
Un oficial de policía anti-narcóticos vigila paquetes de cocaína en San José del Guaviare, Colombia. AP Photo/Fernando Vergara
El problema de las drogas ilegales puede ser entendido como un kaleidoscopio que refleja una multiplicidad de dimensiones. Por supuesto, esos reflejos no son necesariamente simétricos ni idénticos. Cualquier enfoque que falle a la hora de apreciar la complejidad del asunto seguramente habrá de desembocar en errores que conllevarán serias consecuencias. En la víspera de la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS 2016), los países latinoamericanos deben decidir cuáles son las dimensiones que habrán de priorizar y e identificar los caminos adecuados para avanzar hacia ellas. Actualmente, existen evidentes disparidades en torno a estas esferas.
Nos proponemos identificar las principales dimensiones de este complejo problema, en orden de contribuir a un debate que se encuentra repleto de argumentos sostenidos en prejuicios, preconceptos y reduccionismos. A tales fines, nos concentramos en cuatro dimensiones puntuales: la seguridad, la inequidad, la institucional y la cultural. Todas ellas se encuentran interconectadas y, por lo tanto, unas y otras son capaces de generar efectos derrame mutuos.
Seguridad
La problemática de las drogas ilegales puede ser una amenaza a la seguridad desde diferentes puntos de vista. Sin embargo, es normalmente definida en términos de tráfico ilegal, criminalidad, armamento y terrorismo.
Comencemos por el tráfico ilegal. Este suele ser utilizado para describir procesos de cultivo, manufacturación, distribución y venta de sustancia declaradas ilegales. El tráfico ilícito de opiáceos, cocaína, cannabis y drogas sintéticas constituye parte del núcleo central de la alta agenda de seguridad, tanto a nivel internacional como nacional.
En lo que hace a los opiáceos, la mayor cantidad de cultivos de “opium poppy” se da en el Sudeste y el Sudoeste Asiático, mientras que la relevancia de África como área de tránsito es cada vez mayor. Por su parte, América del Norte y Europa continúan siendo los principales consumidores de opiáceos, algo especialmente observable en el mercado de heroína. La heroína afgana es popular en Europa, no sólo a partir del uso de las rutas a través de Pakistán e Irán, sino también vía Irak, e ingresando desde los Balcanes el Cáucaso o incluso Canadá. Asimismo, la heroína manufacturada en América del Sur y Central es usualmente utilizada en Estados Unidos.
Respecto de la cocaína, también Norteamérica y Europa son los mayores mercados en lo que a consumo se trata. Por su parte, los países sudamericanos –especialmente Colombia, Bolivia y Perú- son los principales proveedores mundiales. África suele ser un área de trasbordo y de contrabando de cocaína y sustancias relacionadas a la misma, desde el Atlántico hacia Europa. Mientras tanto, países como Argentina, Brasil y Uruguay son usualmente países de tránsito.
El cannabis es producido a lo largo y ancho del mundo, estando los Países Bajos, España y Marruecos en lo más alto de la lista. También es muy popular en otras partes de Europa, América del Norte y Oceanía; incluso lo es en África Central y Occidental y América del Sur. Sin embargo, el principal Mercado del hashis es Europa, estando su producción concentrada en África del Norte, el Sudeste Asiático y Medio Oriente. Finalmente, dentro del mundo de las drogas sintéticas, se percibe una creciente demanda de metanfetaminas en el Este y Sudeste Asiático. Una situación similar se da en América del Norte y Europa, en relación a la metanfetamina de cristal. Myanmar y China son los principales productores de drogas sintéticas del Este y el Sudeste Asiático, los mayores mercados de éxtasis junto con Oceanía. Además, Europa está creciendo como productor, mientras que África Occidental se ha convertido en un punto de transbordo para las metanfetaminas traficadas hacia el Este y Sudeste de Asia. Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), existe un incremento notable del consumo doméstico de drogas sintéticas en Europa, Norteamérica y América del Sur.
Ilegalidad y crimen organizado se encuentran simbióticamente relacionados. Las acciones de las agencias de aplicación de la ley y de ciertos Estados suelen estar varios pasos detrás de los cambios contantes que se dan al interior de las organizaciones criminales, especialmente en lo que hace al tipo de actividad que las mismas desempeñan, los productos que ofrecen y las rutas de tráfico que utilizan. El sitio web anónimo “Dark Net Market” es un ejemplo de esta afirmación. La diversificación y la innovación parecen ser la regla de oro seguida por estos grupos, borrando las fronteras entre zonas de producción, de tránsito y de consumo.
