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Posiblemente, para entender la fulgurante entrada en escena de Podemos en la historia española reciente hay que comprender una reflexión que, no por conocida, había sido del todo explorada en la práctica política concreta anterior, a saber, que junto al hasta ahora el rol protagonista de la clase trabajadora y su función histórica en la lucha social debían ser tenidas en cuenta otras emergentes fuerzas sociales, también “críticas” incluso en un sentido difuso, no muy definido en términos ideológicos. Por fuera de los espacios de trabajo cabía vislumbrar otras alianzas potenciales con fuerzas transformadoras no convencionales desde un discurso ortodoxo de Izquierda clásica. De ahí el interés por revisitar, en un nuevo contexto histórico -la hegemonía neoliberal y su crisis-, la lectura gramsciana y su lúcido diagnóstico tras la derrota de la izquierda en manos de las nuevas fuerzas de repliegue, en ese momento histórico de la historia europea, fascistas.
En un momento de crisis orgánica, cuando, por repetir una vez más la célebre cita de Gramsci, “lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no termina de nacer”, resulta políticamente inoperante buscar demarcaciones claras y distintas de sectores y fuerzas de la topología social. Frente a esta tentación, es preciso trabajar tentativamente con composiciones complejas y ambiguas o, como escribe Gramsci, “morbosas”. Aceptando en tiempos de crisis esta lógica de la "hibridación" frente a la de la "depuración" -la crisis como momento de autentificación de comportamientos- o "segregación" -demarcación de identidades impuras-, se imponía así la necesidad de una política comunicativa más experimental que prescriptiva, así como una mayor sensibilidad a los fenómenos psicosociales de masas y a la importancia de las redes sociales. Estas nuevas herramientas habían sido ya testadas en espacios universitarios y cooperativos en años anteriores y eran fruto de procesos de aprendizaje políticos diferentes de los predominantes anteriormente.
Todo ello implicaba para Podemos asumir positiva y experimentalmente esa situación "morbosa" de transición en la que supuestas anomalías, disfunciones y contratiempos adquieren una nueva luz. No solo porque no dar la batalla política en ese terreno irregular y ambivalente significa sencillamente regalarlo a las fuerzas de la reacción y las inercias de la descomposición, sino por la necesidad de ampliar el espacio emancipatorio de lo posible desde un discurso contaminante no tan enamorado de su racionalidad y su superioridad teórica respecto a las masas populares. Aquí, abandonar la impureza y no dar la disputa en ese campo embarrado buscando el repliegue en cualquier forma de identidad o en las siglas de una Izquierda demasiado convencida es un error político. Había, pues, que articular, retroceder y desalojar del discurso no solo los mitos "explosivos", sino las ilusiones histéricas de repliegue propias de la Izquierda social o más movimientista.
Con estos mimbres, la insolencia política de Podemos, su estatuto de "hijo ilegítimo", por así decirlo, en relación con las restantes formaciones políticas, radica en que no entra en escena desde la "necesidad" del hecho consumado o desde la consigna de "concentración" de los espacios sociales dados o potenciales, sino, por un lado, en la contingencia de una situación de urgencia muy concreta y, por otro, desde una voluntad de articulación muy amplia de demandas y frustraciones sociales aún por desarrollar y construir, una apuesta que se introduce preferentemente en las fisuras de los espacios ya normalizados.
Otra de las preguntas que Podemos ha puesto sobre la mesa es si los límites de la militancia y del activismo político, por importantes que estos sean y hayan podido ser, son los límites de la acción política. Hoy los espacios de la politización no pueden ser solo, por relevantes que hayan sido y aún sean, las fábricas, los centros sociales y las plazas. Por influyente que sea, tampoco el dispositivo tecnológico democratizador de las redes sociales es capaz por sí mismo de generar todo el sentido político, como se mostró en el resultado del Partido X en las últimas elecciones europeas en España.
No hay por ello que entender en absoluto el ilusionante “podemos” de Podemos como un voluntarismo suspendido sobre las determinaciones económicas y sociales. No faltan en la actualidad las apelaciones a ese sujeto flexible, fluido, sin gravedad social, porque ha sido la ideología neoliberal quien mejor ha hegemonizado esta ilusión en el campo social individualizando ese malestar, bien reduciéndolo a queja privada, bien como acicate para el buen emprendimiento. No hay mala crisis que por bien no venga al buen empresario de sí mismo. Ahora bien, fue justo ese rotundo “yo puedo” eufemístico, tan proclive a ascender a la euforia como a descender a la depresión, el que reveló sus fracturas en las protestas del 15M. Fue la estela de la consigna “Sí se puede” la que nos mostró las grietas de ese espejo inexorable que nos mostraba el horizonte bipartidista, pero poniendo de manifiesto un tipo de fuerza política diferente del dispositivo neoliberal. De ahí que el “podemos” de Podemos surja más bien del encadenamiento colectivo de muchos dolores que hasta ahora por diversas razones no encontraban salida o gramática políticas.
