Las familias perdieron sus trabajos, las canoas se quedaron sin río y las comunidades se quedaron sin poder pescar. Las islas se inundaron, los árboles se ahogaron y murieron, dejando un paisaje de muerte y desolación. “Antes tenía un río vivo, hoy tengo lago muerto”, dijo Raimundo Berro Grosso, un vecino del río citado por la periodista Eliane Brum, en su reciente libro sobre el Amazonas, Banzeiro òkòtó.
“Ahora somos pobres. Ser pobre es no poder escoger. Ser pobre es mendigar gasolina para ir al centro, es necesitar dinero para comprar un mango en el supermercado, y que nuestros niños no puedan jugar en la calle por miedo a la violencia, ni sepan cómo se llama el río de su ciudad”, continúa Silva, que cuenta cómo la desgracia se abatió sobre su familia con toda crueldad. Su padre perdió su trabajo como fabricante de ladrillos, a uno de sus hermanos lo asesinó la policía de un tiro por la espalda, y otro acabó suicidándose. Ante el terreno abandonado donde un día estuvo su casa, en un barrio que contaba con una red de solidaridad muy fuerte, y que para ella representa la felicidad perdida, a Silva se le saltan las lágrimas. “Belo Monte empujó a la gente a la miseria. Nos arrancó de nuestros asentamientos y no nos dio ninguna condición para recomponer nuestras vidas. Y eso nunca va a ser recompensado. Ser pobres, ser miserables, es no tener memoria de dónde venimos”.
Fueron cientos las familias despedazadas por las consecuencias de una obra que fue concebida durante el tiempo de la dictadura militar (1964-1985), que impulsó la explotación masiva de la selva y construyó la carretera Transamazónica, que representa la aguja de una enorme jeringa utilizada para la extracción sistemática y masiva de los recursos de un bosque tropical que hoy es ya una ruina.
La hidroeléctrica, que fue inaugurada dos veces –una por la presidenta Dilma Rousseff, en mayo de 2016, al ponerse en marcha la primera turbina, y otra por el presidente Jair Bolsonaro, en noviembre de 2019, al arrancar la última y decimoctava turbina–, puede considerarse como el emblema del desarrollismo extractivista que ha dominado la política económica brasileña, de izquierdas y de derechas, durante décadas. Belo Monte forma parte de un macroproyecto que imaginaba un sistema de hasta ocho macro presas repartidas sobre los grandes ríos del bajo Amazonas brasileño. A día de hoy, solo una de las 18 turbinas está en marcha, demostrando la megalomanía de un proyecto cuyo objetivo, a la vista de los resultados, no resultó ser la producción de hasta 11.000 megavatios de “energía limpia y sostenible”, como aún rezan las vallas publicitarias repartidas por Altamira, sino simplemente construirse en sí mismo.
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