Además de esto, es importante destacar que la ilegalidad y la criminalidad implican violencia radicalizada por la proliferación de armas de fuego de todos los tamaños –pequeño, liviano, mediano y pesado-. En América Latina, este cóctel explosivo ha resultado en altos índices de homicidios, superando el promedio de 70 casos cada 100.000 personas. La cultura de las bandas también prospera, trayendo consigo diversos tipos de violencia interpersonal que se acentúan en los sectores urbanos pobres de las ciudades con elevadas disparidades sociales y económicas. Estos problemas se ven agravados por la producción y suministro de las propias armas de fuego. En la region, tanto las fuerzas oficiales –militares, intermedias y policiales- como las organizaciones criminales utilizan armas manufacturas en los mismos lugares: Estados Unidos, Rusia, China, Europa o Israel. De acuerdo al Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), el interés económico de Estados Unidos en las armas de fuego tiene un efecto derrame en las políticas de drogas en Latinoamérica. Washington es el mayor exportador de armas a nivel global, representando el 31 por ciento del total del volumen de armas exportadas entre los años 2010 y 2014. Asimismo, aquel país depende de la exportación de armamento para “ayudar a la industria de armas de Estados Unidos para mantener los niveles de producción mientras decrecen los gastos militares del país”.
Así, algunos países que venden armas a otros Estados para luchar contra el narcotráfico son las mismas fuentes de aprovisionamiento de armamento y municiones de pandillas, terroristas, grupos insurgentes y otras múltiples organizaciones criminales. Los países latinoamericanos no cuentan con una definición única para identificar a esos grupos. En ese contexto, la ilegalidad se nutre de un mercado negro sostenido por un círculo vicioso dinámico. Se hace así muy difícil la demarcación del límite entre las causas y las consecuencias de este proceso, una situación a menudo capitalizada por grupos terroristas.
Inequidad
Como ya lo han notado diferentes autores, a lo largo de la historia moderna mucha gente ha experimentado con sustancias que han alterado el estado de sus conciencias. Incluso, podría sostenerse que no existe evidencia empírica de un mundo “libre de drogas”. Tanto la oferta como el consumo han sido partes de la historia de la humanidad. No obstante ello, generalmente se acepta que los sectores ricos y pobres no consumen sustancias de la misma calidad, no cuentan con las mismas oportunidades sociales, ni tienen acceso a mismos tipos de tratamiento. Incluso lidian de distinta manera con las fuerzas de seguridad y la justicia. La rápida propagación de la pasta base de cocaína/paco en Argentina representa un ejemplo paradigmático de esta situación. Por supuesto que el problema va mucho más allá del dinero: el hambre, el analfabetismo y la exclusión restringen las opciones y fortalecen las vulnerabilidades.
La oferta y el abuso de drogas encuentran un terreno fértil en este caos, ya sea como fuente o como efecto. En un contexto de inequidad estructural -en donde el 1 por ciento más rico de la población posee el 48 por ciento del total mundial de las riquezas- los países de América Latina y del Caribe continúan exhibiendo los índices más agudos de desigualdad del ingreso del mundo (36 por ciento). La región es seguida por África Subsahariana (28 por ciento). El futuro no parece muy prometedor, ya que algunos estudios pronostican que 200 millones de personas podrían terminar en un estado de pobreza en América Latina debido a la desaceleración en el crecimiento económico de sus países. Esta situación se presenta como una plataforma ideal tanto para el consumo de drogas como para el aumento de los beneficios de las bandas criminales. De acuerdo con la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina y el Caribe (CEPAL), las tasas de pobreza multidimensional de la región ya muestran graves irregularidades. Sus estimaciones muestran que más de un cuarto de la población latinoamericana se encuentra en condición de pobreza -por encima de165 millones de personas- y 69 millones presentan condiciones de indigencia. Ul Haq sostenía que “el propósito básico del desarrollo es ampliar las opciones de los pueblos”. Mantener a las poblaciones en situaciones de vulnerabilidad facilita el trabajo de bandas criminales y aumenta el daño al entorno social.
Factores institucionales
Antes de que una institución decida abordar el problema de las sustancias ilícitas, debe considerarse que la organización en cuestión, o las personas en ella involucradas, estará expuesta a la corrupción y el soborno. La ilegalidad en sí misma alienta el abuso y la corrupción. Algunas organizaciones criminales manejan cientos de millones de dólares o incluso miles de millones de dólares, principalmente en dinero en efectivo.