En un cuerpo social fragmentado y herido por la crisis este encadenamiento de malestares se entiende así más bajo la imagen de una “sutura” de muchas impotencias y pasividades de distinta naturaleza que como una agregación de potentes demandas ensimismadas o de comportamientos individuales atomizados –versión liberal de la construcción del sujeto; más como un proceso de formación tentativa y de aprendizaje político desde el que de modo performativo los discursos dan sentido a los intereses y los intereses abren el camino a los discursos que como una intervención oportunista en la realidad y en sus grupos sociológicamente constituidos.
"¿Es posible -escribía Gramsci- que una nueva concepción se presente 'formalmente' con otra vestimenta que la rústica y confusa de una ‘plebe’? Sin embargo el historiador, con la perspectiva necesaria, llega a fijar y a comprender que los inicios de un mundo nuevo, siempre ásperos y pedregosos, son superiores al declinar de un mundo en agonía y a los cantos de cisne que éste produce". Resulta tentador definir el momento español, a tenor de lo aquí expuesto, como la hora de la lucha entre una nueva política social, de contornos aún no nítidos, pero con paso firme, y los cantos de cisne del Régimen del 78, cuyo agotamiento hoy se expresa en una proliferación de actitudes defensivas, pero también en una sintomática sofisticación y proliferación teóricas a la postre estériles en términos políticos. El hecho de que se esté reduciendo el espacio de entendimiento entre estos dos paradigmas parece convertirse en un signo de nuestro tiempo, pero también que, en este espacio de incertidumbre sin garantías, florezcan propuestas de regeneración desde dentro, como la de Ciudadanos, orientadas a absorber el malestar, pero apuntalando el statu quo.
Tan hondo también ha sido el abismo abierto en la historia reciente de España entre el lenguaje de las elites políticas de la Transición y sus representados y tan replegada en su burbuja programática la posición de la Izquierda tradicional que hoy, en el siglo XXI, de nuevo -como, salvando distancias, en escenarios históricos anteriores como la Weimar de los años treinta-, toda iniciativa política transformadora que se considere realista de un modo no ingenuo ni oportunista, está obligada a rebajarse, balbucear y hacerse entender en un lenguaje emancipador más elemental y experimental, pero también menos identitario. Es una condición básica si no quiere volver a repetir el error de regalar a los nuevos “bárbaros” de la derecha el monopolio social de la comunicación con este mundo desintegrado y la posibilidad de que esa rabia y ese malestar se deformen autoritariamente bajo formas neofascistas o de resentimiento antipolítico. Entrar como avanzadilla “en campo enemigo” para destensar y neutralizar esa posibilidad requiere ser más sensible, y menos apocalíptico, respecto a las lógicas de la sociedad de masas, pero también abrazar una nueva reflexión sobre las dinámicas "populistas" -ese fantasma de nuestro tiempo- que conduce a extraer no pocas lecciones políticas de las experiencias latinoamericanas.
En esa apasionante encrucijada el proyecto de Podemos ha emergido en España como herramienta de la ciudadanía y medio de transformación sociocultural. Será el tiempo el que ratifique si su propuesta contenía elementos susceptibles de reconfigurar de raíz la fisonomía política del país o se trataba de una expresión epidérmica más de la crisis del Régimen del 78. Su ejemplo, sin embargo, hasta ahora muestra que es su posición hegemónico-popular la que nos ofrece una cartografía más afinada para dar cuenta hoy de los procesos de sedimentación de las transformaciones sociales, de sus inercias y de sus marcos de subjetivación sin mistificaciones acerca de un poder popular que ha de ser objeto más de renovada construcción política que de simple recuperación. Un "podemos", en definitiva, que, no entendiéndose al margen de los fracasos históricos y, en concreto, de la derrota sufrida ante la ofensiva neoliberal desplegada desde la década de los setenta, sigue, pese a todo, manteniéndose fiel a un deseo emancipador.
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