En el quinto día de paro se vivió una jornada de fuertes enfrentamientos en la provincia de Chimborazo que terminó, según la Confederación del Movimiento Indígena de Chimborazo (Comich), con 40 heridos, dos de ellos de gravedad. Estos últimos habrían recibido impactos de perdigones, a pesar de que la policía afirmo tener «la disposición de no emplear armas de fuego ni munición letal».
Por la noche, el presidente de la República declaró el estado de excepción en tres provincias: Pichincha, Cotopaxi e Imbabura. El decreto tuvo dos versiones. Inicialmente circuló una que incluía una restricción al derecho a la libertad de información que podía implicar la suspensión de servicios de telecomunicaciones fijas, móviles y de internet.
Se limitaba, además, el manejo de información «debidamente clasificada», reservada o de circulación restringida a través de los medios de comunicación social, redes sociales y contenido comunicacional. Y se habilitaba el uso progresivo de la fuerza, incluida la fuerza letal.
Finalmente, ante la ola de voces que alertaban la violación de derechos constitucionales, desde el gobierno se afirmó que, a pesar de contar con la firma del mandatario, lo que había circulado era «un borrador» y que la versión final no contenía estos polémicos artículos. Sin embargo, esto motivó la convocatoria de la Asamblea Nacional para tratar la derogación del decreto.
La Constitución contempla la posibilidad de que el Parlamento pueda «revocar el decreto en cualquier tiempo, sin perjuicio del pronunciamiento que sobre su constitucionalidad pueda realizar la Corte Constitucional». Tras el decreto, la asambleísta del partido indígena Pachakutik Mireya Pazmiño presento un pedido para tratar la derogatoria en el pleno el lunes 20 de junio.
El lunes 20, justo antes de la sesión del pleno, desde el Poder Ejecutivo se derogó y reemplazó el decreto por uno nuevo que ampliaba las provincias contempladas en el estado de excepción. Con esta estrategia, la Asamblea ya no pudo sesionar y debe volver a presentar una nueva moción y esperar al menos 48 horas para tratarla.
Con este decreto, el gobierno busca controlar la extensión de la manifestación y restringir la llegada de indígenas a la capital, pero al mismo tiempo da cuenta de cierta discrecionalidad a la hora de aplicar las normas ya que, al mismo tiempo que se restringe la libertad de asociación y reunión, desde la Secretaría General de Comunicación del Ejecutivo se convocó a la ciudadanía a participar de una jornada de movilizaciones por la paz, programada para el sábado 18 de junio en varios puntos de Quito.
La última acción que pone en tela de juicio el respeto a la institucionalidad democrática, y reaviva las tensiones, fue el allanamiento y posterior toma de la Casa de las Culturas Ecuatorianas, en Quito, por parte de la policía en busca de «material bélico, como explosivos y armas artesanales». Durante las protestas de 2019, esta institución sirvió de base para miles de militantes y organizaciones sociales, así como para la realización de asambleas permanentes.
Al no encontrarse nada, amparándose en el decreto de estado de excepción la policía decidió disponer de la Casa de las Culturas como albergue para los uniformados, ante la indignación de artistas, gestores culturales y ciudadanía que se habían convocado a una vigilia en rechazo a la intervención policial.
La Casa de las Culturas es una institución cultural creada en 1944 que funciona bajo un esquema de autonomía y que solo había sufrido una intervención como la ocurrida el pasado domingo durante la dictadura militar en 1963. Este hecho fue condenado en numerosos comunicados emitidos por universidades, artistas e instituciones y únicamente recibió el respaldo del Ministerio de Cultura, que justificó el accionar de los uniformados como una acción para resguardar las colecciones y bienes patrimoniales que se encuentran en su interior.
El último elemento que echó leña al fuego fueron las polémicas declaraciones de jefes de las Fuerzas Armadas intentando vincular las manifestaciones con el narcotráfico y la delincuencia organizada, en un momento en el que desde el gobierno, en alianza con la Embajada de Estados Unidos, se busca impulsar el Plan Ecuador –basado en el modelo del Plan Colombia–, para frenar el ingreso del narcotráfico al país.
Represión y llamados al diálogo
La caída de la popularidad del presidente Guillermo Lasso a poco más de un año de haber asumido la presidencia es abrupta, lo que le restringe la posibilidad de canalizar las demandas por la vía institucional. Según la encuestadora Perfiles de Opinión, Lasso inició su mandato con más de 75 % de aprobación. Ahora tiene una desaprobación de alrededor de 80%. Y es que, tras un año de gobierno, la única de las promesas de campaña que el gobierno cumplió a cabalidad fue la campaña de vacunación contra el covid-19.
La llegada a la presidencia de Lasso, con un programa de gobierno abiertamente proempresarial, representó un quiebre tras dos décadas en las cuales las elites no habían logrado llegar al poder a través de elecciones. Es importante señalar que las elites ganan, no porque hayan logrado amplificar el apoyo a su proyecto político, sino por la fragmentación del resto de las opciones. Lasso solo obtuvo menos de 20% en la primera vuelta de 2021, de allí su escasa representación parlamentaria.
Luego de asumir, el mandatario se alejó del Partido Social Cristiano (PSC) que lo apoyó para llegar a la presidencia y que ideológicamente parecía ser su aliado natural. No obstante, más allá de las disputas de poder y de los enfrentamientos mediáticos a la hora de aplicar un plan económico, tanto el partido de gobierno como el PSC responden a sectores de elites financiarizadas y agroexportadoras con intereses comunes. Esa cohesión toma forma en coyunturas de movilización social como la actual y le permite al gobierno aplicar una fuerte represión con el respaldo de las Fuerzas Armadas, los medios masivos de comunicación y las elites económicas.
Por su parte, quienes debían representar la oposición —Pachakutik y la correísta Unión por la Esperanza (UNES)— quedaron entrampados en el juego de alianzas con el Ejecutivo bajo el argumento de la gobernabilidad, permitiendo así el avance del programa de gobierno y, al mismo tiempo, minando la credibilidad moral de las fuerzas de oposición.
Aun así, a lo largo de este primer año la relación entre el Ejecutivo y la Asamblea Nacional estuvo marcada por la tensión, con amenazas de «muerte cruzada», una figura presente en la Constitución de Ecuador que faculta al Poder Ejecutivo a disolver el Congreso con la obligatoriedad de convocar a elecciones en un periodo de 6 meses para renovar ambos poderes. Durante ese plazo, el presidente puede gobernar por decreto.
Al noveno día de paro nacional, y tras dos años de pandemia que ahondaron las desigualdades y con la memoria reciente del levantamiento de octubre de 2019, las condiciones para un dialogo fructífero no terminan de cuajar. En este camino, lo que está en juego no son solo las diez demandas planteadas por la Conaie, sino las posibilidades de una resolución del conflicto que evite la erosión de la institucionalidad democrática. Esto es algo que, hasta el momento, no parece estar sucediendo.
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Este artículo se publica en el marco de nuestra alianza editorial con Nueva Sociedad. Lea el original aquí
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