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10 años de guerra: repensar el narcotráfico

Si México quiere ser un país menos violento, tiene que repensar los conceptos que le han llevado a adoptar unas estrategias que han tenido resultados inaceptables. Tiene que pensar en los grupos criminales más allá de las historias de narcos. Português English 

Cecilia Farfán Méndez
16 febrero 2017
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Soldados del ejército mexicano quemando marihuana confiscada. Susana Gonzalez DPA/PA Images. Todos los derechos reservados.

Ante la profunda crisis de legitimidad que enfrenta México, deben surgir voces críticas. La llegada de Trump al otro lado de la frontera debe acelerar la consciencia de la urgencia de afrontar los cambios necesarios en el país, que celebrará elecciones presidenciales en 2018, en medio de una gran incertidumbre. La serie México en la encrucijada busca dar voz a estas visiones críticas.

Son ampliamente conocidas las cifras que ha dejado una década de guerra contra el crimen organizado en México: cien mil muertos y treinta mil desaparecidos. A pesar de la historia negra que cuentan, incluso faltando los nombres y apellidos detrás de cada uno de esos números, poco entendemos de los grupos criminales generalmente responsables de ocasionar los diferentes tipos de violencia que vive el país. Así, en México hemos adoptado una perspectiva principalmente maniquea, según la cual el crimen organizado se piensa como una serie de “cárteles” liderados por uno o unos pocos capos que aparentemente son capaces de supervisar todos los aspectos operativos del negocio y pertenecen a una categoría genérica: el narco.

Algunos dirán que México no es el país más violento del mundo, ni tan sólo de América Latina, y que en todos lados hay crimen y muertos - lo cual, con algunos matices, es cierto. Pero aunque se trata, en todos los casos, de actos cometidos por criminales, no son iguales. Más allá de las comparaciones con otras sociedades violentas, lo que importa es que el México de 2017 es un país fundamentalmente distinto al México con anhelos democráticos de 2000. Por supuesto, no todo ha sido negativo pero, en materia de seguridad, la pregunta relevante es: ¿qué hemos aprendido tras diez años de lucha abierta contra el crimen? La evidencia sugiere que muy poco.

Algunos dirán que México no es el país más violento del mundo, ni tan sólo de América Latina, y que en todos lados hay crimen y muertos.

Uno de los ejemplos más claros es la estrategia enfocada a capturar y extraditar aquellos que se supone que son líderes de organizaciones criminales, a fin de debilitar o detener sus actividades. Durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), México arrestó o mató a 25 de los 37 supuestos líderes de organizaciones criminales (Beittel 2013) y durante la administración de Peña Nieto, el caso más famoso, aunque no el único, ha sido el de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo. Pero a pesar de extraditar al país vecino a supuestos líderes de grupos criminales, y de la nueva orden ejecutiva firmada por el presidente de Estados Unidos para combatir organizaciones criminales transnacionales, los incentivos para abastecer el mayor mercado de drogas ilícitas del mundo permanecen.

De acuerdo con el Informe Anual sobre las Drogas (2014) publicado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC por sus siglas en inglés), en 2013 el consumo de drogas ilícitas en Estados Unidos por parte de personas de 12 años de edad o mayores, alcanzó el nivel más alto de la década, récord queiba acompañado por unos precios de menudeo igualmente altos - los más caros en el mundo -, lo que viene a demostrar que un mercado de drogas ilegales boyante difícilmente se ve alterado por supuestas capturas de jefes de organizaciones criminales.

¿Qué hacer entonces si la captura y extradición de los capos no es la solución? Suponer que existe una respuesta unívoca equivaldría a ignorar la complejidad del problema que enfrentamos. Están las soluciones que ofrecerán resultados en el largo plazo (más allá del argumento presentado aquí) y están también las que implican, hoy, dar un paso atrás y repensar el narcotráfico. Para lo cual es preciso abandonar las historias de narcos y dejar de atribuir al crimen organizado todos los actos violentos que ocurren en el país, a fin de eximir de responsabilidad al Estado.

¿Qué hacer entonces si la captura y extradición de los capos no es la solución? 

Repensar el narcotráfico es una invitación a reflexionar sobre el hecho que las organizaciones criminales no son actores homogéneos y unitarios, involucrados solamente en el trasiego de drogas ilícitas. Es decir, no todos los individuos dentro de una organización criminal trabajan con el mismo ímpetu ni siguen las órdenes de la organización con el mismo interés. De manera similar a otras organizaciones, los grupos criminales presentan, por una parte, áreas de sofisticación y, por otra, elementos ordinarios semejantes a los de las organizaciones legales. En consecuencia, es necesario entender cuáles son sus áreas de sofisticación así como sus características simples, con el fin de poder diseñar políticas que debiliten al crimen en el largo plazo.

Por ejemplo, a pesar de los informes públicos sobre la fragmentación de grupos criminales, poco se entiende por qué algunas organizaciones son más proclives a escindirse que otras. Es decir, por qué los Caballeros Templarios se separaron de La Familia Michoacana, y éstos de los Zetas quienes, a su vez, abandonaron el Golfo. En este sentido, más allá de supuestos conflictos entre individuos, las variables de interés son la política de captura y extradición de líderes y la estructura de los grupos.

Es necesario entender cuáles son sus áreas de sofisticación así como sus características simples, con el fin de poder diseñar políticas que debiliten al crimen en el largo plazo.

En la medida en que las políticas públicas para limitar las actividades criminales se han centrado en arrestar o eliminar capos, en los grupos criminales esto ha generado incentivos para descentralizar la toma de decisiones. Es decir, la descentralización puede proteger la viabilidad de las operaciones al distribuir el riesgo a través de una red que tiene flexibilidad y, también, inteligencia limitada - cuando una célula es desmantelada, la información que puede compartir no afecta a la supervivencia de todo el grupo.

Una estructura celular ofrece flexibilidad, pero también es más inestable. Dado que las células tienen poca comunicación entre ellas - por razones de seguridad - también carecen de oportunidades para aprender “buenas prácticas” que eviten su captura. Igualmente, generan una mayor tolerancia al riesgo, lo cual incentiva la diversificación de actividades criminales. Esta combinación de inestabilidad e incentivos a diversificar lleva a los grupos a fragmentarse y buscar ingresos por medio de extorsiones y secuestros - de tal forma que la violencia se vuelve un componente esencial del modelo de negocio de las organizaciones celulares. Así, la violencia que vive Michoacán, por ejemplo, va más allá de relatos de otrora maestros normalistas vueltos capos.

En suma, si lo que queremos es un país menos violento, entonces es hora de re-conceptualizar los argumentos que nos han llevado a estrategias con resultados sub-óptimos. Es necesario pensar en los grupos criminales como organizaciones en sí mismas, más allá de las historias de narcos, y hacer una aproximación seria que busque entender el funcionamiento de los grupos que, aunque todos criminales, son distintos entre sí.

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