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De la asamblea al partido, y viceversa. El Partido de la Red en Argentina, cinco años después

En 2012, un grupo de "locos" fundó en Buenos Aires el Partido de la Red. Cinco años más tarde, una de sus fundadoras reflexiona sobre activismo, poder, liderazgo y participación. Português English

Florencia Polimeni
7 febrero 2017
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Partido de la Red. Algunos derechos reservados.

Intervención en el Fórum Social das Resistências, Porto Alegre, enero 2017.

En la vida nunca me faltó ni techo, ni comida, ni trabajo. A los 15 años me acerqué a un comité de la Unión Cívica Radical (un partido histórico de la Argentina) de la mano de mi padre con un sólo objetivo: honrarlo, seguir sus pasos. Creo que a esa edad - si nos sincerarnos - uno se acerca a la política sólo por dos razones: ser leal a los padres o rebelarse de ellos.

En mis primeras experiencias dentro de un partido político tradicional aprendí muchas cosas. La orgánica había que respetarla, era obligatorio atravesar un camino largo de formación: barrer el comité, escuchar a los afiliados o a los vecinos que venían al local, estudiar mucho, historia, estatutos, leyes, ganarse la confianza y el respeto de tus compañeros de militancia, animarse a hablar en las reuniones mientras te juzgaban los más experimentados militantes.

Pero los años 90 destrozaron el sistema de partidos argentino y lo que durante décadas había sido el cursus honorum fundamental para madurar dentro de una organización partidaria fue rápidamente reemplazado por el oportunismo y el decisionismo genuflexo frente al poder global. Ahora para sobrevivir había que aprender los vicios, había que aceptar que siendo mujer el esfuerzo siempre valiera menos y que te mandaran a servir el café, había que tolerar que muchos, sin ninguna legitimidad, ocuparan cargos en la organización no por mérito sino por obsecuencia, había que aceptar que todas las reglas tuvieran sus excepciones. Cansada de que me dieran órdenes incoherentes con mis convicciones, de que la burocracia organizacional amordazara mis críticas y propuestas, y de que el poder arrasara con toda vocación transformadora del partido, y sin ninguna expectativa de poder acceder a un espacio de decisión real, me fui.

Estuve lejos de la política algunos pocos años hasta que un partido nuevo, personalista, liderado por un miembro del establishment, con vocación atrápalotodo, me ofreció ocupar una banca sin aparentes condicionamientos. Dudé, pero finalmente accedí sin poder resistirme a esa oportunidad única. Bajo el compromiso de mantener mi independencia de criterio, comencé mi mandato como diputada. Rápidamente aparecieron los primeros conflictos. Si los partidos políticos tradicionales son lugares llenos de decisiones poco meritocráticas e injustas, los partidos personalistas son el reino, la apoteosis del capricho y del poder del dedo. Todo se trata siempre de agradarle al dueño de la pelota. No hay ningún lugar para el pensamiento crítico, no hay otro interés ni motivación que la del rey/dueño, inspirado por las encuestas, el marketing y los consejos de los gurúes de moda.

Luego de innumerables choques ideológicos y tironeos metodológicos me decidí nuevamente por el éxodo. Me fui. Armé un bloque personal y decidí probar las mieles del individualismo político en su más extrema expresión. Si iba a tener que rendirme al capricho, prefería que fuera al mío.

No me fue mal. Usé la oportunidad en favor de aquellas causas que caprichosamente consideré justas y logré aprobar varias leyes trascendentes que todavía me hinchan el pecho. Pero, a pesar de haber construido buenas alianzas trans-partidarias me sentía sola. En el fondo yo sabía bien que las transformaciones sociales profundas y sostenidas se generan sólo a través de proyectos colectivos. Fue por esa convicción, entre otras, que decidí retirarme temporalmente de la política partidaria para dedicarme esta vez al mundo de la sociedad civil.

Quería saber si era posible repensar las organizaciones, el poder, el Estado, desde afuera del sistema político. Si era posible transformar los enclaves autoritarios que inundan a la sociedad argentina en su concepción del liderazgo y del poder.

En el fondo yo sabía bien que las transformaciones sociales profundas y sostenidas se generan sólo a través de proyectos colectivos. 

Me obsesionaba cómo el poder pervierte todo lo que toca, salvo muy contadas excepciones; cómo pareciera existir un sólo modelo de liderazgo ocupado sin descanso en concentrar poder en lugar de delegar, en perpetuarse a cualquier coste, en desconfiar, en construir relaciones basadas en la demagogia y el paternalismo tanto con sus propios equipos como con la ciudadanía.

