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Élites autoritarias y movimientos populares en Brasil

El caso de Brasil sugiere que, para lograr cambios radicales en un contexto de desigualdad estructural y de élites militarizadas, lo que hace falta es más movilización popular. English

Wendy Wolford Sergio Sauer
6 marzo 2018

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Festival Nacional del MST | BH, 2016. Flickr/Caio Vinícius Reis de Carvalho. Algunos derechos reservados.

"Luchamos y participamos en el sueño de construir un Brasil mejor, y aprendimos mucho. Hicimos muchas tonterías, pero esto no es lo que nos caracteriza. Lo que nos caracteriza es habernos atrevido a querer un país mejor". (Dilma Rousseff, 2005. Esta fue una cita que se compartió extensamente tras su elección en 2010)

La historia de Brasil es como una montaña rusa: ascensos vertiginosos seguidos de caídas libres y largos trechos que se cubren a la velocidad del rayo - pero los coches parecen terminar siempre donde empezaron.

Durante 13 años, el combativo Partido de los Trabajadores (PT) gobernó un país al que había dominado el autoritarismo conservador los 500 años precedentes. Eran tiempos de cambio. Tres gobiernos consecutivos del PT implementaron programas y políticas que redujeron la pobreza y la malnutrición, promovieron la inclusión de grupos históricamente marginados y mantuvieron altos niveles de crecimiento económico hasta 2014.

Pero en 2016 los coches regresaron a la línea de salida. Las élites políticas orquestaron un golpe y echaron del poder a la presidenta Dilma Rousseff y al PT. En cuestión de días, se borraron las grandes líneas políticas del PT. Fue la brutal reacción de las élites autoritarias contra los esfuerzos populares por instaurar un cambio real en la política, la economía y la sociedad brasileñas.

El golpe orquestado para echar del poder a la presidenta Dilma Rousseff fue la brutal reacción de las élites autoritarias contra los esfuerzos populares por instaurar un cambio real en la política, la economía y la sociedad brasileñas.

Tal vez en ninguna parte es esto más evidente que en las áreas rurales, donde la militarización de la modernización, pilotada históricamente y en la actualidad por las élites, ha desposeído en la práctica a la mayoría de la población de los medios para ejercer sus derechos básicos como ciudadanos. Para desplazar a un sistema cuyos pilares son el acceso desigual a la tierra y al trabajo se requiere algo más que la acción sola de un partido; se requiere una política realmente popular.

El ascenso de lo popular en una tierra de contradicciones

La década del 2000 fueron años emocionantes en Brasil. En 2002, la muy anticipada y largamente esperada elección (en su cuarta tentativa) de Luis Inácio Lula da Silva, candidato ajeno al sistema, pareció señalar un cambio real en la política brasileña.

Algunos análisis críticos definieron a los gobiernos del Partido de los Trabajadores como una forma de populismo progresista. Pero Lula, líder de las huelgas de los trabajadores metalúrgicos a finales de los años 1970, desafió primero la dictadura militar y luego al neoliberalismo de las élites. Insistió en la necesidad de un desarrollo inclusivo – algo radical en un país en el que la mayoría de la población permanecía excluida tanto de la economía como de la política formal.

Llevando el timón de una precaria alianza de la izquierda con la derecha y el centroderecha, Lula se comprometió a impulsar a la vez el crecimiento económico, una reforma fiscal y de pensiones, y programas sociales para los más pobres.

Como presidente, Lula creó programas que fueron y son referentes, como la ya famosa Bolsa Familia, que proporcionaba efectivo a las familias pobres a cambio de que mantuvieran a sus hijos en la escuela y de que acudieran a las visitas médicas. Llevando el timón de una precaria alianza de la izquierda con la derecha y el centroderecha, Lula se comprometió a impulsar a la vez el crecimiento económico, una reforma fiscal y de pensiones, y programas sociales para los más pobres.

Su iniciativa estrella, el Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC), instituyó el "neo-desarrollismo", o capitalismo inclusivo, orientado a maximizar beneficios, ampliar y profundizar la asistencia social. En las áreas rurales, este modelo de desarrollo se traducía en un ordenamiento territorial que priorizaba la explotación industrial (agrícola, mineral o manufacturera) para la exportación por encima de la sostenibilidad y la preservación de las economías locales.

El presidente Lula creía en la posibilidad de negociación entre posiciones aparentemente contradictorias. Agasajó a los terratenientes y apoyó los monocultivos extensivos a raíz de la crisis financiera de 2008, mientras que "se puso el sombrero" del movimiento social de base más grande en la historia de Brasil, el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST). Pensó que podría encontrar la manera de que el agro-negocio y el colectivismo campesino pudiesen coexistir. Parte de esta voluntad de comprensión frente a aparentes contradicciones se debió a la necesidad de establecer un gobierno de coalición. Las alianzas políticas con la derecha y el centroderecha implicaban el compromiso del PT de trabajar con las contradicciones (en lugar de contra ellas) incluso antes de asumir el poder.

Bajo Lula (2003-2010) y Dilma Roussef (2011-2016), el gobierno del Partido de los Trabajadores logró avanzar por la arista entre inclusión social y extracción económica. Los movimientos sociales colaboraron con el PT, absteniéndose de protestas y asociándose con él para llevar a cabo reformas. Brasil disfrutó de más de una década de altos precios de las materias primas en el mercado global y de crecimiento económico, y empezó a exportar sus programas sociales a todo el mundo, asumiendo misiones políticas importantes como liderar la misión de la ONU en Haití en 2004 y firmando acuerdos con líderes africanos para llevar la experiencia y la tecnología brasileñas a países en vías de desarrollo.

