
Una mujer indígena lleva en hombros a su hija durante la marcha por la paz en Bogotá, Colombia, 12 de octubre, 2016. AP Photo/Fernando Vergara. Todos los derechos reservados.
Después del 5 de octubre, es una certeza admitida públicamente que la oposición en Colombia distorsionó a propósito la realidad para hundir el referéndum sobre el acuerdo de paz que el presidente Juan Manuel Santos había alcanzado con la guerrilla izquierdista de las FARC. En declaraciones al diario La República, el ex senador Juan Carlos Vélez admitió que la campaña del NO, que él mismo dirigió, evitó deliberadamente discutir los contenidos del acuerdo de paz, y puso en pie una panoplia de discursos del miedo, específicamente diseñados para fomentar la indignación entre distintos sectores del electorado.
La estrategia puso en marcha una narrativa venenosa que posicionó la implementación del acuerdo de paz como si fuese una amenaza a la integridad de la sociedad colombiana. Un elemento esencial de la propaganda fue el mito de que el acuerdo de paz habría implicado la imposición de una “ideología de género” que habría puesto en cuestión la tradicional unidad familiar heterosexual.
En Agosto pasado, varios miles de colombianos se manifestaron en las calles para protestar contra un manual que la ministra de educación Gina Parody iba a repartir entre los maestros de escuela para ayudarles a luchar contra la discriminación de menores con identidades de género no heterosexuales. Habían circulado rumores sobre que el folleto incluía un contenido sexual abiertamente explícito, y las redes sociales empezaron a propagar imágenes de una pareja disfrutando de momentos íntimos que, supuestamente, estaban incluidas en el manual de la ministra. Por supuesto, este no era el caso. Las imágenes habían sido extraídas del libro En la cama con David y Jonathan, un cómic para adultos publicado en 2006, mientras que la ministra Parody clarificaba que la guía oficial que el ministerio había encargado únicamente estaba dirigida a concienciar sobre la existencia de las distintas orientaciones sexuales en las escuelas, para fomentar así su aceptación entre los estudiantes y los profesores.
A pesar de todo, la protesta masiva no se terminó con la clarificación que hizo la ministra Parody. Varios grupos católicos y evangelistas continuaron advirtiendo contra la amenaza que la cuestión del género representaba para los principios cristianos tradicionales que constituyen la base de la sociedad colombiana, y un miembro del partido del propio presidente Santos se excedió hasta el punto de afirmar que la ministra de educación, ella misma abiertamente gay, era culpable de promover una colonización homosexual de las escuelas del país.
En las semanas que precedieron al referéndum, la campaña del NO explotó diestramente el enfado latente contra la ministra Parody, afirmando que el acuerdo de paz habría puesto en peligro la tradicional núcleo familiar, de la misma manera en que el manual de la ministra lo había hecho. En esta ocasión, los partidarios del NO apuntaron a la forma en que la cuestión de género impregnaba los seis puntos del acuerdo, y fabricó una narrativa apocalíptica donde la ratificación de los acuerdos habría implicado la imposición de una “ideología de género” en abierta contradicción con el sistema de valores tradicional de Colombia.
Es cierto que la cuestión de género permeaba los puntos acordados entre el gobierno Santos y las FARC. Pero no se trataba ni de una ideología ni de nada que fuese a ser impuesto de arriba abajo para tratar de desmantelar las normas y conductas de la mayoría. Por el contrario, el género se tuvo en cuenta como un marco de referencia que trataba de reconocer la violencia que las mujeres y la comunidad LGBTI habían sufrido a lo largo de las cinco décadas de conflicto armado, y promover las condiciones que habrían garantizado que todas las víctimas, incluyendo aquellos que habían sido atacados por su género y orientación sexual, pudiesen disfrutar de una existencia más humana. Los 52 años de conflicto armado en Colombia no solo se llevó por delante unas 250.000 vidas, sino que generó unas determinadas formas de ser que eran necesarias para la persistencia del conflicto. Los grupos armados que participaron en la violencia durante las pasadas cinco décadas contribuyeron a generar un modelo de masculinidad y de feminidad que hacía del prestigio personal, de la competencia física y de la violencia tres nociones peligrosamente interconectadas. Aquellos que no encajaban en estas subjetividades hegemónicas eran objeto, o bien de la conversión, o bien de la alienación social.