Quería empoderar a la sociedad civil, entrenarla en los asuntos públicos para que pudiera incidir y ejercer control sobre el sistema. Pretendía colaborar de abajo hacia arriba en la construcción de una nueva cultura política que experimentara nuevas formas de organización, de participación y de liderazgo.

Y para eso me dediqué a fundar e integrar organizaciones sin fines de lucro en ámbitos diversos, pero claves, como la ciencia, la cultura y la educación. Le puse horas y horas de trabajo voluntario, de charlas, de conocer gente nueva de mundos distintos, de escuchar, de pensar, de aprender y de destruir prejuicios propios

Y de repente, una tarde del 2012 surgió, junto a algunos otros locos, la idea del Partido de la Red. La pregunta original que nos hacíamos era tentadora: ¿cómo logramos perturbar la lógica actual del sistema político para acercarlo de verdad a la ciudadanía? La “Red” nos daba una oportunidad singular. Nos daba la ayuda tecnológica, cultural y simbólica que algunos tanto habíamos esperado. Había que aprovecharla. Internet estaba generando una transformación profunda en un montón de aspectos de la vida de las personas. Entonces, ¿cómo no pretender que transformara también la forma en que se gobierna, que transformara la democracia?

Propusimos, para comenzar, una estrategia de doble entrada. Por un lado fundar un partido político para incidir en el sistema desde adentro. Queríamos poner un diputado en la legislatura de la Ciudad de Buenos Aires que se comprometiera a votar según lo decidido conjuntamente con la ciudadanía en una plataforma de participación online. Por otro lado nos propusimos trabajar desde la sociedad civil y desarrollar esa plataforma de participación cívica que le permitiera a la ciudadanía informarse, debatir y votar para construir decisiones colectivas en cualquier ámbito. Y avanzamos en esta línea armando la Fundación Democracia en Red. Nos organizamos, fuimos eficientes, juntamos los fondos y desarrollamos el software. Y, además, empujamos otros proyectos que nos permitieron acumular experiencia sobre participación, tanto con el Estado como con todo tipo de organizaciones de la sociedad civil.

Pero la tarea más difícil de la estrategia era claramente constituir y organizar un partido político. ¿Cómo hacerlo, bajo qué forma?

Yo estaba entusiasmada, por primera vez desde mi adolescencia, con un proyecto político colectivo. Sentía que nos podíamos animar a cuestionar los problemas más estructurales del sistema y probar con humildad algo distinto.

Queríamos poner un diputado en la legislatura de la Ciudad de Buenos Aires que se comprometiera a votar según lo decidido conjuntamente con la ciudadanía en una plataforma de participación online. 

Me encontré de repente siendo una de las más viejas del proyecto sin haber cumplido entonces aún los 40 (siempre había sido de las más jóvenes). Me encontré siendo una de las pocas con experiencia política profesional previa. Me encontré siendo la única que había ocupado alguna vez un cargo político de cualquier tipo. Recuerdo haber pensado, ¿dónde me paro? ¿Cuál debe ser mi rol? ¿Debo liderar? ¿Debo inspirar? Debo formar? ¿Debo organizar? ¿Debo ser garante del espíritu fundacional? Recuerdo como si fuera hoy mi temor por no condicionar la frescura de una organización que intentaba ser parida bajo un nuevo paradigma. Y allí estaba yo en medio, con el dolor de romper un poco con lo viejo y con una mezcla en el corazón de escepticismo y esperanza.

Teníamos muchos desafíos por delante: encontrar una forma de organización interna lo más horizontal y democrática posible para entrenarnos en nuevas prácticas de decisión colectivas.

Formar a decenas de militantes que atravesaban por primera vez una experiencia política con mucha desconfianza hacia todo el sistema político tradicional y lidiar a su vez con ese increíble cóctel juvenil de inocencia, brutalidad y soberbia.

Y, al mismo tiempo, ser eficientes para conseguir todos los requisitos burocráticos exigidos por la ley para constituir un partido político.

Pero, además, para complicarla del todo y hacerla bien divertida, avanzábamos sobre un terreno nunca antes explorado. Queríamos poner a prueba algunas hipótesis provocadoras:

¿Entre más se decide mejor? ¿Bajo qué condiciones funciona el concepto de inteligencia colectiva? ¿Puede generarse transformación política escapándole al liderazgo clásico? ¿Es viable un espacio político auto organizado, descentralizado, con liderazgos diluidos y rotativos? ¿Es posible estimular a la ciudadanía para que masivamente se involucre en los temas públicos? ¿La participación política virtual puede reemplazar a la física? ¿En qué situaciones y cómo? ¿Es suficiente, para armar un partido político, proponer como idea central un nuevo método de democracia semidirecta con la ayuda de la tecnología?