Sus operaciones incorporan miembros del gobierno, del sistema judicial, de las instituciones religiosas y de los cuerpos de seguridad mediante la compra de protección, la concesión de la impunidad o la legitimación de actividades comerciales y financieras, donde los empresarios ofrecen un vínculo crucial para el lavado de dinero. Incluso cuando debido a la falta de información pública estos fenómenos sólo pueden medirse por índices de percepción, puede argumentarse que la corrupción en el poder intensifica la violencia y el terror. La corrupción de los altos niveles de decisión tiene un efecto directo sobre la aplicación de la ley.
Esta dinámica también genera una “rendición de cuentas perversa” que resulta en un enfoque concentrado en la represión de los delitos menores y de los eslabones más débiles de la cadena. Dicha actitud permite la existencia de grandes economías ilegales, responsables de los crímenes más complejos. También contribuye a destinar los presupuestos a los mencionados delitos menores, a congestionar los sistemas judiciales, a saturar las prisiones y a multiplicar las violaciones de los derechos humanos.
Comencemos por la cuestión de los delitos menores. Al respecto, México representa un caso ejemplar. De acuerdo con el Mexico Peace Index (2015), el impacto económico total de la violencia en el país es equivalente al 17,3 por ciento de su PIB. Sin embargo, Joaquín “El Chapo” Guzmán, creador del Cartel de Sinaloa, escapó de una prisión de máxima seguridad a través de un túnel cómodo y bien iluminado de 1.500 metros de largo. Incluso fue entrevistado por la revista Rolling Stone en su escondite. Asimismo, en Argentina tres reconocidos “sicarios” escaparon de una prisión de máxima seguridad.
En relación con la congestión de los sistemas judiciales, la justicia penal en América Latina exhibe un “déficit de recursos”, en términos humanos y económicos. Esto se demuestra con los cientos de miles de casos de detenidos sin condena, con la evidente vulneración de los derechos fundamentales y la falta de acceso a defensa, entre otras tantas cosas.
La detención preventiva representa una clara señal de esta tendencia. En Brasil, por ejemplo, el número estimado de casos de detención preventiva es de 190.000; en Perú, Colombia y Argentina el número es de entre 31.000 y 34.000, y 29.000 en Venezuela. En cuanto a la proporción de personas en prisión preventiva dentro de la población total de la prisión, Bolivia (83,6 por ciento), Paraguay (71,2), Venezuela (66,2), Perú (58,6) y Argentina (52,6) presentan las cifras más altas. En cuanto a las cárceles, 113 mil personas estaban en las cárceles de Colombia en 2014, aun cuando las prisiones con una capacidad total de hasta 76.000 prisioneros. Este hacinamiento en las cárceles - cerca del 34 por ciento en Colombia - es común en América Latina. Los niveles de ocupación son 298,7 por ciento en Bolivia, 153,9 en Brasil, 110,9 en Chile, 114,4 en Ecuador, 126.5 en Guyana, 163,4 en Paraguay, 231 en Perú, 104,8 en Uruguay y 269.8 en Venezuela. Sólo Argentina (99,5) y Surinam (75,2) tienen tasas de ocupación por debajo del 100 por ciento de la capacidad oficial de sus sistemas penitenciarios, según el Institute for Criminal Policy Research (ICPR).
Por último, en materia de derechos humanos, el escándalo del “falso positivo” en Colombia mostró que más de 3.000 ejecuciones extrajudiciales tuvieron lugar entre 2002 y 2008. Brigadas y unidades tácticas participaron de ellas en toda Colombia. Este no es el único lugar en donde la lucha contra el problema de las drogas políticamente definidas ilegales genera violaciones a los derechos humanos. Por ejemplo, las mujeres -especialmente miembros de diferentes minorías- se ven desproporcionadamente afectadas por las regulaciones vigentes, en lo que se refiere tráfico, sentencias y acceso a asistencia pública. Por otra parte, las niñas, niños y adolescentes sufren en muchos sentidos, ya sea por ser utilizados por los delincuentes o porque sus padres se encuentran en prisión, son abandonados o simplemente quedan huérfanos. A modo de ejemplo, desde enero de 2010 hasta octubre de 2012 la población de los establecimientos “correccionales” creció un 424 por ciento en Monterrey, México. Los pueblos indígenas y las minorías étnicas se añaden a estos grupos vulnerables.
