“Con cada agresión yo me contaba una historia: me decía a mí misma que no pasaba nada, que yo seguía siendo una mujer chingona y trabajadora, que había que seguir adelante. Pagar las cuentas. Ayudar a mi familia. Ese era mi mecanismo de defensa. Pero lo que sucedió el año pasado fue definitivamente un punto de inflexión. No he vuelto a ser la misma Natalia, esta no es la primera vez que el estado mexicano me falla”.
Natalia empezó en el trabajo sexual mientras estudiaba Ciencias de la Comunicación en la UNAM, una de las universidades más prestigiosas de la región, y en la cual vivió distintos tipo de acoso y violencia de parte de estudiantes y profesores: “A veces recuerdo mi etapa universitaria y no puedo sino preguntarme: ¿Cómo sobreviví esa experiencia?”.
Natalia fue la primera mujer joven abiertamente trans en estudiar en la institución, y aunque no pudo inscribirse con su nombre —inspirado por Lois Lane, la periodista y pareja de Superman, una mujer ágil, inteligente, osada e inspiradora— sí logró recibir un diploma que representara su su verdadera identidad.
A mediados de la carrera, y en un contexto de serias dificultades económicas, Natalia encontró un punto para trabajar en las calles de la calzada de Tlalpan, una zona de alta afluencia vehicular hacia las afueras y al centro de CDMX.
En el ecuador de sus estudios universitarios le otorgaron una beca completa para estudiar periodismo durante un semestre en Medellín, una de las ciudades latinoamericanas con mayor turismo sexual y violencia de género contra las trabajadoras sexuales. Allí empezó a hacer periodismo para narrar las vidas de las trabajadoras sexuales a través de extensas crónicas que denunciaban violencia a la par que retrataba las dinámicas laborales de sus colegas y sus necesidades como trabajadoras en una industria multimillonaria y no reconocida por casi ningún estado latinoamericano.
Cuando Natalia narra su primera experiencia en el trabajo sexual, recuerda a un cliente amable, joven y atractivo, alguien que la acompañó en una exploración sexual que Natalia ansiaba: “quería aprender acerca de mi cuerpo y el cuerpo de otros, acerca del placer, los vínculos. También quería ser mala, quería vengarme de mis vínculos anteriores que me habían exotizado por ser una mujer trans. Nunca tuve una sola razón para ser trabajadora sexual. Podría decir que nunca tuve excusas para no hacerlo, porque siempre tuve la semilla del trabajo sexual, tenía un enamoramiento y una fascinación por ese oficio. Para mí el trabajo sexual es político, una forma de ganar la batalla contra nuestros cuerpos, una forma de fisurar el sistema y las sexualidades. Sí, está la violencia y la desigualdad, pero aquí en el cuerpo de las transexuales y de las trabajadoras sexuales también hay vida, decisión y amor. Yo no me puedo explicar cómo sigo aquí si no es por ese amor a la vida, al ideal de encontrar justicia para mí y mis hermanas trans”.
Lo que te arrebatan cuando intentan matarte
La búsqueda de justicia de Natalia ha sido para ella un viaje lleno de contradicciones: “No creo en el feminismo punitivista, ese que solo castiga y señala. Nuestras cárceles están llenas de personas pobres, inocentes y vulnerables a las que el sistema también les ha fallado. Pero también me queda claro que mi agresor no es un hombre que merezca vivir en libertad, que pueda vivir en sociedad. No me voy a sentir tranquila hasta que se haga justicia, hasta que el sistema de justicia repare el daño que me hicieron”.
Hoy en día, Natalia ha vuelto a trabajar, pero confiesa que el miedo ha inundado su cotidianidad: “No hay un día en el que las cicatrices no me recuerden lo que viví, no hay un momento en el que no tenga miedo de darle la espalda a un cliente. Me siento totalmente desgastada emocionalmente y económicamente”.
Aunque el gobierno federal de México no lleva ningún registro ni ofrece data oficial en torno a la violencia y crímenes contra la población LGBTQ+, según el Observatorio de Personas Trans Asesinadas de la organización no gubernamental Transgender Europe, entre el 2008 y septiembre de 2022 se han registrado a nivel internacional 4369 asesinatos, de los cuales 649 ocurrieron en México: “No hay un registro nacional como tal, aunque hay una página que maneja el Secretariado de Seguridad Publica, manejan estadísticas de robo y feminicidios, pero no hay información de crímenes de odio y agresiones a población LGBTQ+ a pesar de que algunos estados códigos penales que tipifican crímenes de odio”, explica Rocío Suárez Hernández. Ella es directora del Centro de Apoyo de las Identidades Trans, una organización se enfoca en los derechos humanos de las poblaciones trans a través de estrategias de participación, creación comunitaria e incidencia política en base a documentación y registro de casos de violación de derechos.
Actualmente, México es el segundo país con más personas trans asesinadas en el mundo, en números absolutos: “Somos cien millones de habitantes en México y nuestra organización reporta entre 60 y 80 asesinatos de personas trans al año”. La organización ha documentado un aumento de violencia relevante desde el 2016 hasta la actualidad. Esto puede ser contradictorio, porque son los años en que mayor reconocimiento y avance ha habido a los temas LGBTQ+ como el matrimonio igualitario, el reconocimiento de identidad de género en 20 de los 32 estados del país: “A mayor reconocimiento de derechos hemos percibido una mayor violencia, y esto se debe a una resistencia de las personas de reconocer, aceptar y respetar la orientación e identidades que cada vez buscan tener más espacio en la sociedad”, comenta Suárez.
En este contexto, las mujeres trans son las más afectadas. Durante 2023, el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio Contra Personas LGBT ha registrado dos asesinatos y una desaparición de mujeres trans a lo largo del territorio nacional: “las mujeres trans son quienes enfrentan mayores índices de violencia, son ellas quienes tienen las cifras más altas de crímenes de odio y de atentados a la vida”, confiesa Gloria Careaga, coordinadora general y psicóloga de la asociación civil.
La organización afirma que se han registrado, en promedio, una agresión por mes hacia las mujeres trans, incluso de parte de las autoridades policiales.
Suárez también resalta que con la documentación e interpretación adecuada de la data de crímenes de odio hacia mujeres trans, el estado mexicano tampoco reconocería que las principales víctimas de violencia transfemicida son las trabajadoras sexuales. “No reconocer estas violencias tiene implicaciones en las vidas de las personas” explica Suárez.
Natalia describe el viaje a la justicia como un camino violento, innecesariamente complicado y desprovisto de protección estatal: “El sistema de justicia en México, aún en la capital, está diseñado para hacer que el proceso legal sea un martirio para las sobrevivientes. Ya pasó más de un año y no hay sentencia contra mi agresor, ni hemos podido pasar de la audiencia intermedia, ni hemos llegado a la etapa de juicio oral. En la próxima etapa sí tendré que estar en la sala con mi agresor, escuchándolo y mirándolo. ¿No es hora de que empecemos a reestructurar estos procesos? ¿Por qué tenemos que exponer a las víctimas a procesos tan duros?”
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