¿Cuáles de estas hipótesis resultaron acertadas y cuáles no? ¿Qué aprendimos? O, mejor dicho, ¿qué aprendí yo en estos 5 años?

Mis aprendizajes fueron muchos y se dieron a tres niveles. En el primer nivel, el antropológico, tuve que aceptar que más allá o más acá del cambio de paradigma que nos habilita la tecnología, el problema central de la manera en que nos relacionamos con el poder sigue siendo el mismo: el Ego. El tecno-utopismo (esa idea inocente de que la tecnología puede mejorarlo todo, con la que muchos de nosotros comenzamos este camino) nos hizo pensar que las “nuevas prácticas en red” iban a tender naturalmente a desconcentrar el poder y a ayudarnos a asumir compromisos colectivos. Sin embargo, parte de la naturaleza de nuestro ego viene demostrando ser resistente e incluso adaptable a los nuevos formatos. En la era de la reputación online, la honorabilidad sigue en desuso y la señora fama (si es que es una dama) anda a sus anchas esperando ser encontrada detrás de cualquier post, tuit o foto retocada.

¿Cómo formar entonces a las nuevas generaciones de militantes para que puedan resistir una pequeña dosis de poder real si el poder virtual y transitorio de las redes los doméstica? La única esperanza nos la da un entrenamiento disciplinado de la auto-observación que nos permita hacer consciente la manera en que nos afecta el poder para que no nos esclavice. Mientras tanto, hay que estar muy atentos hasta que podamos transformar este patrón dentro de nosotros y construir nuevos modelos.

¿Cómo formar entonces a las nuevas generaciones de militantes para que puedan resistir una pequeña dosis de poder real si el poder virtual y transitorio de las redes los domestica? 

Y esto complica muchísimo la construcción en el segundo nivel, que es el sociológico, el de la organización. Como reformista que soy considero que el principal desafío que tiene una organización es el de conocer el sistema que pretende transformar, para poder infiltrarlo e interactuar con él sin perder el oriente. La ignorancia y el miedo al sistema político son un obstáculo enorme a la hora de organizar una fuerza política nueva. Somos una sociedad sin entrenamiento en la búsqueda de información confiable y en el sano intercambio de ideas. Y la militancia no escapa a esta regla. La mayoría desconoce los protocolos básicos de la política. Entonces, resulta clave que los activistas practiquemos la participación en los órganos internos hasta lograr un ejercicio consciente y responsable del compromiso cívico. En definitiva, va a ser esa experiencia propia la que podamos transmitir; ese pequeño ensayo de lo que vivirá el ciudadano si participa activamente de la toma de decisiones políticas. Y entonces me pregunto si, para construir colectivos empoderados que tomen decisiones, ¿debemos inferir que opinar online es participar? ¿O se necesita algo más? El que opina dentro de una organización ¿es consciente de los compromisos y las responsabilidades que se desprenden de ello? ¿Quién le pone el cuerpo a las decisiones colectivas para que se conviertan en acciones colectivas?

Otra de las cosas que aprendí es que a pesar de lo peligrosos que pueden resultar, es muy complicado organizarse sin liderazgos fuertes. Hay veces que no queda otra, por ejemplo en los tiempos electorales, en los que hay que cerrar filas detrás de un liderazgo fuerte que conduzca con eficacia a lograr los objetivos. ¿Pero cuándo termina eso? ¿Cuándo se les saca el poder a los pretores? ¿Cuándo termina el tiempo electoral? La historia nos ha demostrado, desde Roma hasta acá, que lo más difícil es aprender a hacer esos cortes y volver a la asamblea, al colectivo. Nosotros hemos experimentado distintos sistemas de organización (para los tiempos de paz) y hasta ahora todos han resultado de algún modo ineficientes.

Siempre, para una fuerza política nueva, la sensación de inacción vinculada al asambleísmo o la de “barco a la deriva” generada por liderazgos borrosos son amenazas de muerte que le hacen perder vitalidad y eficacia y la vuelven menos atractiva para la ciudadanía.

