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Protestas en Colombia: el gobierno reprime y no ofrece soluciones

Las conversaciones de paz se han convertido en el gran argumento para decir que las cosas van bien cuando, en realidad, los derechos de los colombianos, incluido el de protesta, están en entredicho. English

Seb Muñoz Charlie Satow
20 junio 2016
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Demostración contra la violencia en Colombia. Flickr. Some rights reserved

Golpearon a unos cuantos. A otros, les quitaron la ropa y les obligaron a aguantar un frío helado. A muchos, les robaron los celulares y el dinero. Asistimos a una crisis de derechos humanos en Colombia y nadie parece enterarse.

El 30 de mayo, millones de colombianos se manifestaron para reclamar paz con justicia y para demandar el final del modelo de “desarrollo económico” del gobierno, que favorece a las grandes corporaciones y a las elites terratenientes. 

Durante la huelga nacional de dos semanas de duración, las demandas fueron contrarestadas con violencia extrema. Tres líderes indígenas murieron, y centenares de personas resultaron heridas.

“Me patearon por detrás y luego un agente de policía me golpeó con su porra. Levanté las manos para defenderme, pero me tiraron al suelo y me pusieron pisaron el cuello. Dijeron que lo único que merecía era que me mataran”, dijo Andrés.

Andrés era uno de los 150 manifestantes que se juntaron en la ciudad de Berlín, en el departamento Norte de Santander, al este de Colombia –uno de los muchos lugares del país donde la gente se ha reunido para reclamar una paz con justicia social y medioambiental.

Las reivindicaciones son modestas: servicios básicos de salud, el derecho a su tierra, y seguridad frente a los paramilitares. Aún así, el gobierno sigue sin hacerles caso. Además, en la vigilia de la huelga general, el gobernador de Norte de Santander declaró que las protestas pacíficas sólo traerían “muerte, desolación, violencia y pillaje”, antes de ofrecer recompensas a cambio de información sobre “actos terroristas”. Un mensaje velado hacia los paramilitares.

Este gobierno es como un martillo, que solo sabe golpear clavos.

Bloquear la carretera es una poderosa expresión del derecho constitucional de los colombianos a la protesta, aunque la recientemente aprobada ley gubernamental de Ciudadanía Segura lo haya ilegalizado. Pero tal como Luis Fernando dijo uno de los manifestantes en Berlín: “Si me quedo en casa, quién más les plantará cara?”. Es un convencimiento compartido por mujeres, estudiantes, camioneros, indígenas, afro-colombianos, campesinos, profesores y trabajadores, que continúan interponiendo sus cuerpos para bloquear la carretera.

Sin amedrentarse, en Berlín los manifestantes bloquearon una autopista clave, que conecta las ciudades de Bucaramanga y Pamplona, y que se alarga hacia la frontera con Venezuela. Como era previsible, la policía respondió violentamente. Desembarcaron camiones cargados de fuerzas especiales y de antidisturbios y desplegaron agentes de inteligencia de paisano, a los que no mucha más tarde siguió el ejército.

“Primero nos maltrataron, nos golpearon, y cuando consiguieron rodearnos con la ESMAD (policía antidisturbios), nos dispararon gases lacrimógenos y botes de humo”, declaró un manifestante, llamado Víctor.

Un total de 127 personas, incluyendo 15 niños, fueron introducidas en camiones y transportadas a la ciudad de Pamplona, donde fueron encerradas ilegalmente en barracones, al principio sin comida. Treinta y seis horas después, cuando el ministerio público admitió que no había cargos contra ellos, los soltaron.

Colombia se ha visto atenazada por el conflicto durante 70 años: 220.000 personas han muerto, miles han desaparecido, y muchos más han sido víctimas de violencia sexual. Casi 7 millones de personas han sido obligadas a abandonar sus hogares, y a vivir desplazadas.

Mientras continúa confundiendo lo que son acuerdos formales con lo que es paz duradera, el gobierno de la nación alardea del éxito de la última ronda de conversaciones de paz en la Habana.

Durante demasiado tiempo, y con demasiada frecuencia, las negociaciones para acabar con el conflicto armado en Colombia se han centrado en las conversaciones del gobierno con los dos grupos armados insurgentes, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Al mismo tiempo, la gran mayoría de los colombianos no han sido tomados en cuenta.

Si a esto le añadimos políticas gubernamentales que continúan concediendo grandes porciones de terreno a proyectos de extracción minera, y que implican la privatización de servicios básicos, que ya vienen siendo denegados a la mayoría de los colombianos, la fuente de la rabia y la frustración de la gente parece clara. 

La tasa de pobreza en las zonas rurales alcanza hoy el 45,5%, el doble que la media nacional. En vez de responsabilizarse, el gobierno (ayudado por los grandes medios de comunicación) habla de la “infiltración del ELD”, y sigue mirando con indiferencia mientras los manifestantes mueren en el intento de reclamar sus derechos.

Pero la gente está unida en esto. Los colombianos de a pie se niegan a reconocer la autoridad moral de un Estado que les cobra los impuestos, pero a cambio les devuelve solo violencia y acuerdos de libre comercio catastróficos. Se dan cuenta también de que las conversaciones formales, por sí solas, son inútiles si no se hace frente al mismo tiempo a una desigualdad social que tiene raíces profundas.

La lucha por una paz diferente sigue adelante.

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