Cultura
Las drogas y la cultura han estado históricamente relacionadas. Actualmente el foco de esta vinculación suele orientarse al análisis de la narcocultura, donde, a través de un sistema de elementos materiales y simbólicos, se enaltecen elementos como el honor, la protección, la lealtad, el estatus, el prestigio o incluso la venganza utilitarista y el consumo. En palabras de Manuel Valenzuela, esta narcocultura representa la “salida del armario del narco”. La misma llama la atención no sólo de los intelectuales, académicos, periodistas, cineastas y políticos de todo el mundo, sino también de la industria de la música. Editores, productores, sellos discográficos, estudios de grabación, tiendas de música, supermercados y distribuidores son los jugadores de esta partida. La industria del cine también se encuentra involucrada: productoras, estudios de cine, festivales de cine, actores o directores. La popularidad de las diferentes expresiones de esta tendencia -como narcocorridos, narcopelículas, narco-arte, reggaeton, funk carioca, o cumbia villera- es capitalizada por pequeñas, medianas y grandes empresas, nacionales e internacionales. Entre ellas se encuentran algunos nombres bien conocidos, tales como Sony, Walmart y Target.
Sin embargo, limitar la relación entre drogas y cultura a estas manifestaciones implica recurrir a un problema grave. Ese vínculo es mucho más complejo que una supuesta relación directa entre la narcocultura y el tráfico de drogas. En primer lugar, porque el estar interesado o sentir placer con un género musical o un tipo de cine no convierte a la persona en parte de ese mundo. Si esto sucediera, la gente se convirtiría en caníbales asesinos luego de ver “The Silence of the Lambs”.
En segundo lugar, porque la relación entre las drogas y la cultura ha cubierto todos los campos culturales, ya sea por consumo o por apología. En la música, esta ha abarcado desde el jazz, el folklore o el tango hasta el rock psicodélico, el punk, el heavy metal, blues, pop, hip-hop, psytrance, gangsta rap o rave. La idolatría de “El Komander” es cuestionada, pero esto no se traslada a los casos de Johnny Cash, Mick Jagger, o Eric Clapton, aún cuando ellos han dedicado canciones enteras a la cocaína. También es bien sabido que Freud la utilizó y que Wilde, Van Gogh, Baudelaire, Hemingway y Joyce consumieron absenta. En tercer lugar, la percepción de cualquier expresión artística depende del contexto: no es lo mismo escuchar un narcocanción en un barrio en situación de marginalidad que en un club nocturno de clase alta.
A la luz de estos hechos, puede sostenerse que el problema no radica en “lo que se dice”, sino en “quién lo dice” y “en qué contexto”. El mayor problema no está en la letra de un narcocorrido. Ni siquiera en el hecho de que haya una industria fuertemente organizada que busca construir discursos épicos acerca de las figuras de gángsters, asesinos, violadores y estafadores. Incluso cuando queda claro que estos últimos factores representan mecanismos de legitimación y, como sostiene Gil Antón, esta dinámica podría cambiar la perspectiva de millones de jóvenes que ya pertenecen a la “cultura de la esquina”. El principal problema es que amplios sectores de la sociedad latinoamericana consideren que el mundo de la delincuencia es su única vía de escape del olvido. Esto va más allá de la condición de pobreza o riqueza de la población afectada; ambos grupos pueden sentirse solos o abandonados. Pero, una vez más, las asimetrías hacen la diferencia: las oportunidades son muy diferentes, dependiendo de si ellos se encuentran hundido en una situación pobreza y/o marginación. Glorificar al narcotraficante como modelo a seguir -con sus enormes camionetas, trajes caros, armas y dinero- no parece ser una opción ilógica cuando los canales formales para construir alternativas de vida se encuentran cerrados, o cuando la muerte se ha naturalizado como un evento diario. Por lo tanto, el problema real emerge cuando el mensaje emitido simboliza el único antídoto para enfrentar la opresión cotidiana.
Conclusión
La definición e implementación de un enfoque multidimensional para los países de América Latina resulta esencial para contrarrestar los efectos que derrama la militarización de la política de drogas experimentada en varios sectores de la región. Resulta fundamental trabajar simultáneamente no sólo en el ámbito de la seguridad, sino, y principalmente, en materia institucional, social, económica, ambiental y cultural. Este enfoque multidimensional debe arraigarse en una perspectiva equilibrada, humana y científica; una perspectiva que contribuya a garantizar los derechos fundamentales a la salud, el trabajo, la educación, la vivienda, y a la votación -entre otros-. El desarrollo, implementación, monitoreo y evaluación de políticas de prevención del uso y tratamiento de drogas, así como la aplicación de otras medidas de reducción de daños, representan la raíz fundamental de un camino serio, sustentable y de largo aliento.
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