El problema es que muchos de nosotros estamos cansados de los viejos modelos de liderazgo. A mi ya no me interesa participar en organizaciones que sólo se mueven si me las cargo al hombro y empiezo a dar órdenes o en las que me obligan a obedecer ciegamente las instrucciones de un líder supremo. Desearía que pudiéramos construir alternativas a estas opciones. Para poder optimizar el tiempo que dedicamos a lo público y evitar que el poder se concentre, es necesario encontrar nuevos sistemas de participación eficientes, basados en la confianza y fácilmente auditables. Sigo creyendo que es posible, pero se necesita tiempo (que nunca se tiene), paciencia, y mucha sangre nueva que circule por el corazón de la organización hasta sistematizar las prácticas organizativas justas y construir los liderazgos intermedios que sostengan y empujen una visión conjunta.

Y acá viene el tercer nivel, el nivel político, el de la idea que proponemos como partido que, cuando está clara y es convocante, puede por sí sola mover montañas. ¿Qué aprendí de esto?

La idea inicial del Partido de la Red era esencialmente de raíz metodológica. Queríamos oxigenar un sistema que estaba crujiendo por todos lados, con una estrategia de democracia semidirecta ayudada por la tecnología.

Para los que venimos de la ciencia política, este es un concepto absolutamente ideológico que habla de una convicción profunda en la democracia como sistema político, ya que valora la voz y el voto de la ciudadanía como fuente inalienable de la legitimidad del poder. Referirme a nuestra plataforma como a una herramienta de democracia semidirecta y no directa, es también una decisión ideológica. En ningún momento pretendimos atentar contra la esencia de la representación, por el contrario, queríamos fortalecer el rol del representante, apuntalar la legitimidad de sus posiciones facilitándole el apoyo y debate permanente con las bases a las que representa.

Nosotros hemos experimentado distintos sistemas de organización (para los tiempos de paz) y hasta ahora todos han resultado de algún modo ineficientes.

Hechas estas aclaraciones, debo confesar que esta idea original del partido, para mí, ha perdido frescura y potencia transformadora, por varias razones. En primer lugar, creo que hemos logrado de algún modo, conjuntamente con cientos de miles de personas en todo el globo, instalar la necesidad de abrir el sistema democrático a la participación real de la gente. Es cierto que nadie hasta ahora se ha comprometido con este objetivo de manera vinculante y constante, como pretendemos hacerlo nosotros desde una banca. Pero ese compromiso, por sí sólo, para mí ya no es suficiente. Hay que ir más allá. Y no se trata sólo de revisar la idea porque haya sido tomada dentro de un reclamo global, se trata de que muchos sentimos que además ha sido apropiada cosméticamente por sectores del establishment.

El proyecto que fundamos hace 5 años nos ha enseñado mucho sobre la inocencia con la que miramos los nuevos fenómenos de masas, sobre cómo nos dejamos atrapar por el discurso y las prácticas del tecno-utopismo, y sobre cómo eso nos puso a veces en la misma bolsa con aquellos que quieren cambiar para que nada cambie.

Estamos en un rincón del mundo plagado de dolor y de desigualdad. Creo que para construir poder de verdad en red y repensar la participación es necesario hacerlo en un profundo marco ideológico que exprese claramente los nuevos y los viejos problemas de las sociedades en las que vivimos. Hay que proponer soluciones concretas y posibles para empoderar y acompañar a las personas a salir de la exclusión, la pobreza y la alienación.

Es por eso que comenzamos un profundo debate dentro de nuestra organización, que por ahora es un boceto de una nueva visión de ciudad organizado en tres ejes conceptuales: ciudad sustentable, ciudad de código abierto, ciudad integradora. No sabemos aún a dónde nos llevará este proceso en el que estamos.

Yo, hoy, como mujer, madre, activista, y militante de 43 años, creo más que nunca que el trabajo más difícil y más importante para colaborar con la transformación social es el que hacemos con nosotros mismos.

Puedo pasar de organización en organización, de partido en partido, de causa en causa, de oficina en oficina, pero si no trabajo con los mecanismos profundos que se repiten en mi propio comportamiento, seguiré poniendo mi granito de arena inconsciente para la perpetuación de un sistema que alimenta el éxito individual, la concentración del poder y la repetición infinita de las lógicas de exclusión.

Si me atrevo a mirar todas las relaciones de poder de las que participo, las decisiones que tomo dentro de ellas todos los días, la manera en la que habito mi cuerpo y el mundo, quizá haya alguna chance de que logre que pase algo distinto. De que pueda transformarme, y transformar el mundo.

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