Bajo Lula (2003-2010) y Dilma Roussef (2011-2016), el gobierno del Partido de los Trabajadores logró avanzar por la arista entre inclusión social y extracción económica.

En 2013, sin embargo, cientos de miles de personas salieron a las calles para manifestarse, en un primer momento, contra el aumento de las tarifas de los autobuses, pero las movilizaciones fueron ganando impulso hasta que alcanzaron un "depósito de quejas", en el que se hallaban los gastos excesivos para los Juegos Olímpicos y la disminución del apoyo social al gobierno. Al cabo de un año, los manifestantes volvieron a las calles, esta vez movilizados contra la corrupción y pidiendo la destitución de Dilma Rousseff. Instigadas por los medios de comunicación de ámbito nacional, conocidos por su conservadurismo, y organizadas por grandes asociaciones empresariales, las protestas se caracterizaron por sus expresiones de furia contra la llamada alianza de izquierdas y la idea misma de desarrollo inclusivo.

Cuando Dilma Rousseff fue reelegida, por un escaso margen, en 2014, el Congreso conservador se puso rápidamente en campaña: la persecución que estaba llevando a cabo Dilma de los políticos que habían aceptado sobornos en la hoy ya famosa 'Operación Lava-Jato' amenazaba privilegios de las élites y - como cuando, en aquel tramo de la montaña rusa, están todos boca abajo – el establishment la puso a ella en el disparadero, acusándola de corrupción y pidiendo su destitución.

Manifestantes de ambos lados salieron de nuevo a la calle, dividiendo a la sociedad brasileña. Aunque las acusaciones de corrupción nunca cuajaron, Dilma Rousseff fue recusada y apartada del cargo tres meses más tarde, en 2016. Como dijo un observador, "perdieron el poder porque hicieron lo que se debía".

Un nuevo mundo rural

Apenas unos días después de su destitución, se formó un nuevo gobierno liderado por el vicepresidente de Dilma, que era el jefe de filas de uno de los principales partidos de derecha en el gobierno de coalición. Michel Temer (¡Fora Temer!) empezó inmediatamente a reorganizar tanto la política como la economía. Se reservó los ataques más regresivos para el mundo rural, cumpliendo así sus promesas y acuerdos con el Bloque Ruralista, integrado por poderosos congresistas que representan al agro-negocio y que apoyaron plenamente la destitución de Dilma.

Desde que Temer ocupa el cargo, la reforma agraria se ha detenido por completo y los ataques a la población rural pobre han aumentado de manera muy significativa.

Con Dilma y el PT apartados, los planes para un "nuevo mundo rural" echaron mano de una vieja agenda neoliberal de recortes presupuestarios y congelación de programas agrarios. Los movimientos sociales como el MST, debilitado tras más de veinte años de criminalización, violencia y división interna, se encontraron con dificultades para movilizarse contra esta agenda.

En cuestión de semanas, el ejecutivo de Temer había desmantelado el Ministerio de Desarrollo Agrario y recortado los presupuestos de los institutos nacionales de reforma agraria (INCRA), de derechos indígenas (FUNAI) y de medio ambiente (IBAMA).

También se puso a “revisar” las áreas bajo protección social (reservas indígenas, reservas extractivas y áreas de conservación), poniendo en peligro el fruto de décadas de esfuerzo y de lucha por el acceso a la tierra. Rechazando que se hablase de "matrimonio", empoderó al Ministerio de Agricultura, conocido por su conservadurismo y espíritu jerárquico, nombrando ministro al mayor productor mundial de soja. Temer anunció asimismo su intención de derogar la prohibición de la propiedad extranjera de la tierra, que fue instituida por Lula a raíz de que estaban aumentando las adquisiciones de tierras a gran escala en todo el mundo y de que las tierras brasileñas, particularmente las de la región interior de praderas (el Cerrado), constituían un polo de atracción muy importante para los compradores.

Desde que Temer ocupa el cargo, la reforma agraria se ha detenido por completo y los ataques a la población rural pobre han aumentado de manera muy significativa. Brasil es ahora uno de los países más letales del mundo para los activistas indígenas y rurales. Al mismo tiempo, el escándalo de corrupción Lava-Jato se ha extendido por todo el Congreso, afectando a más de dos tercios de sus miembros (pero no a Dilma).

Brasil es ahora uno de los países más letales del mundo para los activistas indígenas y rurales.

¿Un mundo rural realmente nuevo?

En respuesta a Temer y al retorno de modalidades de extracción y exclusión cada vez más regresivas, los activistas y los movimientos rurales han organizado protestas, como ocupar la "granja familiar" de Temer en el oeste de São Paulo durante el "Abril Rojo" de 2017. Se están reorganizando tras luchar por conseguir su lugar bajo el PT.

Organizaciones como el MST están convocando a los brasileños a protestar contra los ataques coordinados a la vida. Lo que piden los movimientos sociales no es muy radical. Piden organización en todos los estados en los que se estén verificando tendencias políticas de la "nueva derecha". Piden la redistribución de la tierra, la soberanía alimentaria, el control local de las decisiones sobre los recursos, una distribución más equitativa del acceso a los recursos y una menor sumisión a los violentos dictados del capital a corto plazo.

De implementarse sus demandas, tendríamos realmente un mundo rural nuevo en Brasil - algo en lo que vale la pena soñar.

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Este es el sexto artículo de la serie sobre "confrontación del populismo autoritario y el mundo rural", vinculada a la Iniciativa de Política Rural Emancipadora (ERPI). El primer artículo de la serie puede leerse aquí.

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