fenómeno genera una transformación de las relaciones sociales y políticas.
Cuando las personas solo ven e interactúan con aquello que les es cercano, tienden a aislarse: su horma informativa se limita a los temas a los que dicha persona tiene acceso. La tendencia consiste en que las burbujas de contenido crecen y los círculos de interacción se limitan a las preferencias de cada uno. Esto supone la creación de una monocultura temática, que fortalece la intolerancia y la dificultad para observar las cuestiones desde distintos puntos de vista. Las democracias, específicamente las instituciones políticas, todavía no se han adaptado a esta nueva realidad tecnológica y social. Todavía parecen resistirse a perder sus viejas formas de funcionar, fundamentadas en el poder de los representantes elegidos y con poca o ninguna apertura hacia la participación popular. Las pocas iniciativas en este sentido son las consultas públicas, pero no exploran adecuadamente el potencial de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.
Al no adaptarse a esta nueva realidad, las instituciones están dejando un vacío político que está siendo ocupado por las grandes corporaciones de contenidos. Y estas empresas, al influenciar a los usuarios en la construcción de sus preferencias, acaban por ejercer un poder político considerable – lo que podría suponerse que es, en realidad, su principal objetivo. Su negocio es procesar información y lo que las distingue es el uso de inteligencia artificial para hacer atractivo su contenido. Los problemas de fondo son que estas corporaciones obedecen a intereses privados, apenas rinden cuentas, y fundamentan su actuación en algoritmos poco auditables.
El reciente debate sobre las noticias falsas y la influencia de las redes sociales en las elecciones es el síntoma más llamativo del poder de que disponen ciertas plataformas para influenciar la política. La alta concentración de dicho poder en manos de unas pocas corporaciones podría suponer, en un futuro no muy lejano, el secuestro de la política y la privatización de la visión sobre el bien común. Es urgente, por consiguiente, pensar en cómo puede desconcentrarse ese poder, devolviendo a la política el carácter público que nunca debería perder.
Es preciso que el pensamiento político contemporáneo incluya en sus debates las formas en que debe introducirse la tecnología en el ejercicio de la política. Para ello, debe tener en cuenta una serie de coordenadas y principios:
- Descentralizar los sistemas de información: la producción de contenidos y de información no puede distribuirse a través de un solo punto.
- Hacer que los usuarios se sientan responsables de la información que producen y comparten, construyendo mecanismos de participación y pertenencia a través de la interacción con otros usuarios.
- Aumentar la transparencia de las prácticas políticas como forma de elevar la confianza e incentivar las prácticas participativas de los usuarios.
- Dar autonomía a los usuarios para que definan sus propios filtros, no filtrar de antemano la información que les llega.
- Fortalecer la diversidad social, étnica, económica y política de las redes de información.
- Construir protocolos abiertos que permitan una mejor operatividad entre plataformas y sistemas, incentivando el uso de programas de código abierto.
- Promover el comportamiento responsable de los ciudadanos a través de programas que eduquen en el uso de distintas herramientas digitales, con el apoyo de asistentes digitales y herramientas de coordinación para la actuación colectiva.
La aplicación de estos principios y directrices puede transformar el ejercicio de la política tradicional y la forma en que los ciudadanos y ciudadanas participan en ella. Las tecnologías de información y comunicación han rebajado los costes de participación política: las consultas públicas online han permitido que millares de personas pudieran intervenir a través de canales institucionales y han forzado a las instituciones a prestar atención a las preferencias de la ciudadanía en cuestiones de interés público. Sin embargo, dicho modelo está llegando ya a su punto de saturación, dejando al descubierto las limitaciones de un modelo político que no se ha transformado todavía, adecuándose a las nuevas oportunidades que ofrece la tecnología.
El punto de inflexión en el uso de la tecnología aplicada a política es justamente éste: cómo permitir que los ciudadanos y ciudadanas puedan hacerla más inclusiva y deliberativa. Las consultas públicas, incluso aquellas que permiten el diálogo entre sus participantes, tienen todavía carácter de colecta de opiniones y no incentivan a que los usuarios lleven a cabo deliberaciones complejas y lleguen a consensos a partir de la presentación y discusión de distintos puntos de vista. La inteligencia artificial aplicada a ese tipo de proceso puede generar más reciprocidad entre los argumentos presentados y conectar puntos de vista diferentes que de otro modo quedarían dispersos en la inmensa masa de información generada. Por otra parte, la tecnología puede favorecer la equidad participativa entre grupos heterogéneos y que grupos históricamente excluidos tengan la oportunidad de hacer valer su voz.
Asimismo, determinadas innovaciones democráticas en el campo digital pueden ayudar a construir sistemas más transparentes y auditables. Blockchain es la principal herramienta para implementar esta trasformación. Básicamente, se trata de una red de distribución de datos basada en la confianza entre pares que establecen su autenticidad a través de contraseñas en criptografía compartida. Los poderes públicos pueden utilizar dichas redes para publicar actuaciones de gobierno que pueden ser auditadas por cualquier ciudadano. Podrían publicarse, por ejemplo, las cuentas gubernamentales y, una vez colgadas en la red, cualquier intento de manipulación o fraude con relación a dicho datos quedaría bloqueado. Los ciudadanos, por su parte, podrían compartir datos relacionados, por ejemplo, con la movilidad urbana, o sobre espacios de uso público, como plazas o escuelas, y estos datos serían distribuidos de forma descentralizada - o sea, sin ninguna dependencia de plataformas centralizadas. Y el resultado sería, por una parte, que los ciudadanos y ciudadanas pasarían a tener más soberanía en cuanto a la gestión de dichos datos y, por otra parte, que a los poderes públicos les servirían para validar y orientar sus políticas.
Las innovaciones democráticas digitales tienen, por último, la capacidad de convertir el Estado en un ente más sensible y responsivo a través del compromiso de la población en la formulación, elaboración y aplicación de leyes. En aras a una buena salud democrática de nuestras sociedades, es preciso que la población recupere el control de la agenda pública, a día de hoy pautada por los grandes medios de comunicación y los políticos tradicionales que muchas veces responden más a intereses privados que al interés público. En el caso de Brasil, existen leyes de iniciativa popular desde la promulgación de la Constitución de 1988 pero, desde entonces, únicamente cuatro leyes de iniciativa popular han sido aprobadas por el Congreso Nacional. La principal barrera que limita el ejercicio de este derecho es la necesidad de recoger - en papel - las firmas necesarias para presentar un proyecto ley. Las tecnologías digitales facilitan la colecta de firmas para la proposición de leyes y otorgan mayor seguridad y confianza a procesos como estos.
En resumen: las contradicciones inmanentes a las transformaciones sociales y políticas en curso pueden sugerir un futuro amenazador y autoritario, el fin de la democracia y el advenimiento de una dictadura de robots que promuevan la intolerancia, controlados por una pequeña élite económica. Pero toda contradicción, por el mero hecho de serlo, contiene en sí misma el elemento emancipador: este proceso puede crear también una sociedad mejor que la que tenemos hoy, en la que la tecnología contribuya a nuestro propio entendimiento como sociedad. Solamente la apropiación crítica de las tecnologías de la información y comunicación permite poder pensar en aplicaciones que promuevan la emancipación del ser humano y no su aislamiento y dominación.
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