Que la inclusión de un marco de referencia que buscaba hacer justicia a las víctimas de la violencia sistemática deba ser percibido como una amenaza para mucha gente es un triste testimonio de la heteronormatividad incrustada en la sociedad, que ha saturado el debate público en Colombia antes y después del referéndum. La cuestión de género nunca fue un ataque a los derechos de la mayoría: era y sigue siendo una cuestión de dignidad humana.
La campaña del NO se empeñó a conciencia en hablar de este asunto, y decidió utilizar la mención al género que hacía el acuerdo de paz como si se tratase de un caballo de Troya, que habría desencadenado el colapso de la sociedad colombiana. Es difícil entender hasta qué punto la victoria del NO se debe a la conspiración de género que se inventó la oposición. Pero es muy elocuente la manera en que el antiguo presidente y contumaz opositor al acuerdo de paz, Álvaro Uribe, celebró la derrota del SÍ en el referéndum como una evidencia de que las familias “han sido respetadas”.
La ministra Parody dimitió el 5 de Octubre. Pocos días después, el presidente Santos volvió a asegurar a los colombianos que el acuerdo con las FARC no contenía una “ideología” de género, sino que simplemente buscaba el reconocimiento de las múltiples maneras en que las mujeres habían sufrido durante el conflicto. El argumento no sólo circunscribe de manera problemática la cuestión de género únicamente a las dificultades de las mujeres: sino que también muestra la dificultad de armar un discurso comprehensivo, que no posicione el género como una amenaza, sino como una batalla a favor de la igualdad de oportunidades en la que todo el mundo debe participar.
El acuerdo de paz con las FARC nunca fue un simple arreglo para poner fin al conflicto armado. Se trataba de una oportunidad para que los colombianos abriesen un nuevo capítulo en la historia de su país, y de abrazar modos no violentos de vivir entre ellos. Incluso si todos los grupos armados ilegales que operan en el país fueran desarmados un día, ¿exactamente de qué manera desarmará Colombia la profunda homofobia que ha traído a la luz, de manera tan vergonzosa, el debate de género?
En su carrera hacia el referéndum, la campaña del NO argumentó ampliamente que votar en contra del acuerdo de paz no era votar a favor de la guerra. Hasta aquí, todo correcto. El referéndum nunca estuvo planteado como una batalla entre los amigos y los enemigos de la paz. Una enorme porción de los votantes del NO expresaron temores legítimos sobre lo justo que el acuerdo resultaba para las víctimas del conflicto, temores a los que el gobierno no supo responder de manera convincente.
Pero una cosa es respetar el voto de aquellos que rechazaron el acuerdo de paz asumiendo que podría haber otorgado beneficios legales, económicos y políticos excesivos a los ex miembros de una organización terrorista, y otra muy distinta –y mucho más difícil– es respetar el voto de aquellos que rechazaron el acuerdo de paz temiendo que el reconocimiento de los derechos de los otros significase una amenaza para los suyos propios.
Un voto emitido con el propósito de rechazar explícitamente el marco de referencia del género en el acuerdo de paz con las FARC, es un voto motivado por la ignorancia y el miedo. Si Colombia ha de conseguir una paz duradera, la futura desmovilización de los guerrilleros deberá ir de la mano de esfuerzos para promover la tolerancia y la aceptación, más allá de las orientaciones sexuales y de género. Tristemente, superar un sistema de valores heteronormativo puede llevar mucho más tiempo que acabar una guerra.
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